EL CAMPESINADO ISLEÑO VISTO POR LOS VIAJEROS INGLESES DEL SIGLO XIX.

A lo largo de todo el siglo XIX Tenerife va a asistir a una espectacular afluencia de viajeros extranjeros, fundamentalmente ingleses. La inmensa mayoría visitaron la isla para conocerla, pero sobre todo para la ascensión al Teide. La importancia del Teide como objetivo de sus visitas posibilitó que el camino desde Santa Cruz hasta La Orotava y desde la Villa hasta Las Cañadas fueran las rutas más frecuentadas, no sólo de Tenerife sino de todo el archipiélago. En la medida en que el Valle de La Orotava y la zona norteña de Tenerife eran las comarcas agrícolas por excelencia de las islas, los textos de los viajeros se ven con frecuencia salpicados de referencias a la vida rural y particularmente a los campesinos. Los libros de viajes constituyen una fuente de referencia de primer orden para el estudio de las condiciones económicas, sociales, costumbres, etc. de nuestros hombres del campo. Vamos pues a intentar, a pesar de las limitaciones del espacio, a acercarnos a las referencias más importantes en los libros de los viajeros ingleses a los campesinos del Norte de Tenerife.

La composición del campesinado era muy compleja. A la luz de los textos de los viajeros y los contemporáneos locales, no siempre resulta sencillo la diferenciación de los diferentes grupos que lo formaban. A partir de la segunda mitad del siglo, en líneas generales estaba formado fundamentalmente por jornaleros y medianeros. En su mayor parte se trataba de campesinos que realizaban de braceros del campo, medianeros de pequeños y grandes propietarios, trabajadores de minúsculas parcelas que apenas permitían la simple subsistencia, etc. La vestimenta de los campesinos era muy sencilla. Mientras trabajaban en el campo solamente se ponían una camisa de lino, unos pantalones y raramente botas, fabricadas por zapateros locales. Cuando visitaban la ciudad

o el pueblo vestían más decorosamente: un sombrero de ala ancha negro, una chaqueta corta con pequeños botones, camisa de lino blanca, pantalones ajustados sobre calzoncillos blancos y polainas alrededor de los pies. También solían ir con pantalones blancos. Llevaban también un largo palo. Las mujeres llevaban un sombrero también ancho, un ligero traje, sobre sus hombros un pañuelo cruzado y con botas marrones. Los campesinos de Tenerife, utilizaban los mantos en invierno para protegerse del frío, incluso los utilizaban para dormir. Una prenda usada contra el frío que no la empleaban los campesinos de Gran Canaria. Eran importados desde Lancashire, uno de los centros más importantes de producción de tejidos de Inglaterra. Las mujeres campesinas y de las clases trabajadoras trabajaban con pañuelos coloreados de algodón sobre sus cabezas. El viajero Isaac Latimer (1887) vio un gran parecido de las campesinas isleñas con los pañuelos sobre sus cabezas con las mujeres del campo de Gales. Estos pañuelos para las cabezas tenían mucha más variedad de colores que las mantillas, predominando la púrpura, el amarillo, el carmesí y el azul. El lino era otra tela de mucha demanda entre las mujeres de las islas, de gran uso casero y barato, con el que hacían las blusas y enaguas para ellas -aunque también solían ser de lana-y las camisas para los hombres. Las que se lo podían permitir económicamente, usaban vestidos de seda negro, pues la seda solamente la utilizaban en sus vestidos las clases acomodadas. Por la posesión de un vestido de seda las jóvenes campesinas y de las clases bajas hacían auténticos esfuerzos laborales.

A la hora de valorar a los campesinos, los viajeros resaltaban su rusticidad y sus toscos modales. Sin embargo, ello no suponía carencia de cortesía y amabilidad. Eran extraordinariamente hospitalarios, obedientes, modestos y serviciales. También depositarios de ciertas virtudes, como la honradez, la tranquilidad y la laboriosidad. Pero, por el contrario destacaron que eran ignorantes, carentes de una educación convencional y muy supersticiosos. Según la viajera Olivia Stone (1883) eso hace que no reconozcan su falta de progreso, sean totalmente sumisos, nada conscientes del verdadero estado en que viven las islas y que sean muy conservadores en sus costumbres. Los aperos que utilizaban eran de lo más primitivo. Por ejemplo, usaban una azada grande para cavar la tierra -un instrumento menos adecuado que la laya, «que cava más profundamente, revuelve mejor la tierra y permite al labrador caminar detrás, sin pisar la tierra roturada»-o el arado que consistía en una pieza de madera arrastrada por una pareja de bueyes que, según Olivia Stone, no se hundía mas de 10 centímetros en la tierra. Así para profundizar más el surco pasaban el arado una y otra vez. Todo un laborioso proceso que no podía causarles impresión a los viajeros porque en Inglaterra se encontraba bastante extendido el rastrillo y el arado con caballos. El sistema utilizado con la producción ganadera también solía ser lo más atrasado. Los campesinos y cabreros se negaban a ordeñar las reces y las cabras más de una vez al día, cuando fisiológicamente «si se ordeñan dos veces al día a fondo ­por la mañana y por la noche-daban más leche».

Los viajeros destacaron que los campesinos isleños eran profundamente creyentes. Sus fuertes sentimientos religiosos les hacían visitar la iglesia antes de comenzar la jornada de trabajo, cuando había una cerca, o tenía que pasar por ella cuando se dirigían a sus faenas. Algunos entraban un momento, sin embargo, lo más normal era que simplemente se arrodillaran en la puerta, se santiguaran y luego continuaran su camino. Solamente se les veían en los pueblos durante las primeras horas de los domingos para asistir a misa o en las grandes festividades que se celebraban en las parroquias, como en la Semana Santa, o en las romerías. A pesar de asistir temprano a misa, los domingos no eran motivo para que los campesinos de ambos sexos, o los mismos cabreros, cesaran en sus faenas diarias después de cumplir con sus deberes religiosos. Era normal ver las carreteras principales animadas esos días festivos como si un día entre semana se tratara, «como si fuera un día de mercado». Según Ernest Hart (1887), «las mujeres iban descalzas con huevos, aves de corral, vegetales y frutas sobre sus cabezas; mulas y caballos cargados, rebaños de cabras y ovejas, etc.».

Los campesinos estaban muy pegados al trabajo de la tierra. Trabajaban duramente todos los días y su mundo era totalmente rural. Samler Brown (1889) dijo que a diferencia de la clase alta y media que tenían sus clubs para pasar el tiempo libre y horas de ocio, los domingos y festivos los campesinos los pasaban sentados todo el día sin hacer nada delante de los portales, esperando que pasaran las horas. Según el mismo viajero, «debido a la rígida distinción social que existe entre ellos y la burguesía agraria y familias nobiliarias, no sentían, por lo general, suficiente simpatía hacia sus amos como para trabajar sin la permanente vigilancia del empresario o capataz». Por tal razón, era muy frecuente la presencia de los caballeros para que los trabajos fueran realizados.

Los viajeros quedaban impresionados por las pésimas condiciones de vida y la miseria material de nuestros hombres del campo. Aún en pleno siglo XIX seguían vigentes ciertas reminiscencias feudales. Todavía conservaba su vigencia la afirmación de Humboldt (1799) «por desgracia, el bienestar de los habitantes no se corresponde a los esfuerzos de su trabajo, ni a las ventajas que la naturaleza ha colmado este lugar; pues, los campesinos no son propietarios de las tierras; el fruto de su trabajo pertenece a los nobles y las instituciones feudales que por largo tiempo han extendido la miseria por toda Europa todavía pesan enormemente sobre los habitantes de Canarias». El viajero D. Morris (1893) contempló que a lo largo de toda la segunda mitad del siglo, que los campesinos, fundamentalmente de las zonas de secano, seguían viviendo en las simples chozas, construidas de piedras, sobre suelos de tierra batida y con techos cubiertos de pinocha, ramas de castañeros, etc. No tenían servicios ni agua ni red de saneamiento alguno. Eran los llamados pajares. Para Charles Edwardes. (1887), el mobiliario de estos primitivos domicilios no era nada «lujoso». Usaban como cama la paja, muy probablemente la pinocha o fajina. En los altos de Icod usaban helechos para dormir. En una de ellas, el mismo Edwardes encontró un tronco de palmera de mesa central. Las piedras servían de asientos. En la mayoría de los núcleos rurales y zonas alejadas todavía usaban el molino de mano guanche de dos piedras para hacer el gofio. La ausencia de ventilación hacía que el olor en sus interiores fuera desagradable. El periódico local Valle de Orotava (1888) las calificaba de infectos tugurios, de condiciones antihigiénicas e insalubres, propiedad de los dueños de las fincas y donde cohabitaban los hombres, las mujeres, los niños y los animales. «Un medio habría, y muy sencillo, -comenta el rotativo-para que esas chozas pajizas y esos corrales donde se albergan nuestros campesinos, se conviertan en elegantes “hotelitos”, donde los animales tuviesen su abrigado establo, los aperos de labranza su departamento y la familia del labrador aposentos limpios y abrigados». Pero no era preciso ir al campo para que los viajeros se «ofendan a la vista y repugnen al olfato esas confusiones que tan mala idea dan de nuestra cultura y hasta de nuestra humanidad». Las casas que los hacendados tenían designadas para alojar a los medianeros en la urbe revelaban las mismas condiciones antihigiénicas, pues según el mismo rotativo, junto a sus habitaciones se encontraban el chiquero del cerdo y la cuadra del caballo. Continúa narrando que era de necesidad material y moral de los “vecinos acomodados dar las habitaciones que dedican a los medianeros, con unas mínimas condiciones de salubridad y hasta de elegancia que a poco costo pueden obtenerse, fabricando casas de madera sujetas al terreno por gruesas estacas“. Las cuevas eran el habitáculo de los campesinos, según Olivia Stone, más pobres, tanto en Tenerife como en Gran Canaria, que carecían de suficiente dinero para pagar el alquiler de una casa. En el norte de Tenerife eran cuevas naturales, como las que vio Burton Ellis refiriéndose a las cuevas de Bencomo en La Orotava. Sin embargo, los campesinos del Sur (Arafo, San Juan, etc., o incluso los de Santa Cruz y Gran Canaria) cubrían las entradas de las cuevas dejando un orificio para la puerta. Una entrada tan diminutiva que en algunas “era necesario andar de cuatro patas para pasar a través de ellas”. Los viajeros llamaban a los moradores de dichas moradas trogloditas.

Las referencias de los viajeros a las décadas de explotación de la cochinilla fueron abundantes. Según algunos, con la explotación de la cochinilla la inmensa mayoría de los campesinos se transformarían en jornaleros, logrando un puesto de trabajo seguro, además de sus esposas e hijos. Sus sueldos medios pasarían de 1 peseta y 20 céntimos u 80 céntimos a 2 pesetas la jornada diaria. Pero a pesar de esta subida salarial, el campesinado siguió sufriendo las penurias de la pobreza, ya que los artículos alimenticios subieron un 50% y las viviendas un cien por cien. Con la caída de la cochinilla, los salarios de los campesinos bajarían a una peseta, según Isaac Latimer, y alrededor de sesenta céntimos las mujeres. También se usaba el trueque como forma de pago.

Para ganar sus humildes salarios trabajaban en interminables jornadas laborables y en condiciones durísimas. El viajero Piazzi Smyth (1856) se encontró en Las Cañadas un grupo que había partido desde el Sur y se dirigía al Puerto de la Cruz cargando sobre sus espaldas unas cajas de unos 60 centímetros de largo y 18 de ancho llenas de cochinilla. Muchos realizaban otros trabajos aparte de los meramente agrícolas. El pastoreo desempeñado por los cabreros fue uno de ellos. Fue objeto de más de un comentario de los viajeros, pues los encontraban en los interiores de los pueblos suministrando leche. También los encontraban en Las Cañadas, a donde llevaban a pastar las cabras. Con frecuencia se encontraban con los campesinos de medianías de los altos de La Orotava y del Puerto de la Cruz que ejercían la profesión de neveros. Su existencia data desde mediados del siglo XVIII. Subían a Las Cañadas hasta la Estancia de los ingleses, para recoger el hielo y venderlo a las clases acomodadas de La Orotava, que lo usaban para refrescar los licores. Una vez agotado el hielo allí, se dirigían a la Cueva del hielo (Teide) y a otras cuevas como la situada en Montaña Negra, conocido como Los Gorros.

Los hábitos alimenticios también sorprendieron a los viajeros británicos. Comenta el inglés Isaac Latimer que con los elevados precios reinantes en Canarias y un sueldo desvalorizado, el campesinado nunca consiguió que la carne pasara a formar parte de su dieta y viera su consumo como «un lujo sólo concedido a los ricos». Para los viajeros, la pobreza reinante en las capas populares fue la razón por la cual su alimentación fuera muy simple. No sabían preparar sopa, ni hervir huevos -como señala Olivia Stone simplemente porque no formaban parte de su dieta. Todos los viajeros destacaban el gofio como el alimento más común, «como en los tiempos de los guanches». Olivia Stone destaca que su consumo se debía a sus propiedades nutritivas, pues les proporcionaba la energía suficiente para desempeñar las faenas diarias del trabajo y las duras caminatas que hacían muchos. Era harina tostada que sacaban de diversos cereales: trigo, cebada, maíz y centeno. Tostaban el grano al fuego, machacándolo y luego lo pasaban por el cedazo. Lo tomaban seco, por bocanada. También solían comerlo formando una masa pastosa con vino o agua. No obstante, según Charles Edwardes si el campesino tenía más recursos económicos  se podía permitir el lujo de amasarlo con miel, leche o café. Otros alimentos básicos de su dieta eran las papas, las batatas guisadas, cebollas, coles, calabazas, habichuelas, higos de pico y pasados -los viajeros señalaron que ambos higos eran frutos de gran valor en la casa de los pobres-y el pescado salado, que, según algunos, era un refinamiento de los campesinos más acomodados y una prueba de “bienestar”. Era muy raro el consumo de leche, queso, mantequilla, la carne, e incluso de pan.

Por último, a ciertos viajeros, no sólo victorianos sino también franceses (Sagot, Pègot-Ogier, Verneau, etc.) les llamaron poderosamente la atención el gran parecido del campesinado con la raza aborigen extinta de las islas. Solamente Charles Edwardes, contrariamente a lo que afirman otros viajeros, la raza guanche y cualquier rasgo humano de los antepasados canarios han desaparecido irremediablemente en la actual población de las islas. Según él, las momias, las añepas, las pieles, los molinos de arcillas, restos de huesos, etc., eran las únicas huellas que han permanecido después de la conquista española. Sin embargo, para otros, tal vez, la mayoría, los canarios actuales no solamente heredaron la cultura material de los aborígenes (zurrones de cuero, molinos de mano, formas trogloditas en cuevas naturales, dieta sobre la base de gofio, palos, etc.) sino también sus rasgos fisonómicos. Por tal razón, señalaron que los campesinos apenas tenían parecido externo con los habitantes de las ciudades. Los hombres de Tenerife eran los más que se parecían a los antiguos guanches. Sagot y Pérez (1864) insinúan que los isleños con rasgos guanches se encontraban más en los que vivían en las costas que en las montañas, y en menor medida, en las campiñas poco pobladas. Pègot-Ogier (1868) los encontró en los cabreros. Según él, sus rasgos físicos eran los que más recordaban el tipo de raza guanche. El francés René Verneau (1888) habla del considerable número de isleños, fundamentalmente de campesinos que se encontró en San Juan de la Rambla que realmente se caracterizaban por los rasgos guanches. Una apreciación que coincide con algunos viajeros victorianos. Para Olivia Stone y John Whitford (1879) la prueba de que la raza primitiva no desapareció totalmente se encontraba en nuestros agricultores. «Los rasgos guanches estaban escritos en la cara de la mayoría de los campesinos que vi en el distrito», comenta el británico John Whitford, cuando se encontraba en los altos de La Orotava y los campos de la zona norteña de Tenerife. Sagot y Pérez destacan que “a pesar de las pérdidas que los guanches tuvieron en las guerras que acompañaron a la toma de la isla por los europeos, por mucho que hayan sido los emigrantesvenidos de Europa y algunas veces incluso de África una notable proporción de sangre guanche ha persistido en la población actual”. Afirman que la mezcla de sangre guanche y europea entre los trabajadores agrícolas es 1/3 o 1/4 de sangre guanche en la población campesina. Incluso, en algunos otros lugares la sangre aborigen suele predominar sobre la europea. También señalaron que, en la medida en que los aborígenes procedían de la raza bereber, los rasgos fisonómicos de los campesinos eran muy parecidos a la de los cabiles de Argelia, incluso, en menor grado, a los fellahs del bajo Egipto.

Las mujeres campesinas.

Para algunos viajeros el trabajo de las campesinas era mucho más duro que el de los hombres. Para ellos, las mujeres de las capas populares han estado siempre muy pegadas a las faenas agrícolas. En las zonas de medianías las veían trabajando duramente las tierras. Existía una marcada diferencia entre ellas y sus maridos cuando se desplazaban de un pueblo a otro. Cuando el campesino iba acompañado por su mujer y el mulo, en el 99% de los casos él iba montado sobre la yegua y ella llevaba la carga sobre su cabeza caminando. Esta condición de inferioridad de la mujer campesina, a la que Samler Brown llama «esclava de esclavos», era muy superior, diría el mismo británico, a las mujeres indias de las tribus de Norteamérica. Pero, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, la mayoría también se incorporan activamente como asalariadas en otras faenas agrícolas. Eran las encargadas de recoger la cochinilla y de envolver las hojas de las tuneras en los sacos de lino para protegerlas de las lluvias. También realizaban el trabajo de su recolección, para lo cual -como señala Ellis-“se vendaban desde las cabezas hasta los pies, como momias, para evitar que las espinas de las pencas le dañaran”. Con la introducción del tomate y plátano, trabajarían en la recolección y en los empaquetados.

Después de la agricultura, las mujeres campesinas y de las clases humildes trabajaban normalmente fuera de sus casas. Los salarios eran míseros y las condiciones en sus tareas eran muy duras. Como señala Ferguson, aún en 1898 «trabajan sin descanso todos los días de la semana de la mañana a la noche». Uno de ellos era el servicio doméstico desempeñado en las casas de las familias de nobles y de la alta burguesía, en muchos casos realizados por las hijas de sus medianeros. Según Paget Thurstan (1888), percibían un bajo salario y no tenían preparación alguna. Como sus esposos, no sabían leer ni escribir, es decir, eran analfabetas absolutas. Sin embargo, las empleadas del servicio doméstico eran unas privilegiadas con respecto al resto de las mujeres. La pobreza de las gentes de las zonas rurales les impedían costearse los escasos servicios de un médico. Pero, según Osbert Ward (1903), las sirvientas que pernoctaban en las casas de los señores «con frecuencia llegaban a estar muy cercanas de los amos y amas y recibían de muchos cuidados», como eran atenciones médicas, higiene personal, nutrición, etc.

Las mujeres eran las que se dedicaban a la venta de los productos agrícolas en los pueblos. . Las campesinas de los altos de La Orotava bajaban al Puerto cargando sobre sus cabezas enormes cestas llenas de frutos para su venta. Para evitar que la cesta de carga se apoyara directamente sobre la cabeza, Olivia Stone comenta que se ponían una almohadilla redonda de helecho o un turbante de trapo. En ocasiones llevaban la carga para vender sobre una mula. Su pobreza llegaba hasta tal extremo que tanto las campesinas como los campesinos durante los trayectos con sus cargas iban descalzas para evitar que las suelas de los zapatos se desgastaran. Por eso, los viajeros señalaron que lo más normal es que fueran descalzas. Según Harold Lee (1888) los hombres solían llevar las botas hechas a mano en sus hombros o mulas y las mujeres en las manos o dentro del cesto que llevaban en la cabeza. Una vez alcanzaban el pueblo a donde se dirigían se las ponían.

Gran número de mujeres de las clases más bajas lavaban las ropas de las clases acomodadas en las atarjeas o acequias, como contempló Frances Latimer (1887), «con un pañuelo atado bajo la barbilla para protegerse la cabeza de los rayos del sol». Eran las lavanderas. También un buen número de mujeres y niños se dedicaban a transportar agua desde las fuentes públicas a la mayoría de las casas particulares. El comienzo del turismo en los años ochenta ocupó a gran número de mujeres de las familias más necesitadas en los calados y bordados. Los trabajos de los calados y los servicios domésticos fueron los que más ocuparon a las mujeres fuera de sus casas.

NICOLÁS GONZÁLEZ LEMUS