Tuve la suerte de haber nacido en La Orotava, el pueblo que se extiende bajo la atenta mirada de una de las montañas más legendarias de la historia: el Teide. Desde niño, en la azotea de la casa que me vio nacer, más allá de las poderosas cumbres de las Cañadas del valle de La Orotava, lo miraba a lo lejos en la distancia, a veces sobre las ligeras nubes que se adentraban en el valle. Estaba acostumbrado a su invernar blancura cuando la nieve hacía su aparición, en contraste con el verdor del promontorio donde parecía que descansaba, el macizo de Tigaiga en Los Realejos. Soñaba en hacer una excursión algún día, todo era cuestión de tiempo, pues la niñez no estaba hecha para cruzar las agrestes llanuras donde descansaba, las Cañadas, y menos para desafiar la topografía de aquel templo geográfico.
Por fin, llegado a la adolescencia, a mis 19 años, con dos amigos, hice una magnífica excursión al Teide. Salimos a las tres de la tarde, y después de un paseo en mulas de una hora a través de un perfecto vergel de piedra pómez, Montaña Blanca, llegamos a la base del volcán. Un paseo de dos horas por una vereda pendiente nos llevó hasta el refugio de Altavista, desde donde se puede contemplar unas vistas magníficas de las cumbres y las Cañadas. Aquí descansamos y en la madrugada comenzamos el último trecho del ascenso parra llegar a la cima, la altura soberana que todo excursionista al Teide desea alcanzar. Este último tramo era tremendamente agotador pues no podíamos dar un paso sin que los pies se enterraran hasta la rodilla. Pero el esfuerzo para alcanzar la cima valía la pena, porque una vez arriba sabíamos que nos esperaba la contemplación del bellísimo espectáculo por el cual habíamos hecho tanto sacrificio. Antes del alba, con el tiempo suficiente para cruzar el sulfuroso fondo del cráter y permanecer sentados hacia el oriente, esperamos emocionados la salida del Sol. Con la mirada fija y bajo un intenso frío, una mancha rojiza surgía en el horizonte. Era el disco solar que poco a poco iba haciendo su aparición al mismo tiempo que una variedad de colores se proyectaba sobre la tenue nube que se extendía por el horizonte del lado oeste. Mientras el Sol iluminaba el Teide y consecuencia de su efecto, se proyectaba el espectro de su sombra en forma de triangulo perfecto sobre el horizonte. El espectáculo era de lo más bello. Nunca podré olvidarlo.
Retorno a mi experiencia personal, porque es una imagen cuyo recuerdo me invita a recobrar los años de juventud, pero, a la vez, me ha invitado a caminar por la histórica leyenda de la montaña, y después del acercamiento a ella por el mundo sugestivo de los viajeros y sus libros he llegado a descubrir su singular papel jugado en la cultura europea, en la mayoría de los expedicionarios, naturalistas y viajeros extranjeros que visitaron Canarias a lo largo de los siglos, al contrario de la escasa atención que los naturales le dábamos, pues como señaló George Glas en 1761 salvo los «extranjeros y algunos pobres de la isla que se ganaban la vida recogiendo azufre, los naturales de Tenerife se interesaban muy poco por el Teide». Desinterés de los canarios que se proyectó hasta la primera mitad del siglo XX. Cuando George Busch, miembro de la Sociedad Alpina alemana-austriaca, visitó la isla en septiembre de 1924 para ascender al Teide, afirmó que “los que conocemos los Alpes, la Sierra Nevada, los Apeninos y hemos admirado las sorpresas del Vesubio, podemos afirmar que no hay nada que iguale al Teide. El Teide es único e incomparable. Es lamentable que los hijos de este país no hayan aún comprendido la enorme riqueza que tienen en el Teide”.
Fue morada de referentes míticos para los aborígenes isleños, aquellos hombres que no atinaban a comprender los fenómenos de la naturaleza, un asombro propio del primer estadio del proceso de evolución cultural de la humanidad, y durante miles de años, el hombre primitivo, tal vez por miedo e impotencia, tuvo que convivir con la creencia de que los fenómenos de la naturaleza estaban sometidos a los caprichos de los dioses. Cuando algo le desagradaba a éstos, vertían sus iras provocando terribles tempestades, terremotos y erupciones volcánicas. De ahí, el carácter sagrado de las montañas en los pueblos primitivos. El Teide era para los aborígenes de la isla de Tenerife un lugar de horror, ya que sus erupciones eran señales de la furia generada por el Maligno Guayota, el dios malo que habitaba en su interior, el dios de los muertos. El Teide se había recubierto de un carácter demoníaco en la cosmogonía de nuestros aborígenes, identificado con los infiernos, no sólo en Tenerife sino de las otras islas. Según Antonio Tejera Gaspar, existen determinadas manifestaciones religiosas en La Gomera, El Hierro, La Palma y Gran Canaria que tienen como referencia el Teide.
Pero este coloso flotando sobre las nubes no ha dejado de ser objeto de atracción literaria desde la Antigüedad, y desde los primeros momentos de la navegación atlántica europea no dejó de actuar como un poderoso imán sobre los primeros viajeros rumbo al sur tras traspasar las Columnas de Hércules en la medida en que “el Teide orientaba alos navíos en su ruta por la costa de África”. Pero a la vez, por su dominante posición en el Atlántico, los europeos lo consideraron como la montaña más alta del mundo. Hasta los primeros años del XVIII se le concedió ese título honorífico. ¡El techo del mundo!.
La auténtica historia del Teide corre pareja al acontecimiento histórico del paso del hombre más allá de las Columnas de Hércules, cuando definitivamente se atrevió a desafiar el Mar Tenebroso del Atlántico. A partir de entonces se pasa del conocimiento mitológico al conocimiento real. Lo imaginario de la montaña de Tenerife queda eclipsado cuando los primeros navegantes por el océano atlántico se acercan a tierras isleñas y éstas se incorporan en el relato escrito con protagonismo, aunque ese primer contacto estaba lleno de recelos, en consonancia con el terror y la superstición que se tenía a las montañas en la época. Un profundo temor se apoderó del poeta italiano Dante Alighieri cuando en su viaje imaginario a los tres reinos de ultratumba traspasa la barrera del estrecho de Gibraltar, límite permitido por Hércules, o el mismo temor, pero ahora real, que sintieron aquellos navegantes que contemplaron el Teide cuando se acercaron a la isla y que parece ser la primera referencia clara sobre la montaña, escrita por el humanista Giovanni Bocaccio (1313-1375) según el viaje que realizaron Angiolino del Tegghia de Corbizzi y Niccoloso de Recco a las Canarias en 1341. Cuando visitó las Canarias en 1455, el veneciano Alvise da Ca’ da Mosto (1432-1480) destacó el carácter violento del Teide por sus permanentes gases y vapores procedentes de su cráter, razón por la cual los guanches lo llamaron Echeyde (Infierno) y en la cartografía y literatura antiguas a Tenerife se le denominaba “Isla del Infierno”.
Quizás los isleños le dimos la espalda al Teide por esa imagen tenebrosa, que al provocar pánico entre nuestros aborígenes, perduraría entre nuestros abuelos por bastante tiempo; o probablemente la familiaridad del volcán entre nosotros, que siempre lo tenemos ahí y por tal razón no le damos importancia. Sin embargo, ha estimulado la imaginación de algunos de nuestros más destacados prosistas y poetas, incluso en nuestro folclore. Pero como señala Fernando Castro Borrego, se le nombra pero no se le representa. Se pregunta, ¿cómo siendo visible la imagen del Teide casi desde cualquier punto de la isla, incluso desde otras islas del archipiélago, no se haya convertido, como cabría esperar, en el arquetipo visual más importante del arte canario a lo largo de su historia? ¿Cómo es que cuantitativamente sean más numerosas las representaciones que del mismo nos han dejado los viajeros extranjeros que las de los naturales de la isla? ¿Puede ser algo visible para los ojos e invisible para la imaginación?. Responde que sí. “Lo que en el plano físico-óptico es visible, en el plano imaginario y simbólico puede no serlo”.
Sea como fuera, la atracción por el Teide en los navegantes, viajeros y turistas extranjeros ha sido tan grande que parte de la población local ha despertado la admiración del elemento iconográfico no apreciado hasta entonces. La afluencia de tales extranjeros despertó la conciencia y apreciación por el Teide entre nosotros. ¿Pero cuando comenzó a ser representada por los artistas canarios? Según Castro Borrego, fueron los surrealistas, «obsesionados como estaban por las concepciones psicoanalíticas acerca de la líbido y el inconsciente, quienes rompieron el tabú de la invisibilidad del Teide en la pintura». Con ellos los canarios modificamos el modo de percibir la montaña, y a valorar estéticamente, la geología volcánica de las islas. A partir de ahora, el paisaje de la soledad y el silencio de la montaña de Tenerife ha inspirado a muchos de los máximos representantes de la plástica en Canarias, desde las representaciones pictóricas de su naturaleza realista en Martín González o Francisco Bonnín, como abstracción geométrica en Juan José Gil, realismo abstracto en Ernesto Tatafiore, Carlos Moratalla o Gonzalo González, pasando por la singular visión de Pedro González en la serie de La Montaña, para acabar con la serie de siluetas desde la distancia de Pepe Dámaso.
Pepe Dámaso recrea estéticamente la realidad de la naturaleza del Teide de acuerdo a su imagen más característica: la apasionante silueta triangular que se divisa desde el mar, el aire, las otras islas, o como sombra proyectada al horizonte cuando desde su cráter se contempla al despuntar los primeros rayos de luz solar, uno de los espectáculos más maravillosos de la naturaleza teideana. Color, complementariedad y paralelismo ofrece la lectura de la obra de Pepe Dámaso. La naturaleza del Teide de Dámaso no se deja domesticar, su mirada se rebela contra quienes lo quieren ver encorsetado en el realismo fácil. El alejamiento del camino del conformismo del pintor hace que el Teide en él se perciba lleno de sensibilidad, que sólo se percibe exteriormente, como naturaleza desnuda. Imagen enciclopédica –poema, canto y cuatro estaciones-donde cada secuencia es música y ternura, canto y geografía, pues como afirmó José Agudo en el rotativo La Provincia el 1 de noviembre de 1980, “Dámaso es el pintor –o el modelador-de la realidad palpitante y el autor de una geografía alucinada de la vida. Un pintor que con signos misteriosos, a fuerzas de reales, nos habla de las huellas indelebles de lo eterno”. Para la naturaleza misma, nuestro volcán Teide no obedece a interpretaciones, sino se mantiene rebelde, pero para Dámaso, como para los humanos, es icono simbólico, es eternidad petrificada, es celestial, es cósmico.
Pero a la apreciación individual del paisaje teidiano de los pintores canarios parece imponerse el igualitarismo de la naturaleza misma del volcán, su estética, su magia, su sentimiento, su propia soledad.
Me acerqué por primera vez a la obra de Pepe Dámaso en una exposición en la Conca de Las Palmas de Gran Canaria en enero de 1974, mientras hacía el servicio militar en “Canarias 50” de La Isleta. Desde aquel primer encuentro me interesó su obra.
El Teide es uno de los mitos geográficos más antiguos que ha atraído y despertado el interés literario y artístico, en correspondencia con la fascinación y deslumbramiento cultural e intelectual que ha impreso en la cultura occidental. Ocupó las páginas de escritores como John Milton, Emily Dickinson, Julio Verne, Blasco Ibánez, André Bretón, Miguel de Unamuno, entro otros. Los ilustradores y naturalistas mostraron un inusitado interés por inmortalizarlo a través de grabados y dibujos. Más tarde con la aparición de la fotografía acaparó la atención de turistas deseosos de obtenerlo como recuerdo de la visita a Tenerife. Ha inspirado algunos de los máximos representantes de la plástica en Canarias como Francisco Bonín, Néstor de la Torre, Martín González, Pedro González, y ahora a Pepe Dámaso.
Pepe Dámaso recrea estéticamente la realidad de la naturaleza del Teide de acuerdo a su imagen más característica: la apasionante silueta triangular que se divisa desde el mar, el aire, las islas, o como sombra proyectada al horizonte cuando desde su cráter se contempla al despuntar los primeros rayos de luz solar, uno de los espectáculos más maravillosos de la naturaleza teideana. Color, complementariedad y paralelismo ofrece la lectura de la obra de Pepe Dámaso.