EL PAISAJE EN LA PROSA DE VIAJES: IMÁGENES URBANAS Y RURALES DE CANARIAS A TRAVÉS DE LOS VIAJEROS BRITÁNICOS DEL SIGLO XIX.
Nicolás González Lemus
A partir del siglo XVIII los británicos comenzaron a dirigir sus viajes hacia los lejanos países de Oriente. Aunque aún seguían dirigiéndose hacia Italia o el sur de Francia -antiguos países que los aristócratas e ilustrados británicos habían preferidos desde los siglos XVII y sobre todo en el siglo XVIII, conocido como el Grand Tour-a lo largo del siglo XIX el interés por tierras lejanas se acentuó. Ello se debió a varias razones. Por un lado, al interés creciente por los lugares exóticos, insólitos y las culturas desconocidas. Por otro, a los efectos de la Revolución Industrial iniciada a finales del siglo XVIII en Gran Bretaña y la invención de la maquina de vapor. Eso va a traer consigo la formación de una burguesía rentista y ociosa y un cambio rotundo en los transportes. Por tierra el ferrocarril será el medio de transporte que comunica territorios hasta este momento distantes en el tiempo y en el espacio entre sí. Paralelamente a estos cambios tecnológicos, en la primera mitad del siglo XIX los europeos comienzan a creer en las virtudes terapéuticas de las aguas frías de mar, una idea que había sido originada fundamentalmente en Inglaterra. El mar, que en siglos anteriores había sido un lugar de trabajo e incluso un lugar de batallas, era a partir de entonces recomendado para tomar baños en sus aguas, en un principio por razones de salud y posteriormente por placer. A las costas continentales se dirigen las familias reales, la aristocracia y la alta burguesía. Nacía los sea resorts, los health resorts y los holidays resorts. En gran medida, la aparición del tranvía hizo posible ese acercamiento a las costas.
Pero por mar, el barco movido a vapor hará la navegación independiente de la volubilidad de los vientos, necesitando para su total independencia una amplia red de estaciones carboneras a lo largo y ancho de los mares. Una de ellas será Canarias, concretamente Santa Cruz de Tenerife, punto de escala de mayor relevancia al ser declarada la ciudad como la Capital de la Provincia y su muelle Puerto Principal de la misma. Pocos lustros depués se incorporará el puerto de Las Palmas de Gran Canaria. La mejora de las comunicaciones marítimas con la costa occidental de África y con las islas va a suponer un aumento de visitantes –viajeros y turistas-, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Ya no son sólo comerciantes y expedicionarios los que frecuentan el archipiélago, aunque todavía segiría siendo frecuentando por ellos, sino también ricos rentistas que, bien por la aventura o por la salud se trasladaban entre los meses de octubre a mayo huyendo del desapacible clima del norte. En su mayoria eran personas cultas capaces de dirigir sus miradas y atenciones a la realidad social y cultural de Canarias –generando en muchos casos una imagen tópica del archipiélago-, además de estar impreganadas de una gran sensibilidad para captar el variado paisaje insular. El pintoresquismo dominaba mucha de esa sensibilidad. ¿Cómo se presentó ese paisaje a los viajeros extranjeros en general y en particular a los británicos?. Vamos primero el paisaje urbano.
Hay frecuentes descripciones y evocaciones de los conjuntos urbanos en las obras de los viajeros. Al acercarnos al paisaje urbano debemos de distingir entre ciudades y pueblos, pues la fisionomía de ambos núcleos poblacionales presentan sus propias singularidades. Las ciudades de Santa Cruz y Las Palmas, puertos de escala de las rutas marítimas, centros de aprovisionamiento de carbón, de productos ultramarinos, de reparaciones, etc., asistieron a la consolidación de una burguesía mercantil y la aparición cada vez más numerosa de una pequeña burguesía urbana que pronto imprimieron sus sellos en todos los ámbitos de sus ciudades. Pese a ello, aún seguía sorprendiendo a los viajeros el marcado aire oriental de las ciudades capitalinas. Cuando Jules Leclerq, viajero francés que visitó Canarias en 1879, vio la capital de Gran Canaria se sorprendió por su carácter oriental, hasta tal punto que llegó a insinuar que le parecía encontrarse más bien en una ciudad árabe que en una española. Hasta las mujeres por su tez morena y su forma de llevar el agua en la cabeza le recordaba a Marruecos,1 llegó a comentar. «Parece que hemos dejado Europaen Tenerife y llegado a África en Gran Canaria» comentó Olivia Stone, viajera irlandesa que visitó la ciudad en 1884. Pero a pesar del comentario de la viajera victoriana, Santa Cruz daba la misma impresión de ser también una ciudad oriental. Sus cielos azules, la abundancia de palmeras, la blancura y el tipo de construcción de sus casas (cuadradas, fundamentalmente de una planta, aunque también se encontraban de dos y tres, y mayoritariamente con azoteas), además de la gran cantidad de camellos en las calles, le daba un aspecto oriental, aunque para otros era semi-oriental
o medio-oriental. No obstante, ese aspecto árabe de las capitales no desagradaba a los visitantes ingleses, sino todo lo contrario, pues a los victorianos les fascinaba Oriente, como hemos señalado al inicio. Leclerq acentuó más que ningún otro ese carácter oriental de Las Palmas de Gran Canaria. No siempre las impresiones eran las mismas, siendo frecuente contradecirse los viajeros unos a otros. Por ejemplo, las comparaciones de Leclerq sobre las mujeres tendría la reprobación de su compatriota René Verneau, antropólogo que visitó las islas en varias ocasiones a partir de los años ochenta. No se explicaba dónde había podido encontrar tales semejanzas, porque según él, que había estado en Marruecos, no encontró ningún parecido entre ambas poblaciones. Los habitantes de Las Palmas son muy españoles e incluso -relató el antropólogo francés-la mayoría no presenta los rasgos de los españoles del sur. El tipo árabe es tan excepcional en esta ciudad como en el resto del archipiélago. Los viajeros destacan la temprana europeización, sobre todo, de los habitantes acomodados de los dos puertos más importantes de Canarias y la aristocracia insular. Sus vestidos, el uso de la capa y sus maneras eran eminentemente inglesas. También vestían a la francesa. No obstante, mientras la indumentaria de los hombres no difería en nada a la europea, la mujer siguió llevando el velo fino de seda hasta bien entrado el siglo XIX.
A pesar de esa apariencia árabe de las ciudades portuarias, en general, hasta los viajeros más «críticos» con las islas (Richard F. Burton, Pègot-Ogier, John Whitford, Charles Edwardes, Olivia Stone, etc.) destacaban que sus centros urbanos eran encantadores, limpios y agradables, aunque no contaran con una red de saneamiento adecuada, carecieran de alcantarillado, de planificación sanitaria, de sistema de abastecimiento de aguas, etc. Los viajeros destacaron que las enfermedades más corrientes que solían azotar a sus países del norte, en el archipiélago perdían fuerza o aparecían bajo formas menos agresivas debido a su clima templado, la pureza del cielo y el aire tonificante, seco y desinfectante. Por tal razón, en general, los viajeros encontraban las ciudades y los pueblos relativamente limpios y sus habitantes sanos. Solamente en algunos centros de ciertos núcleos urbanos se percibían determinados malos olores «porque los transeúntes cuando apremiaba la necesidad de orinar lo hacían en los portales de las casas»,2 aunque -según Alfred Samler Brown, viajero que visitó las islas en muchas ocasiones, siendo la primera en 1888-casi todos los pueblos del continente eran mucho peores.3
Los viajeros no encontraron dignas de mérito las construcciones eclesiásticas, aunque sí consideraban dignas de mérito las casas de los más acomodados de Santa Cruz y de Las Palmas. Eran sólidas y estaban bien construidas, basándose su construcción en la piedra viva. Las esquinas y dinteles eran de piedra de cantería. Muchas tenían persianas de madera. En la descripción que hacen de sus interiores, salvo las residencias de los nobles, todas son vistas iguales. Las habitaciones de la planta baja normalmente las destinaban los propietarios para bodegas o conservar las mercancías. El patio en el centro, estaba rodeado por galerías situadas en el segundo piso. A veces en el centro del patio había una fuente para el suministro de agua de la casa y prácticamente todas poseían una vegetación tropical o semitropical. Si embargo, dado que el agua era un bien escaso para muchos, los canarios solían construir, además de las fuentes en el centro de los patios, estanques en la parte trasera de la casa (jardín o huerta) para almacenar la caída de las
1 Leclerq, Jules. Viaje a las islas afortunadas. Gobierno de Canarias. 1990. Pág., 218. 2 Bory de Saint-Vincent, J.B.G.M. Viaje a las cuatro islas principales de África. J.A.D.L. La Orotava, 1994. Pág., 83. 3 Brown, A.S. Op. Cit. Pág., 24.
lluvias.4 Los isleños para convertirla en uso doméstico solían filtrarla a través de piedras (las mejores eran las de Fuerteventura). Eran las destiladeras. En los lugares donde no se podía disponer de fuentes o pozos por la escasez de agua, como en Lanzarote, se recurría a la construcción de aljibes en los patios para recoger la de las lluvias.5 No obstante, gran parte de la población se abastecía de agua a través de las fuentes públicas, conducidas por acueductos descubiertos. La ausencia casi total de agua en las casas hace que por todas las islas abundaran lavaderos, donde las mujeres solían lavar la ropa sucia, tanto la propia como la de encargo, una imagen por otro lado muy singular del paisaje urbano insular.
Desde mediados del siglo XIX las elites locales de nuestras ciudades portuarias tomaron las riendas del desarrollo que los nuevos tiempos estaban exigiendo. La burguesía se reconoce a sí mismo y se siente orgullosa del sello que le están imprimiendo a sus ciudades. Fueron las décadas de la aparición de los mercados, del alumbrado público (de aceite y gas), de las plazas, jardines, de los carruajes, etc. Todo ello configuraba una ciudad que la diferenciaba de la primera mitad del siglo. Los viajeros se hicieron eco de los cambios positivos que se estaban produciendo. La renovación urbana que se estaba dando en España, por ejemplo, con los mercados alimenticios, también alcanzon a las ciudades más importantes de las islas. Estaba íntimamente relacionado con las nuevas ideas de higiene que imprimía la burguesía al crecimiento urbano. Los edificios de los mercados de Las Palmas los califica Olivia Stone de espléndidos. El de verduras era de piedra y el de pescado era un edificio de hierro, respondiendo a la corriente generalizada que se estaba dando en la mayoría de las ciudades más avanzadas. En un lateral del mercado se encontraba la carnicería donde se vendía la carne fresca de res, de cerdo, cordero, ternera y oveja. En Santa Cruz se instaló en el terreno donde antiguamente estaba el convento de Santo Domingo, aunque este mercado no parece contar con descripciones entre los viajeros. Igual suerte corrieron los de La Orotava y La Laguna.
Como ocurre en tantas otras ciudades urbanas peninsulares, la historia está escrita en sus plazas, aveces también llamadas alamedas, calles y otros elementos urbanos deciochescos. Las plazas, además de espacios donde se localizaban buena parte del comercio y las instituciones administrativas de las capitales, eran lugares de esparcimiento de los isleños. Solían estar dotadas de vegetación, de espacios arbóreos donde abundaban -según los viajeros-las palmeras y los laureles de indias en Santa Cruz y las palmeras, arrayanes y bignonias en Las Palmas. También estaban dotadas de fuentes, farolas y asientos. Los viajeros señalaron que por el día estaban ocupadas por los parados y las gentes de las clases bajas, y por la noche eran los lugares de paseo preferidos de la clase media y, durante el otoño-invierno, de las burguesías capitalinas. En ocasiones, a partir de las ocho y treinta, se daban conciertos por las sociedades filarmónicas. A las once era tomado por los serenos. Los cambios que estaban imprimiendo las burguesías capitalinas a las ciudades dieron origen a centros culturales, como los teatros, el Gabinete Instructivo, el Circulo Literario, casinos, centros recreativos, clubes, etc., que contribuirían a configurar en el extranjero una imagen diferente y muy alejada de las tradicionales. Se desarrolla así una vida cultural y artística, un entusiasmo por las artes y las ciencias, que era reflejo del nuevo mundo urbano que se estaba formando, de las nuevas exigencias económicas.
Pero no todas las renovaciones urbanas y culturales fueron del agrado de muchos viajeros. Les llamaron la atención el aprovechamiento negativo de los inmuebles eclesiásticos desamortizados. El cambio de uso que comenzó a dárseles a partir de la segunda mitad del siglo XIX contribuyó a transformar la morfología de las ciudades. Las desamortizaciones de los bienes eclesiásticos llevadas a cabo a lo largo de la primera mitad del siglo permitieron a las autoridades la disponibilidad de edificios que contribuyen a paliar las necesidades sociales de primer orden. Al principio se comenzó la destrucción de muchos conventos para construir sobre sus espacios teatros, edificios públicos, etc., hecho que lamentaron algunos viajeros. Isaac Latimer mostró su disgusto por la destrucción que se hicieron de algunos en Las Palmas de Gran Canaria, ya que los conventos
4 Stone, O. Op. Cit. v.i. Pág. 47. 5 Stone, O. Op. Cit. v.ii. 260.
serían «brillantes edificios en manos de los alemanes, que a buen seguro no permitirían su desaparición». Igual que en Gran Canaria, en Tenerife también comienzan sus demoliciones, destinando sus espacios a otros usos. Sobre el solar de las clarisas de La Orotava se construyó el actual consistorio; sobre los terrenos del convento de Santo Domingo en Santa Cruz, que tanto protagonismo tuvo en los acontecimientos del 25 de julio de 1797 con la derrota de Horacio Nelson, una parte del terreno se dedicó para el mercado y la otra para el Teatro Guimerá. Los viajeros contemplaron como en el convento de San Nicolás (La Orotava) se instaló la cárcel y su iglesia se destruye para convertirla en el Teatro Power.
Pero tales desmadres comenzaron a pararse desde el momento en que las autoridades ven la necesidad de preservarlos como edificios públicos para fines sociales, disminuyendo de esa manera el proceso de desmantelamiento. Se aprovechan para instalar ayuntamientos, cuarteles, cárceles, escuelas, hospitales, etc., además de celebrarse espectáculos como las peleas de gallos. También fueron reclamos para la instalación de ciudadelas. El de Santo Domingo (La Orotava), el de San Francisco (Las Palmas), y muchos otros se convirtieron hasta bien entrado el siglo XX en ciudadelas donde vivían las clases trabajadoras con poco poder adquisitivo.
Pero no corrieron la misma suerte otros inmuebles. Son varios los viajeros que se muestran sorprendidos al contemplar como las burguesías de las ciudades portuarias asumen los nuevos modelos y estilos arquitectónicos europeos y regeneran la morfología de las ciudades, fundamentalmente en los cascos antiguos. Desde muy temprano el desarrollo portuario y el comercio de la grana permitieron una prosperidad a las clases acomodadas de Santa Cruz y Las Palmas que tendría su más inmediata traducción en la transformación de sus viviendas. Los viajeros exponen con claridad la notable transformación arquitectónica que se realiza en las ciudades capitalinas. Hacen su aparición los altos edificios. En efecto, alrededor de los años sesenta del siglo XIX comienza la construcción de nuevas casas con distintas fachadas, «modernas en estilo» -según Pégot-Ogier, viajero que visitó Canarias en 1868-entre otras razones, porque era más barato construir una nueva que reparar las viejas casas que se encontraban en estado ruinoso.6 Una actividad destructiva del patrimonio arquitectónico que continuó sin cesar para hacer entrada a la arquitectura modernista. De esta manera la especulación y la presión inmobiliaria dejaron huérfana a Santa Cruz y Las Palmas de la representación de su arquitectura tradicional, según Elizabeth Murray –esposa del cónsul británico en Canarias entre 1850-1860-. Según afirmó Richard F. Burton en 1861, se trataba de buscar la máxima rentabilidad de la vivienda, haciendo posible que la nueva construcción permita usar la parte baja para tiendas, igual que en la España continental. Una transformación urbanística que causó disgusto también a Alfred Samler Brown, porque había –comenta el viajero británico-«desgraciadamente una tendencia a destruir y borrar lo antiguo y lo precioso, y sustituirlo por construcciones pretenciosas e inadecuadas».7 Las capitales habían cambiado. La remodelación urbana fue tal que Olivia Stone se sorprendió de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria porque «en lugar de casas viejas y pavimentos quebrados, nos encontramos con filas uniformes de casas nuevas, aceras con baldosas y carreteras asfaltadas». Unos comentarios que aún hoy conservan mucha vigencia en muchos lugares de las islas.
A finales del siglo XIX, la oligarquía insular imita el estilo arquitectónico que le viene de Inglaterra en la medida en que la relación mercantil con el británico es la que le proporcionaba el poder económico en aquel momento. Imita su imagen, aunque más tarde seguirán también otros estilos como el Art Nouveau, Modernismo, etc El neo-gótico inglés se había convertido en un estilo adecuado para esa nueva burguesía isleña. La viajera Frances Latimer señala cómo la casa canaria con balcón, donde predominaba la mampostería, el patio central, con corredores a su alrededor, etc., comienza a ser sustituida por una idea moderna de la arquitectura con el espacio libre hacia el exterior para captar la luz y el aire.8 Es decir, el porche propio del estilo colonial
6 Pégot-Ogier, E. Op. Cit. v.i. Pág., 14. 7 Brown, A.S. Op. Cit. Ed. 1913. Pág.,, l11. 8 Latimer, F. The inglish in Canary Isles. Western daily Mercury. Plimouth. 1888. Pág., 259.
inglés. Los viajeros contemplan como se construirán por las afueras de las capitales,9 alejados de los núcleos de población y totalmente aisladas para que le proporcionara la sensación de vida en la naturaleza. Hoy están plenamente absorbidas por el crecimiento urbano de las ciudades. En Gran Canaria se concentrarían en su capital, Monte y Tafira -como las contempló Olivia Stone-mientras que en Tenerife se extenderían no sólo por Santa Cruz sino también por La Cuesta, La Laguna y el Valle de La Orotava. Por su parte, Las Palmas también se vería favorecida con esta arquitectura neogótica con la construcción de los hoteles Metropol, Santa Brigida y Santa Catalina. El desarrollo turístico de la ciudad la dotaría de un aire muy singular y cosmopolita.
Pero entre las elites y la pequeña burguesía se daban cita artesanos, campesinos y asalariados, cuyas condiciones sociales marcaban distancias. Por eso, ese nuevo perfil urbano de nuestras capitales, cada vez más marcado por las nuevas construcciones, por la modernidad, aunque cuestionada por algunos, tenía su reverso. Los nuevos núcleos urbanos, residencia de las clases trabajadoras distaban mucho de tener unas condiciones de vida y unas residencias aceptables. El crecimiento demográfico y la migración hacia las ciudades habían aumentado, pero la ausencia de industrias y de recursos crearon bolsas de miseria. Los viajeros contemplaron como sus viviendas estaban construidas con materiales de baja calidad, en ocasiones sin piso y en sus interiores destacaban su excesiva sencillez. Las habitaciones estaban prácticamente vacías, con muy pocos adornos y la decoración se basaba fundamentalmente en pequeños cuadros con motivos religiosos. En sus interiores, diría en viajero Burton Ellis en los años setenta, «los muebles son escasos; las esteras de cáñamo salpican como un oasis en el desierto el suelo desnudo. Las cortinas apenas existen».10 Las casas de los barrios de Santa Cruz carecían de ventilación, de desagües y las condiciones sanitarias eran pésimas. No tenían chimeneas (como la mayoría de casas canarias) y la gente cocinaba en braceros, con frecuencia en la calle, frente a la puerta, como contempló Olivia Stone.11 Según Alfred Brown, también se cocinaba en los pequeños patios, en algunos casos «entre aves deambulando por los alrededores y cochinos durmiendo sobre los excrementos».12 Me supongo que estos serían los casos extremos, pero lo normal era que las condiciones de alojamiento de las clases menos favorecidas solían ser malas. Incluso, tanto en Las Palmas como en Santa Cruz había bastante gente de las clases más bajas viviendo en cuevas por los alrededores.13 Eran, según Olivia Stone, «los que no podían o no querían pagar alquiler alguno». Probablemente ninguno de esos barrios marginales era tan grande como la Atalaya en Las Palmas, un barrio de trogloditas dedicados a la alfarería. Las familias más pobres también solían vivir en ciudadelas. La marginalidad alcanzaba cotas alarmantes en el hábitat de los pescadores, según varios viajeros, «las gentes más pobres de las islas». En el muelle de Las Palmas, entre sus casas sobresalían horrorosos olores y «la orilla es un espacio abierto lleno de basuras de todas clases». En la playa había ovejas atadas a las piedras, niños, gallos y gallinas por todas partes, ropas extendidas al sol para secarse, etc. -un lugar de lo más antihigiénico y no hay señales de que la marea suba para limpiarla, comentó en 1887 la joven viajera Frances Latimer.14
Las transformaciones urbanas que se estaban dando en las capitales provinciales tuvieron una proyección similar en los pueblos de los interiores de las islas. En estas zonas fueron mucho más lentas y superficiales, incluso en algunos ni siquiera llegaron esos nuevos aires de modernidad. Los viajeros contemplaron que solamente en La Laguna, La Orotava y el Puerto de la Cruz, se encontraban las antiguas familias de las clases acomodadas totalmente europeizadas. Sus residencias estaban decoradas con nobiliario inglés, y en menor medida francés, adquirido en muchas ocasiones a través de los comerciantes extranjeros como forma de pago por los productos de exportación. Sin embargo, pese a ello, también señalaron que seguían apegadas a una rutina
9 Stone, O. Op. Cit. v.ii. Pág., 28. 10 Ellis, A. Burton. Op. Cit. Pág., 239. 11 Stone, O. Op. Cit. v.i. Pág., 24. 12 Brown, A.S. Op. Cit. Ed. 1905. Pág., c3. 13 Benjamin, S.G.W. Op. Cit. Pág., 124. 14 Latimer, Frances. The English in Canary Isles. Plymouth. 1888. Pág., 145.
anticuada. Las ideas, los sentimientos, las creencias, actitudes, etc., permanecían atadas a un pasado que se resistía a ceder. Seguirían sujetos a parámetros culturales tradicionales. La cultura local y las condiciones materiales seguirán siendo eminentemente rurales. En ellas se yuxtaponía lo urbano y lo rural. ¿Cómo eran esos pueblos del interior?. Vamos a centrar nuestro acercamiento a los principales núcleos urbanos.
Según los viajeros, en Tenerife las condiciones de los pueblos de menor densidad de población (Tacoronte, Icod, San Juan de la Rambla, Los Realejos y, en menor medida, La Matanza) eran mucho mejores que los de La Laguna, La Orotava y, con ciertas matizaciones, el Puerto de la Cruz. Las viejas ciudades señoriales eran presas de una melancolía crónica. Como señalan los viajeros, la crisis vitivinícola después de las guerras napoleónicas, la emancipación de la colonias americanas, los pleitos interfamiliares originados por las desvinculaciones de la ley de disolución de los mayorazgos (1836), y el hundimiento de la grana en el último lustro de los setenta, provocaron una crisis patrimonial que se proyectó en los inmuebles urbanos de ambas ciudades y sobre las arcas de la administración de estos municipios. Excepto en las ciudades señoriales de Gran Canaria (Teror y Arucas), en las de Tenerife reinaban la desolación. Incluso, a finales de siglo, a pesar de ser centros de cierta importancia turística, estos pueblos seguían padeciendo este estado de cosas, salvo algunas excepciones. Por ejemplo, el Puerto de La Cruz destacó sobre el resto de los pueblos de Tenerife a partir de la apertura del primer sanatoriun de Canarias en 1886. Consecuentemente se instalan servicios de todo tipo (tiendas, lavanderías, etc.). Comienza desde entonces a establecerse una comunidad británica en el lugar, formada fundamentalmente por enfermos convalecientes. Se crea la compañía turística más grande hasta ese momento en las islas. Fruto de ello se realiza la mayor obra arquitectónica jamás construida en Canarias: El Hotel Taoro. Todo ello contribuyó a darle al Puerto de la Cruz un protagonismo económico y social sobre el resto de los pueblos.
De la morfología urbana de los pueblos, a los viajeros llamaron la atención el estado de las calles y las casas. Las redondas piedras del pavimento de sus calles estaban vestidas con abundante hierba sobrecrecida; las plazas y algunos monasterios estaban abandonados. Las viviendas de las clases altas estaban bien construidas, pero de sus fachadas agrietadas salía la humedad y, de sus muros, el moho. William Robert Wilde, el padre de Oscar Wilde, en noviembre de 1837, dejó esta desgarradora observación sobre el estado de La Laguna: «Este precioso pueblo tiene ahora un total aspecto de abandono; apenas se encuentra una persona en las calles, cubiertas de hierbas y todos los muros y tejados están cubiertos de verodes. Sólo las herraduras de nuestros caballos resuenan a través de las desiertas calles; ningún sonido de guitarras, ninguna mirada desde los balcones; ni apenas un sonido que diga que el lugar está habitado. Las mujeres de este lugar se mantienen tan encerradas como lo hacen en un harén turco».15 Dos décadas después, Elizabeth Murray diría que «en un tiempo dudaba si la soledad se podía encontrar realmente en este mundo, pero la visión de San Cristóbal de La Laguna destrozó todas mis dudas porque verdaderamente la misma reina sobre esta destacadísima ciudad».16 El estado de La Laguna hacía que los visitantes sintieran cierta melancolía al contemplar como los viejos y hermosos pueblos como la ciudad del Adelantado iban a la decadencia. John Whitford dijo de ella que era la ciudad de la muerte, casi tan melancólica como Pompeya. En efecto, todavía en la última década del siglo, al atravesar las calles silenciosas de La Laguna, «entre sus palacios medio ruinosos y cubiertos de plantas trepadoras», los viajeros eran atrapados por sentimientos de desolación y melancolía. La Laguna fue descrita en los años ochenta por el viajero Charles Edwardes como una ciudad de «lugares vacíos, con telas de araña en las ventanas superiores, escudos de armas fracturados y los entresuelos ahora abandonados a los vendedores de pimienta y pescado salado. Ni el perfume de los naranjeros, ni las enredaderas de los jardines de las mansiones, pueden hacer desaparecer la melancolía que se aferra a ellas. Las aburridas calles están tan vacías como los palacios».17
15 Wilde, W. R. Narratine of a voyage to Madeira, Teneriffe…William Curry. Dublín, 1840. Pág. 141 16 Murray, E. Sixteen years of an artist’s life. Hurst and Blackett. London, 1859. v.ii. Pág. 70. 17 Edwardes, Ch. Op. Cit. Pág, 119
El mal estado de las casas y el aire de humedad que se respiraba en La Laguna también era percibido en La Orotava. Burton Ellis, que por su condición de capitán del Primer Regimiento de La India, pasó en muchas ocasiones por Tenerife, escribió durante una de sus visitas que «sus casas, aunque de alguna pretensión, están todas terriblemente deterioradas; a esta villa, que fue una vez el centro favorito de los grandes de la isla, le ha pasado su hora; sus patios de mármol y arboledas de naranjas y plátanos, solamente testifican su antiguo esplendor».18 Lo que no significaba que estuvieran abandonadas o cerradas pues, -como afirma en 1877 el angloamericano
S. G. W. Benjamin-en sus interiores vivían las viejas familias españolas de título -condes, marqueses y dones de alto y bajo grado, etc.-.19 Imagen de decadencia que se alargaría durante toda la centuria. Aún en los años noventa, como en La Laguna, las casas de La Orotava estaban deterioradas, y el silencio y los muros en ruinas proliferaban por todos los rincones del pueblo.20 Estampas propias de un paisaje urbano pintoresco que a buen seguro les hubiesen servido como ilustraciones a William Gilpin para su ensayo El viaje pintoresco. El silencio y la soledad de estos pueblos aristocráticos «aislados totalmente del mundo, tanto moralmente como geográficamente»,21 escribió Pegot-Ogier, llegaron a cautivar a ciertos viajeros presos del espíritu romántico.
Los pueblos sureños y las zonas más alejadas de los núcleos urbanos estaban prácticamente incomunicados, hecho que actuaba como filtro para ser visitados. Por lo tanto, fue una zona escasamente visitada durante todo el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo actual. Las pésimas redes de comunicación obstaculizaban el desplazamiento hacia los pueblos rurales. Los viajeros victorianos hacen reiteradas referencias al penoso estado de los caminos y carreteras de estos pueblos, a los cuales solamente se podía llegar por caballos o mulas, pues no había diligencia ni los caminos estaban hechos para su soporte. El asfaltado de sus calles y los caminos eran de tierra. Las casas de estos núcleos poblacionales parecían totalmente dilapidadas y carentes de confort.22 Los más pobres usaban la paja picada como cama. Muchas tenían sus techos de tallos de millo. En La Aldea (Gran Canaria) las casas de los pobres eran de una sola pieza donde en un extremo estaban las camas separadas del resto de la habitación por unas cortinas. «Los pisos -según Olivia Stoneeran de tierra y se cubrían con esteras de palmas. Sus decoraciones eran las habituales, quizás con alguna cómoda, algún alcón, etc.»23 En los caseríos y aldeas de estas zonas (Tirajana, Santa Lucía, Temisa, etc.) cocinaban al aire libre, generalmente con carbón vegetal. En muchos sitios del interior de las islas se vivía en cuevas. Las carreteras de Teror o la comarca de Abona (Tenerife) aparecían salpicadas de cuevas a lo largo de sus cunetas. Ya en los pueblos o aldeas se formaban auténticas urbes de trogloditas, como gustaba a los viajeros llamar a sus ocupantes. En Artenara (comarca del centro de Gran Canaria) había alrededor de 237 y en Río (Tenerife) otro tanto.
El cuadro de costumbres de las clase bajas formaban parte del pintoresquismo del paisaje urbano. El sereno era de los tipos más curiosos con los que se encontraron. Para alguien no acostumbrado a su figura, como eran los visitantes ingleses, le causaba asombro su paso lento y su grito anunciando la hora cantaba musicalmente ¡Ave María Purísima!. El horario de los serenos era de 11 de la noche a 5 de la mañana. Era pues el vigilante nocturno. Pintoresco era también el ejército de desocupados y mendigos, de impelidos por el hambre y la miseria, sin precedentes una década atrás, que se lanzaban a la calle a pedir limosna, pero sobre todo el día de los mendigos. Para evitar que los mendicantes se concentraran en las puertas de las iglesias los domingos, en los zaguanes de los hacendados a la espera de recibir alguna limosna o que «los ricos y los caballeros» fuesen incomodados o abordados continuamente todos los días en las calles, se había designado por ley un día a la semana, los sábados, «el día de los mendigos», para asignarle su limosna. Triste
18 Ellis, Burton. Op. Cit. Pág. 271. 19 Benjaminm S. G. W. The Atlantic Islands as resort of health and pleusure. Sampson Low. London, 1878. Pág. 134. 20 Lee, H. Op. Cit. Págs. 55-56. 21 Pègot-Ogier, E. Op. Cit. v.i. Pág., 73. 22 Edwardes, Ch. Op. Cit. Pág., 141. 23 Stone, O. Op. Cit. v.ii. Pág., 69.
espectáculo verlos la mañana de ese día de la semana, como dijo Olivia Stone, agolpados en las largas filas delante de las puertas y zaguanes de los ricos a la espera de que saliera la sirvienta para repartir la limosna. Los pueblos de La Laguna, La Orotava y Puerto de la Cruz se llenaban ese día de mendicantes venidos de todos partes. Característico también del paisaje urbano y rural era la cantidad de cruces de madera que estaban clavadas en las cunetas y bordes de la carreteras colocadas para señalar el paso más malo de la misma o el fallecimiento de alguien a raíz de un accidente, como diría Olivia Stone, y las colocadas también en las fachadas de las casas para salvaguardar la salvación de las almas, como señalo Charles Piazzi Smyth.
Pintoresco resultaba el de los niños encontrados en las calles semi-desnudos, descalzos y sucios. Si iban vestidos no era extraño encontrarlos con unas camisas «que jamás habían visto el agua»,24 sirmó Jules Leclerq. Eran turbas de niños los que asediaban a los extranjeros pidiendo limosnas y que no les dejaban tranquilos.25 Era muy normal que estuvieran deambulando por las calles con un cigarro entre sus manos. Los niños los cogen, igual que hacen con el gofio; tan pronto comienzan a andar, toman el tabaco desde el mismo momento que dejan de tomar la leche materna, son comentarios frecuentes entre los viajeros.
Son muchos los elementos del paisaje urbano que forman parte de un pintoresquismo peculiar isleño, que sin duda dan las claves de la realidad del costumbrismo.
El paisaje rural.
El temprano encuentro del inglés con la naturaleza, a través de la construcción de las villas campestres y jardínes, había inaugurado una nueva sensibilidad hacia el paisaje rural, una percepción estética del mismo y una forma distinta de concebirlo muy singular. El campo, la campiña, el arbolado, todo lo que pertenecía al mundo rural, que en definitiva le recordara la vida campestre, había condicionado fuertemente su forma de percibir la naturaleza. Esta mayor o menor experiencia del hombre británico y su entorno incidieron directamente en la percepción del paisaje. Estaba estrechamente ligado a la naturaleza como fuente de verdor, como medicina del alma. La retirada a la naturaleza, conviene insistir, fue una huida terapéutica, la forma de curar el spleen (la melancolía). Por tal razón, como señala Alain Corbin,26 para la mentalidad del hombre de la época tendrá que transcurrir varios decenios antes de que sea sustituida-había un estrecha relación entre el paisaje y la naturaleza del clima del lugar en las reacciones del viajero. También fue una de las principales razones que explica el desarrollo del turismo a finales del siglo XIX en el Valle de La Orotava, concretamente en el Puerto de la Cruz, y no en otra parte. Intentar, pues, disociar la apreciación estética de esta geografía labrada por las constituciones médicas era inútil para el hombre del XVIII y XIX.27 Si el lugar estaba rebosante de naturaleza verde le producía alegría al alma; era, entonces, encantador. Si por el contrario carecía de ella, le entristecía. Por eso, cualquier paisaje que careciera de un sublime verdor le decepcionaba. No les gustaban las estériles y descarnadas montañas, los colores marrones, la ausencia de jardines. Por tal razón, cuando contemplaban Santa Cruz o Las Palmas y las montañas estériles que las rodeaban, ya fuera desde el mar como desde tierra, les producían un cierto desaliento. A Richard F. Burton, Santa Cruz le parecía amarilla, sin sombra, árida, en ningún modo fértil y solamente la foverecía el poco verdor que le proporcionaba el cactus para la cochinilla, algunos cipreses y las pocas palmeras dispersas que centelleaban. Característica también del paisaje de la capital era la presencia del cardón en los acantilados de la punta de Anaga. Sus montañas poseían algunos rincones escondidos «realmente bonitos, pero se perdían ante la vista general». Olivia Stone afirmó que si el viajero sólo conocía este lado de la isla se llevaría una total decepción, pues el resto nada tiene que ver con la capital.
24 Leclercq, J. Op. Cit. Pág., 112. 25 El Valle de Orotava. 14-I-1888. 26 Corbin, Alain. Op. Cit. Pag., 199. 27 Ibídem.
Estos profundos sentimientos de desolación y tristeza mostrada por los viajeros al contemplar el escaso número de árboles y la ausencia de verdor que padecían las capitales y por añadidura las dos islas más orientales, Fuerteventura y Lanzarote, era lógico que se manifestaran, pues su sensibilidad estaba impreganada de naturaleza y sus ojos estaban acostumbrados al verdor de países con rica arboleda, con bosques bien atendidos y conservados, como los de Inglaterra o Madeira, lugares de donde la inmensa mayoría procedía, o los de Italia y Francia, zonas muy conocidas dada su larga tradición como centros de salud para invalids. Los paisajes áridos eran muy difíciles de digerir y los viajeros como los pintores decimonónicos relacionaban la belleza con los paisajes fértiles, con mucho agua y mucha vegetación. Por lo tanto, la naturaleza de las capitales, en su totalidad, provocaba en el viajero británico tristeza y repulsión.
Pero el paisaje cambiaba cuando se adentraba al interior. Entonces empezaba a sentir, como afirmó Olivia Stone, «la poesía de las islas». La esterilidad de Santa Cruz y Las Palmas y sus vecindarios contrastaban con el perfecto jardín de los interiores y las costas norteñas. En Tenerife, por ejemplo, a partir de Los Rodeos se entraba en un país cuyo paisaje estaba formado por un mosaico de brillantes colores. La abundancia de flores salvajes «vestía la tierra con una serie de matices que escapa a cualquier descripción», nos dejó escrito el viajero Burton Ellis. Se encontraban con el único bosque existente en Tenerife: Agua García. A Verneau le resultó una de las cosas más bellas que vio en el archipiélago. Era frondoso y verde durante todo el año y «es uno de los más bellos bosques que jamás haya visto», comentó en 1854 el naturalista inglés Charles Bunbury. Todavía tenía una gran extensión, aunque sus límites se reducían día a día por la tala que había comenzado inmediatamente después de la conquista y que aún continuaba.28
Los panoramas del Valle de La Orotava han recibido muchas veces el nombre edén por muchos naturalistas y viajeros, sobre todo los británicos. Les han fascinados tantos a los de Albión que se han instalado en esta bella zona de Tenerife y desde finales del siglo XIX formaron una comunidad considerable. Cuando Humboldt comtempló la extensa y variada belleza del paisaje desde La Matanza hasta Monte Tigayga no pudo contener su emoción por encontrarse ante uno de los paisajes más bellos del globo. La riqueza paisajística de la isla desde La Orotava hasta La Matanza también causó el mismo enternecimiento al botánico inglés Charles Bunbury que al naturalista alemán.29 El paisaje rural se caracterizaba por la abundancia de la palmera canaria; la presencia de los barrancos -un fenómeno propio de la morfología de las islas, que llamaban enormemente la atención a los británicos-; los estanques repartidos por los campos construidos para almacenar las aguas de riego; los lagares en muchas las haciendas, aunque a partir de la segunad mitad del siglo estaban algunos abandonados por la caída de la vid; las casonas situadas a cada pocos kilómetros una de la otra; por la presencia de pajares campesinos en los aledaños de los campos y las increibles hileras de eucaliptus (el árbol medicinal por excelencia de los isleños) en las carreteras. El paisaje rural además se veía salpicado por las eras donde los campesinos trillaban el trigo.
El litoral norteño de la isla de Tenerife fue el más frecuentado por los viajeros y consecuentemente el más comentado. Y su concurrencia se debió por ser la ruta de la ascensión al Teide. Una vez se penetra en ella, se entraba en la parte de la isla donde ya se vislumbraba el Teide, «centro de atracción del Archipiélago», según Olivia Stone. Por eso, esta parte occidental de Tenerife ya era infinitamente más bella a causa de la vista del imponente Teide.30 La Matanza era la atalaya desde donde saciaban los que padecían la «picomanía», como los viajeros más sagaces gustaban llamar a sus compatriotas que permanecían un solo día en la isla y su único deseo era ver la montaña. Humboldt hace alusión al Teide como elemento determinante del paisaje precisamente desde donde mejor se percibe: entre Tacoronte y la Matanza, es decir, desde el mismo lugar donde hizo referencia al Valle de Tacoronte. Refiriéndose al paisaje norteño dijo:
28 Verneau, R. Cinco años de estancia en las Islas Canarias. J.A.D.L. La Orotava, 1987. Pág., 212. 29 Lyell, Henry. The life of Sir Charles J.F. Bunbury. John Murray. London, 1906. v.ii. Pág., 49. 30 Humboldt, A. Op. Cit. v.i. 57.
Desde Tegueste y Tacoronte hasta San Juan de la Rambla (celebre por sus excelentes malvasías) las colinas están cultivadas como jardines. Pudiera comparar la parte occidental de Tenerife con los alrededores de Capua o Valencia [Italia y Venezuela] si no fuera por lo infinita belleza a causa de la proximidad del Teide, que presenta a cada paso nuevas perspectivas. El aspecto de esta montaña es interesante no solamente por su gigantesca masa, sino también porque la mente hace que regreses a la fuente misteriosa de su acción volcánica.31
Otros niegan esas categorías que se le atribuyen al Teide. Cuando Charles Edwardes llegó al Valle de Güímar lo consideró más bello que el de La Orotava, a pesar de la presencia del Teide en el paisaje de este último. Después de descender el valle sureño y alzar su vista para cotemplar las abruptas montañas, comenta que:
El Valle de Güímar rodeado de un inmenso muro de montañas era una vista agradable. Humboldt afirmó que el Valle de la Orotava es el más bello en el mundo. Para mí, el de Güímar es más bello que el de La Orotava, aunque carezca del Pico como elemento en su imagen. Pero Humboldt no vio Güímar,32
clara alusión al error de Humboldt cuando considera al Valle como el más bello de cuantos paisajes ha visto.
Humboldt recibió muchas críticas de los naturalistas y viajeros británicos, fundamentalmente después de la segunda mitad del siglo. Las críticas al naturalista alemán porque no recorrió el resto de Tenerife y las otras islas para poder hablar por su propia experiencia con más propiedad, tal como afirman Olivia Stone, Charles Edwardes, John Whitford y Mordey Douglas fundamentalmente, son correctas. Humboldt lamentó el escaso tiempo que estuvo en Tenerife y que no pudiera regresar de nuevo. Pero donde se equivocan los viajeros es en el hecho de poner en boca de Humboldt lo que nunca dijo. En primer lugar, se le reprochó a Humboldt el elogio que hizo al Valle de La Orotava, cuando en realidad el naturalista alemán se refirió al paisaje del Valle refiriéndose a toda la costa norte de Tenerife. En segundo lugar, la introducción de la cría de la cochinilla supuso la transformación del terreno en terrazas de cultivo, quedando los terrenos en forma escalonada. Y en tercer lugar, la misma cría de la cochinilla mermó el paisaje insular, como veremos enseguida. Como hombre de ciencia a Humboldt no le interesaba tanto la exaltación del paisaje -aunque su experimentación personal fuese importante-, cuanto el conjunto del paisaje en relación con las condiciones naturales del medio. Por tal razón, se sirve de los estudios y obras científicas realizadas hasta el momento, así como de las opiniones y juicios de los especialistas. Fue el primero que hizo una ordenación de las plantas, clasificándolas según los diferentes pisos vegetales de la isla. Su celebre esquema constituye una aportación excepcional al desarrollo de la geografía moderna. Teniendo en cuenta la topografía del terreno, los microclimas, las diferencias de temperatura y niveles de altitud, Humboldt hizo una distribución geográfica de la vegetación de la isla -atendiendo sobre todo a la inmensa inclinación del Valle de la Orotava, única área que recorrió-en cinco zonas forestales muy bien diferenciadas.
La descripción de la vegetación natural y de cultivos no estaba ajena a la percepción de la estética del paisaje. Abundan las referencias explícitas a la vegetación exótica de las islas, interesándose especialmente por el drago, la palmera canaria, el tagasaste, el algarrobo, la araucalia, la magnolia, el viñatigo, etc. Todos estos árboles y arbustos adquieron protagonismo en la literatura de viajes. Se interesaban también por todas las especies que la benignidad del clima y la fertilidad de la tierra permitía cultivar. Elijamos uno de los muchos testimonios que hay sobre el particular en los escritos de los viajeros, por ejemplo, la relación de Daniel Morris, que visitó Gran Canaria y
31 Humboldt, A. V. Op. Cit. vol.i. Pág. 57. 32 Edwardes, Ch. Op. Cit. Pág. 173
Tenerife en 1893. Según él las plantas cultivadas para consumo humano son. –doy la lista completa-naranjas, plátanos, tomates, uvas, maíz, papas, batatas, cañas de azúcar, dátiles, granadas, piñas, higos tanto de leche como chumbos, chirimoyas, aguacates, almendras, melocotones, guayavas, nísperos, papayas, aceitunas, chayotas, gombos, roselles, grosellas, alcaparras, pimientos, manzanos y ciruelos. Un desconocedor de Canarias saca la conclusión de que nuestro archipiélago es un auténtico paraíso, el auténtico jardín del edén. Y por qué no. Muchos lo consideraron.
Hay tantas percepciones del paisaje como islas existen, pues la diversidad paisajística es una de las características del paisaje de Canarias. La diversidad climática, la variada orografía, la topografía y el ecosistema de cada una de ellas, hacen posible encontrar, en escasos kilómetros, paisajes absolutamente contrastados y de específicas singularidades. A esta rica variedad de paisajes se añade la luz proporcionada por nuestra posición privilegiada. La luz incidió de un modo especial a que tempranos viajeros se trasladaran a las islas con sus camaras fotográficas para captar unas imágenes que hoy son reproducidas por doquier como postales antiguas. Los recuerdos fotográficos de Olivia Stone, John Henry Ellerbeck, Margaret D’Este, entre otros, son buena muestra de ello. Es imposible acercarnos mínimamente al peisaje rural de cada una de las islas. Así pues, vamos a detenernos en el Valle de La Orotava por haber sido hasta bien entrado el siglo XX el buque insignia de la paisajistica insular, y donde destacaba esa rica fitogeografía que acabamos de exponer.
El Valle de La Orotava era el lugar a donde todos los viajeros, pero especialmente los británicos, ansiaban llegar para ver, con sus propios ojos, su completa vista. Pero aunque existiera una predisposición general favorable hacia el Valle, en las páginas de los viajeros británicos se trasluce que no todo lo que veía, ni todas sus experiencias, le inspiraban elogios. Echaban de menos la existencia de una naturaleza salvaje, idílica.
Uno echa de menos la falta de un arroyo corriendo bajo los rayos del sol, con la caída de su cascada, o el deslizamiento de un apacible río.
Solamente le causaba esa impresión el paisaje desde Los Realejos hasta San Juan de la Rambla. El litoral de este tramo era lo más salvaje, lo más pintoresco. Sus abruptas montañas estaban cortadas por profundos barrancos. Del Valle echaban de menos la caída del agua desde un manantial, algún bosque espeso donde el hombre no hubiera intervenido, etc.
Fisicamente, para la inmensa mayorría de los viajeros, el Valle de La Orotava era una inclinación natural, un anfiteatro, rodeado de montañas por el Sur y elevándose a ocho millas de su borde, la llanura de Las Cañadas coronada por el majestuoso Teide, la maravilla omnipresente, y visible desde cualquier lado de la isla, y bañado por su lado Norte por las espesas blancas espumas producidas por el choque de las olas de un bravo mar color azul-verdoso. El Valle era juzgado por los viajeros ingleses no tanto como un paisaje bello como una área útil por su fertilidad, por su aprovechamiento económico. Los viajeros se asombraban no precisamente por su extensión y belleza, sino por el hecho de que en un espacio tan reducido pudiera admirarse un mosaico de verde tan variado. Hablan a menudo de rincón pintoresco, no en un estado salvaje, sino bajo el control del hombre para su explotación agrícola; de un verdor producto de la acción del hombre sobre el mismo. Era en definitiva, un paisaje totalmente humanizado. El paisaje rural estaba determinado por la agricultura de plantación del momento. La explotación agrícola determinaba el ecosistema paisajístico de tal manera que lo natural se desvelaba como algo variable en el tiempo. Por tal razón, el paisaje descrito por Humboldt durante su visita a Tenerife en junio de 1799 había sido modificado la centuria siguiente. Teniendo en cuenta la topografía del terreno, los microclimas, las diferencias de temperatura y niveles de altitud, Humboldt hizo una distribución geográfica de la vegetación de Tenerife, aplicada al resto de las islas occidentales, en cinco zonas forestales muy bien diferenciadas y a las que llamó zona de los vinos, que abarcaría desde la orilla del mar hasta unos 400 a 600 metros de altitud donde la vid convive con otra vegetación formada por la Euphorbia, el Drago, la caña de azúcar, las palmeras, olivares, cafetales, cereales y árboles frutales; la región de los laureles, que comprende los bosques de las islas y los saltos de agua, donde abundan los helechos -que descienden lentamente hasta la región de los vinos-, y por su altitud es la zona más verde y más agradable de todas; la región de los pinos, que comienza sobre los 1750 metros de altura, enteramente poblada por una enorme zona de pinos, entre los cuales se encuentra el cedro canario. Una imagen rural que iría cambiando según la agricultura de explotación correspondiente. Así, el cultivo de la vid entra en crisis, por causas diversas y de tipo estructural, entre las cuales la invasión del oidium a mediados del siglo XIX supone una auténtica desarticulación de su cultivo, dando paso al cultivo del cactus para la explotación de la cochinilla. Durante las décadas de la cría de la cochinilla –desde los treinta hasta los ochenta-en la primera zona ya no predominada la vid sino predominaba el cactus. El paulatino abandono de la cría de la cochinilla y su sustitución por el plátano, y en menor medida el tomate, hace que en la década de los noventa, Alfred Samler Brown destacara en la primera zona, desde el nivel del mar hasta alrededor de 500 pies, los plátanos y tomates camo especies cultivadas características. La vid había dejado de existir desde mucho antes y el cactus para la cría de la cochinilla comenzó a sustituirse por los nuevos productos de exportación. Entre el texto de Humboldt y el de los viajeros británicos se puede comprobar la variación que había experimentado la vegetación a lo largo de todo un siglo y consecuentemente la transformación paisajística desatada.
Así pues, el paisaje no es algo estático sino dinámico, y está sometido a la acción de los fenómenos naturales y del hombre. ¿Cómo reaccionó el viajero británico ante los cambios paisajísticos?.
De paisaje sublime lo consideraría William R. Wilde cuando lo contempló el 11 de Noviembre de 1837, es decir, cuando todavía la vid era el cultivo preponderante del Valle, aunque ya había comenzado su declive comercial. El ilustre médico escribiría uno de los textos más poéticos encontrado en los viajeros británicos. Dice:
El viajero que llega aquí por primera vez, es involuntariamente arrastrado por el encantador paisaje, y forzado a admirar la belleza del escenario. Debajo suyo está un Valle de gran extensión, formado por un enorme viñedo desde un extremo a otro. Un ocasional drago, palmeras un poco altas y ondulantes se levantan acá y allá sobre colores de todos los matices.
Pero esta percepción positiva va a transformarse en otra negativa décadas después. La introducción del nopal disgustó enormente al viajero porque modificacó el paisaje. A partir de esos momentos la estética del paisaje ya no estaba de acorde con la sensibilidad de los viajeros británicos. La impresión que les causaba el nopal era, por lo general, muy negativa, sobre todo cuando el verdor de las hojas quedaban oculto por las bolsas blancas que las cubría. A los ojos del viajero Benjamin “la belleza del paisaje es estropeada por los antiestéticos campos de nopales cubiertos con los harapos blancos”.33
Nada tan claro para comprender esta reacción negativa dominada por el paisaje del nopal como la que experimenta la joven pintora Marianne North, quien durante sus visita en 1875 llega incluso a insinuar que por culpa de ellos se ha perdido gran parte de los árboles nativos de las islas. Camino a La Orotava, escribió “después de pasar La Laguna entramos en un país mucho más rico. Pronto aparece la vista del famoso Teide, tan exquisitamente descrito por Humboldt; pero ¡baya coño! las palmeras y otros árboles habían sido quitados para dejar espacio a las feas terrazas de los nopales, plantados para la alimentación del insecto de la cochinilla, al que no le gusta la sombra de otros árboles”.34 Las feas terrazas. Marianne North hace mensión a uno de las transformaciones que más incidió en la modificación del paisaje, no sólo del Valle de La Orotava, sino también de las otras islas: la
33 Benjamin, W. Op. Cit. Pág. 127 34 North, Marianne. Recollections of a happy life. London, 1892. Pág. 192
conversión de la inclinada trayectoria natural oreográfica en terrenos en forma de terrazas. Aquel tapiz natural que era el Valle cuando fue contemplado por Humboldt se transformó en uno escalonado por la acción del isleño.
Hay quien no oculta su satisfacción por el hundimiento de la industria de la cochinilla, ya que eso beneficiaría a la recuperación del paisaje en las islas, aunque lamentándolo mucho desde el punto de vista humano por la pobreza que causaría su fracaso. Como dijo Olivia Stone: “desde un punto de vista artístico, uno no puede sino estar contenta con que el cultivo del cactus se reduzca al mínimo, porque es verdaderamente horroroso y estropea completamente el aspécto del país”.
La ausencia de arboleda también sorprendió al viajero. Es con la introducción del nopal, cuando la poca arboleda que aún existía, (los laureles de indias, los madroños, etc.), fueron arrancados y talados, transformándose el paisaje en uno más monótono, pobre y antiestético, sobre todo en las islas capitalinas, Gran Canaria y Tenerife. El cónsul británico en Tenerife, Henry Colley Grattan, en 1874, afirmaría: “Los árboles y viñas fueron arrancados para dejar vía libre al cactus, y enormes extensiones de tierra incultivables fueron dedicadas al mismo cultivo”.35 Así pues, el mismo sentimiento de desolación y tristeza mostrado hacia los paisajes de Santa Cruz, Las Palmas e islas más orientales se repetirían en muchas ocasiones en los interiores por la escasez de de árboles. .
El paisaje está, excepto escasas excepciones, insuficientemente arbolado, y para un ojo acostumbrado a las escenas de los ricos bosques… esta deficiencia inconscientemente quita belleza a la escena,
diría Ernest Hart en 1887 cuando describe el Valle de La Orotava.
La destrucción del arbolado corrió parejo al desarrollo de la explotación agrícola basada en la economía de plantación de la caña de azúcar y la vid introducidas por los conquistadores europeos. La tala se realizó no solamente para hacer cultivable el espacio despejado, sino también para el uso de la madera y la tea del pinar en la edificación de casas, en el carboneo, o en la construcción de canales para la conducción del agua, como bien indicara William Wilde. Al llegar al siglo XIX se añadirían otras. Aparte de la acción del hacha del leñador y la utilización de la madera, como riqueza urbana,36 hubo que añadirse los incendios provocados para extraer el carbón. Fígense ustedes, que para paliar de alguna manera la depredación que venían sufriendo los montes con talas incontroladas, en los años cuarenta el alcalde de Tacoronte, Antonio Rodríguez, publica un bando en el que se ordena a los vecinos a que cada uno plante cinco árboles, a excepción de las viudas, pobres e impedidos: tres árboles en terrenos propios o realengos y dos en el monte del Cerro. También se determina qué tipos de árboles han de plantarse.37
Pese a la decepción que les causaba el paisaje, la escasez de verdor, la falta de arbolado, etc., reconocen la fertilidad del Valle, lo pintoresco del lugar y lo agraciados que son los que viven en él, «pues todo en su conjunto, su posición, su clima, sus alrededores, la residencia, la sociedad, las conveniencias y, sobre todo, la proximidad al Teide, lo hace el centro más adecuado en el Archipiélago como residencia para extranjeros», comentarían Messrs. Stone.
A partir de los años ochenta el cultivo del nopal ya estaba siendo sustituido por otros productos agrarios alternativos. Consecuentemente, los comentarios de los viajeros que visitan el Valle en esa década reflejan los cambios que se estaban operando.
Desde cualquier punto el Valle de La Orotava era hermoso y encantador a los ojos de todos los viajeros, ya fuese visto desde el punto clásico donde solía divisarse, la «esquina de Humboldt», desde la ladera de la montaña de Tigayga a la altura de Icod del Alto, o desde el mismo Puerto de la Cruz. El espectáculo era tan brillante que no se podía encontrar otro igual en la faz de la tierra, comentarían algunos. «¿Dónde se podría ver tal combinación de los atributos de la naturaleza con su
35 P.R.O. HC I 3837 4IP 0097
36 El Valle de Orotava. 11-X-1890. 37 Pérez García, Nicolás. “Bosque de laurisilva” en La Prensa, 14 de abril de 1998.
variedad de flores, los árboles con su alegre follaje, las esmaltadas laderas con sus pueblos y aldeas surgiendo acá y allá entre los bosques y jardines, y las agujas de las iglesias resplandeciendo bajo los brillantes rayos de un día soleado?» -se preguntó Elizabeth Murray, la mujer que no cesaba de afirmar que cualquier intento de describir o comparar la belleza del Valle resultaba ridículo-. El viajero John Whitford no duda en mencionar a Turner como el único capaz de representarlo en uno de sus lienzos. Dice:
Cruzando la última loma y divisando la extensión de La Orotava, el sol se estaba poniendo sobre la distante isla de La Palma, iluminándo la cara del Océano. La montaña y el Valle con esos maravillosos flujos de matices dorados solamente podrían ser representados en óleos, con cualquier aproximación a la verdad, por Turner.38
Como conclusión general, el viajero extranjero, y en particular el británico, a través de sus escritos, dibujos, grabados y fotografías crea una imagen de Canarias que por una serie de causas ya no persiste, en su globalidad, en las actuales cirscunstancias. Sus imágenes han ayudado a destacar la personalidad e ideosincracia de Canarias, a cuyo conocimiento le debemos un retrato histórico excelente de nuestra sociedad, cada vez más valorado como fuente documental, y a cuyo conocimiento también le debemos la iconografía edénica de las islas; pero, por un lado, el momento actual de desarrollo social ha cambiado las condiciones de vida de la sociedad en general y por otro, la tiranía de la modernidad ha cambiado el paisaje, ha impuesto un cambio medioambiental y ecológico que cualquier mirada hacia la naturaleza, salvo raras excepciones, hiere toda sensibilidad.
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38 Whitford, J. Op. Cit. Pág. 35.
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RELIGIÓN, CLERO E IGLESIA EN CANARIAS EN LA PROSA DE VIAJE INGLESA DEL SIGLO XIX.
Nicolás González Lemus
Ya me he dado cuenta que hay mucha ignorancia, superstición y prejuicios aquí.
Charles Barker.
Uno de los aspectos de la sociedad isleña que más salpican los textos de los viajeros británicos del siglo XIX fue la religión, sobre todo por la gran influencia de la religión católica en Canarias y los canarios. Dada la adscripción religiosa diferente de los viajeros británicos, era lógico que algunos se detuvieran sobre la influencia del clero, los templos y las costumbres religiosas que para la inmensa mayoría consideran supersticiosas y fanáticas. Desde luego que las alusiones a la Santa Inquisición ocupan las páginas de los libros de viajes, aunque, bien es verdad, que sus comentarios carecen de interés histórico. Vamos, pues, a ver aquellos aspectos que más destacaron.
ERMITAS, IGLESIAS Y CONVENTOS.
El importante desarrollo económico y social de canarias en los siglos XVII y XVIII tuvo como resultado un espectacular aumento de las manifestaciones religiosas, expresadas fundamentalmente en construcción de iglesias, la fundación de ermitas y de conventos para el establecimiento de órdenes religiosas, todas ellas enriquecidas a lo largo de los siglos con un patrimonio rico en imágenes, pinturas, retablos, etc. No nos detendremos tanto en la percepción estética de las manifestaciones artísticas religiosas o del estado de algunos monumentos, como de algunas de las manifestaciones de la religiosidad.
Las medidas progresistas adoptadas contra la Iglesia y sus bienes durante el siglo XIX vinieron a configurar una Iglesia totalmente diferente de la que había existido en el Antiguo Régimen. El impacto que supuso para ella las reformas liberales con la desamortización iba a dejarla sin sus principales fuentes de ingresos patrimonios (pérdida de diezmos, de tierras, inmuebles y tributos). El clero regular fue casi totalmente aniquilado, ya que la mayoría de sus bienes fueron vendidos y los conventos pasan a formar parte de los bienes del Estado. Con la desamortización de Madoz (1855) se acabó definitivamente su venta. A partir de entonces, la situación económica de la iglesia de Canarias distaba mucho de ser la boyante que fue en épocas pasadas, como en el resto de España. El sostenimiento del culto y el clero secular pasan a depender del apoyo del Estado y la limosna de los vecinos. En Canarias también se contó con las aportaciones de los indianos, que a su regreso de Cuba enriquecieron algunos templos con joyas y otras prendas.39
Los viajeros británicos no ocultaron su alegría con tales medidas, no sólo por compartir los «ideales anticlericales» de los gobernantes liberales, sino porque creían que dichas medidas iban a beneficiar el desarrollo y la modernidad de las islas. Para Olivia Stone la abolición de la Inquisición definitivamente en 1820 y la supresión de las propiedades de la Iglesia y los conventos originaron la marcha de «cientos de personas inútiles, que vivían de la caridad obligatoria del pueblo». Por tal razón, su partida «ha enriquecido -continúa relatando-considerablemente a los
39 Debary, Thomas. Notes of a residence in the Canary Islands, The Suth of Spain and Algiers. Francis and John Rivington. London, 1851. Pág., 43.
habitantes y ha sido el acicate para una mayor moralidad». John Whitford, un calvinista puritano que no aceptaba la riqueza sin el trabajo, hace gala de una especial virulencia contra el clero, en especial al regular, por haber sido dueños de grandes extensiones de tierras y cuantiosas rentas que percibían sin trabajar a costa del trabajo productivo de otros. Destaca su papel totalmente negativo, pues «el clero oprimió y desplumó tanto a sus feligreses -las activas abejas tenían que alimentar tantos zánganos-que cuando vinieron los tiempos duros, las últimas se levantaron en cólera y destruyeron los conventos».40
La diferencia que existía entre los protestantes ingleses y los católicos con respecto al uso del dinero, conduce a los británicos a reprochar que los canarios habían gastado mucho de susrecursos en construcción de templos religiosos. El comentario de John Whitford es significativo. Él veía al dinero como motor del desarrollo y cuanto más dinero se emplea en el comercio y la industria más bienes se producen. Por el contrario, -señala-que el dinero en manos del católico en lugar de emplearse en el desarrollo y la producción, lo destina más a otros recursos, «de tal manera que cuando la prosperidad comercial reinó en las islas la riqueza fue alegremente gastada en la construcción de iglesias y mientras más abundante sea el dinero, más seguirán gastándose en ellas».41 La construcción de la Iglesia de la Concepción en La Orotava era un ejemplo significativo. Cuando Olivia Stone la contempló destacó que el altar costó £6.000 (150.000 pesetas), consagrado el 13 de julio de 1879 y la iglesia en conjunto costó un millón de pesos
(3.750.000 pesetas)».42
Las condiciones en que encontraron algunas parroquias en las primeras décadas de las reformas liberales les causaron tristeza y depresión. Su estado era de plena decadencia. Thomas Debary, que visitó las islas en esa época histórica crucial (1848), hizo alusión al deplorable estado de la religión y de los templos en Tenerife. Señaló que en la mayoría los confesionarios están abandonados como trastos viejos. La Concepción de Santa Cruz estaba oscura y tétrica. Las iglesias las encontraban vacías, pobres, sencillas y, salvo raras excepciones «hay poco que decir sobre la mayoría de las iglesias de estas islas. Se repiten con una monotonía que llega a cansar», diría Olivia Stone. Generalmente, familiarizados con las manifestaciones arquitectónicas europeas, los exteriores de las iglesias coloniales de las islas no poseían ninguna característica especial. La fachada barroca terminada en 1788 de una de las pocas que sobresalían, la Iglesia Matriz de la Concepción de La Orotava, la califican Olivia Stone y Charles Edwardes de horrorosa: «el exterior, macizo y nada bello, está flanqueado por dos torres con campanas, en cada lado de su ancha fachada, feísima a más no poder».
Las primeras reacciones de los viajeros cuando visitaron la isla fueron de sorpresa por la cantidad de ordenes monacales establecidas en el Archipiélago y la fuerte presencia de la Iglesia Católica. John Whitford se conmueve por la cantidad de iglesias que existía en «estas pobres islas».43 Según Richard Burton, el total de conventos era de 40, lo mismo que de parroquias y el número de ermitas en las islas era de 130.44
Las ermitas llamaron la atención de algunos viajeros. A ellas se trasladaban los párrocos los domingos a decir misa, oficios fúnebres, etc., y con el crecimiento de la población en sus aledaños se comenzaron a celebrar fiestas en honor del santo o imagen. Algunas, las populares, tenían sus mayordomos encargados de su administración y gestión como el irlandés Carlos Seicher de la ermita de La Paz en la primera mitad de siglo.45 Otras, la inmensa mayoría, como señala Pègot-Ogier, eran las capellanías, fundadas por la voluntad personal de un aristócrata de tener una en su hacienda. Los isleños solían colgar extraños objetos en las ermitas. La descripción que hace Frances Latimer de la ermita de La Piedad (La Orotava), en otros tiempos Calvario de la Villa Arriba del pueblo, sirve de referencia para acercarnos a la desnudez de sus interiores y esos
40 Whitford, J. Op. Cit. Pág., 32. 41 Whitford, J. Op. Cit. Pág., 32. 42 Stone, O. Op. Cit. v.i. Pág., 376. 43 Whitford, J. Op. Cit. Pág., 32. 44 Burton, R. F. Op. Cit. Pág., 106. 45 A.P.V.O. Lejago Ermitas.
objetos: «las ermitas consisten en tres paredes con techos y el portal formando la cuarta cara. La parte superior de la puerta tiene cristal o enrejado de hierro para ver el interior. Siempre subimos uno o dos escalones para mirar su interior y siempre encontramos lo mismo: un sencillo altar pintado de una manera tosca y colgando por todas partes como ofrendas de devoción, piernas, brazos y otros objetos parecidos a muñecas de cera. Un banco está situado a cada lado, presumiblemente para el uso, pero uno nunca encuentra a ningún orador dentro o fuera de las capillas, excepto el día de fiesta de la Cruz, cuando las pequeñas capillas, sobre todo en el Puerto, son engalanadas con flores y abiertas de par en par». Su padre destacó los embellecimientos florales durante la fiesta de la Cruz, sobre todo las del Puerto de la Cruz.
Con respecto a los edificios conventuales, tal como hemos indicado, pasan a formar parte de los bienes del Estado, y a partir de entonces cesaron en sus actividades.46 Muchas de sus obras de arte ya no se conservaban en sus capillas, pues habían sido trasladadas a las iglesias y casas particulares. Muchos de sus libros pasan a las bibliotecas, entrando pronto en un estado ruinoso y de decadencia, aunque su situación, como ya indicamos, comienza a mejorar desde el momento en que son rescatados para usos sociales y administrativos.
Sin embargo, los viajeros británicos se muestran bastante parcos a la hora de referirse a los monumentos eclesiásticos. Incluso aquellos que eran reverendos, como Thomas Debary y Charles Barker, que por su condición clerical se interesaban por todo lo que guardaba relación con la vida religiosa, no dejaron referencia literaria alguna. Cuando se interesan por el arte pictórico que se conserva en el interior de los templos, en algunos predominan los juicios morales e, incluso, burlescos. Cuando Frances Latimer visitó la iglesia de San Juan de La Orotava hace alusión a un fresco representando a San Jerónimo inclinado sobre una parrilla, no se le ocurre otra cosa que afirmar «que bien pudo haber sido traída de cualquier ferretería».47 Cuando se refiere al purgatorio en otro cuadro, destaca que era la representación preferida de las gentes porque simboliza el destino que les espera a los herejes si no reparan su errático camino.48
EL CLERO.
El fenómeno del clero y la religión aparece con fuerza en las páginas de algunos viajeros victorianos. No era nada extraño ese interés en la medida en que la mayoría eran protestantes, incluso algunos eran reverendos. Aunque las referencias de algunos son alusivas al marco histórico de la segunda mitad del siglo XIX, otros se refirieron al pasado de un clero y de una Iglesia cuyas influencias se hacían sentir aún en la sociedad canaria decimonónica, porque como bien indicaba Pègot-Ogier «es difícil que se entienda el estado actual del clero en el Archipiélago si no se habla de cómo fue antiguamente». En la Iglesia, tal como señala la abundante bibliografía existente sobre su historia, la tentación de la riqueza y la vida fácil era lo que atraía a los hábitos, sobre todo en lo que respecta a los seculares, puesto que las limitaciones hacia ellos eran pocas.49 Hubo sacerdotes que vivían en concubinato e incluso con mujeres casadas. Esta afirmación es válida para sacerdotes, canónigos e inquisidores.50 Algunos se aprovechaban de la confesión para seducir a las penitentes.51 El viajero Pègot-Ogier cuenta cómo muchas de esas libertades del clero peninsular también las tenía el clero en Canarias. Solían tocar las guitarras en las calles y en las puertas de las casas. El clero tomó posesión del teatro y lo llevó dentro de las iglesias para atraer a los indecisos, convencer a los que dudaban del Papa, a los poseídos por el aburrimiento o alejados por torpezas.52 Sigue comentando que en las iglesias «habían dos tipos de representaciones; una más religiosa que
46 Latimer, I. Op. Cit. Pág., 39.
47 Latimer, F. Op. Cit. Pág., 110.
48
Ibídem. 49 Bennassar, Bartolomé. Historia de los españoles. 2 vols. Crítica. Barcelona, 1985. v.i. Pág., 463. 50
Ibídem.
51
Ibídem. 52 Pegot-Ogier. Op. Cit. v.ii. Pág., 74.
escenificaba sucesos de la vida y muerte de nuestro Señor, donde los sacerdotes y otros oficiales de la iglesia eran los actores. El segundo tipo de representación era muy diferente y consistía en la historia de algún santo».53 Toda una serie de libertades que, según el viajero Charles Edwardes, intentó cambiar el obispo Cristóbal Cámara y Murga.
Tan pronto llegó Cámara y Murga a Gran Canaria (18 de mayo de 1628) convoca un sínodo diocesano para todas aquellas personas que debían de acudir a él «a fin de corregir las costumbres y establecer el régimen espiritual de la iglesia, según los nuevos preceptos dictados por el Concilio de Trento».54 Según Edwardes, su objetivo era más bien reformar los abusos que hacer milagros. El sínodo se celebró el 29 de abril de 1629 y por las resoluciones tomadas se puede apreciar el estado de la sociedad canaria de la época. Se prohibió la confesión de las mujeres en las capillas, ermitas o casas particulares, ordenándose que los confesionarios estuviesen en las partes visibles de la iglesia. Se prohibió las capellanías. También se prohibió a los clérigos tener en sus casas a mujeres, hijos naturales, ser concubinarios o entrar en los conventos de monjas, etc.55 Tales restricciones fueron mal vistas en las islas y «muchos se alegraron cuando en 1635 fue trasladado a Salamanca».56 Como consecuencia de esta alegría mostrada por sus enemigos, se vuelve a las viejas prácticas y la efectividad de las constituciones sinodales fueron mínimas. A pesar de que el clero ilustrado combatió las viejas prácticas que Cámara y Murga intentó desterrar, todavía a mediados del siglo XIX se encontraba vestigios de teatro en España y en Canarias en las ceremonias de la Semana Santa.57
El convulsivo marco histórico del siglo XIX español afectará directamente a la Iglesia, y las relaciones de ésta con el Estado sufrirá un distanciamiento cada vez mayor. Desde el momento en que el liberalismo intentó enterrar definitivamente al Antiguo Régimen con la supresión de órdenes monásticas, leyes desamortizadoras y medidas dirigidas contra el monopolio eclesiástico en la enseñanza primaria, la Iglesia fue objetivamente el principal obstáculo con el que se encontraron los progresistas para la modernización de España. Esa tenacidad, «hostilidad ante las innovaciones liberales», de la Iglesia española de situarse contra la historia será la causa de sucesivas olas de anticlericalismo.58 No pretendo una aproximación a las vicisitudes de ese proceso histórico, ampliamente estudiado en la historiografía nacional, aunque aún sin abordarse su proyección y consecuencias en Canarias. Pero sí me gustaría partir del año 1851 por la importancia que tuvo para la Iglesia española en general y la canaria en particular.
El anticlericalismo emergente, la pérdida de privilegios y poder económico son sin duda los principales problemas que se plantearon al negociarse entre el gobierno moderado y la Santa Sede el Concordato de 1851. Con él, la Iglesia sale de nuevo fortalecida, que si bien no recupera la influencia política que había perdido (solamente recuperada en la Constitución restauracionista), sí logra que se reconozca, entre otras concesiones, la religión católica como «única de la nación española» con la novedad del principio constitucional de «exclusión de cualquier otro culto».59 De esa manera, como señalan los viajeros, el catolicismo será la religión de Estado, fijándose una dotación para el culto y el clero. Además, se le otorgó expresamente la facultad fiscalizadora de la enseñanza a todos los niveles, de tal manera que la instrucción en las universidades, colegios, seminarios o escuelas públicas o privadas serán en todo, conforme a la doctrina de la religión católica.60 Ese derecho de control del conjunto del sistema educativo le permitirá seguir ejerciendo
53 Ibídem, pps., 74-5.
54 Viera y Lavijo, J. Noticias de la Historia General de las Islas Canarias. (2 vols). Goya Ed. Santa Cruz de Tenerife, 1971. v.ii. Pág., 537-38.
55 Para una mayor información sobre las resoluciones sinodades de Camara y Murga véase Viera y
Clavijo, op. cit., pp. 537-445.
56 Edwardes, Ch. Op. Cit. Pág., 196.
57 Pegot-Ogier. Op. Cit. v.ii. Pág., 74.
58 Fernández de Castro, Ignacio. De las Cortes de Cádiz al posfranquismo (1808-1956). (2
vols.). Ediciones 2.001. Barcelona, 1981. v.i. Pág., 66. 59
Bahamonde, Ángel y Martínez, Jesús. Op. Cit. Pág., 281. 60 Artola, Miguel. La burguesía revolucionaria (1808-1878). Alfaguara. Madrid, 1978. Pág.,
145.
una influencia importante sobre la población. A los ojos de los viajeros británicos, estos privilegios concedidos a la Iglesia, lejos de contribuir a la modernidad, supusieron un atraso porque volvían a estrecharse las relaciones de colaboración con las instituciones del Estado.
Los viajeros vieron con agrado la desaparición del clero regular en 1837 con la supresión de los monasterios y los conventos, porque «intoxicado de orgullo y hundido en la indolencia solamente pensaba en disfrutar de las maneras más escandalosas». Por su parte, del clero secular, dijeron que seguía empeñado en luchar contra las influencias liberales, pero de una manera más suave. Los que visitaron las islas sobre los años sesenta, comentaron que ese cambio de actitud fue consecuencia directa por ser desprovistos de todas sus propiedades y pasar a depender de una paga estatal. Es decir, como consecuencia de la pérdida del lujo en que vivían. El clero estaba muy lejos de la ignorancia de los viejos tiempos, aunque raramente bien instruidos.61 En efecto, el clero secular padecía una decadencia casi absoluta de cultura. Olivia Stone encontró que la educación que recibían en el seminario estaba «enteramente confinada al aprendizaje del latín -los mejores autores no son leídos, según la viajera-y a la adquisición de un meticuloso conocimiento de los santos y sus vidas». Termina relatando con el tono de humor que caracteriza al británico que «como hay tres o cuatro santos por cada día en el año, este estudio ocupa todo el tiempo desde el día que se entra al colegio hasta el día que salen. Un sacerdocio tan preparado debe ser corto de mente. Salidos del pueblo y educados en su medio, es posible que ellos lleven al colegio y mantengan ahí los prejuicios en los cuales han sido criados, dejándolos no mejor, quizá peor, que cuando entraron».62
Sin embargo, a pesar de esa deficiencia educativa, los viajeros señalaron que el clero era generalmente honesto, sencillo y muy hospitalario. Pero esa honestidad se torna hostil a todo lo que supone progreso, modernidad, liberalismo y tolerancia, sobre todo a partir de la consolidación de la Revolución Liberal. El triunfo de ésta desmarcó totalmente al clero del liberalismo y le llevó a optar por una ideología conservadora.63 La iglesia protesta una y otra vez por la pérdida de los valores religiosos tradicionales y apunta hacia las nefastas consecuencias que engendraron la libertad de culto, de conciencia, de enseñanza o de emisión de pensamiento surgidas con la revolución de septiembre en 1868. La encíclica antimodernista Aeterni Patris de León XIII del 4 de agosto de 1879, hecha filosofía oficial por la Iglesia católica española64 con el triunfo de la Restauración, frenaría todo intento de desarrollo de cultura laica. El discurso teológico será asumido por el obispado nivariense, quien en la apertura del Seminario Conciliar de La Laguna el 1 de octubre de 1877 dice que «levantado los tiempos tan angustiosos hay un valladar que oponer a las ideas disolventes y anárquicas de los hombres descreídos y rebeldes».65 Los párrocos y sacerdotes serán los encargados de llevar a buen puerto tales ideas. Como comenta el viajero Charles Edwardes, «el párroco se convierte en la intrépida persona que se encargará de desafiar la posible atmósfera herética o ideas liberales dentro de su jurisdicción».66
Consecuentemente, las ideas de intolerancia siguieron siendo fomentadas desde el púlpito, la prensa católica y centros de enseñanza. Pero, se manifestaría con mayor virulencia contra las doctrinas consideradas más heréticas y con presencia física en las islas: el liberalismo, el protestantismo y la masonería. Para la Iglesia, el crecimiento de la descatolización de la población en las islas, como el resto del país, es culpa de fuerzas externas.67 El Estado liberal por haber
61 Pegot-Ogier. Op. Cit. v.ii. Pág., 79.
62 Stone, O. Op. Cit. v.i. Pág. 37-38
63 Hernández González, Manuel. «Cambio social y transformaciones culturales en Lanzarote durante el siglo XIX». III Jornadas de Estudio de Lanzarote y Fuerteventura. Puerto del Rosario. 1987. Tomo I. Pág., 295.
64 Artola, Miguel. Op. Cit. Pág., 347.
65 Cabrera Déniz, Gregorio J. «La Laguna: Iglesia y opinión en el último cuarto del siglo XIX» en IX Coloquio de Historia Canario-americana (1990). Cabildo Insular de Gran Canaria. Las Palmas,
1993. v.ii. Pág., 352.
66 Edwardes, Ch. Op. Cit. Pág., 177.
67 Callahan, William J. Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874. Nerea. Madrid, 1989.
Pág., 227.
vendido las propiedades de la Iglesia; los políticos, por desatender los consejos teocráticos de la Iglesia; los intelectuales por ser partidarios de la innovación cultural.68 Pero, además, el nuevo régimen nacido de la revolución de 1868 introdujo la libertad religiosa al país, causante de la degeneración moral, la pérdida de los valores religiosos de la sociedad y la proliferación de doctrinas heréticas (la masonería y el protestantismo). Contra ellas se dirigirán también sus ataques.
Es en este contexto histórico cuando se desata la represión contra los mayores ilustrados canarios. Agustín Millares Torres fue represaliado por su Biografía de canarios célebres, en la medida en que se entendió que algunas de las biografías incluidas en el libro se criticaba al Obispo y a las instituciones religiosas. Se consideróa comoun libro anticlerical y le obligaron a retractarse.El libro fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos. Lo mismo podemos decir de Gregorio Chil y Naranjo, primer director y encargado del Museo Canario, «un hombre cuya libertad de pensamiento había hecho que resulte molesto para el clero local y aunque creo que no ha sido excomulgado por defender las ideas darwinistas, tuvo que casarse lejos de aquí», según Olivia Stone. En efecto, fue acusado de defender ideas evolucionistas y darwinianas en su libro Estudios Históricos, Climatológicos y Patológicos de las Islas Canarias.
CLERO, PROTESTANTISMO Y MASONERÍA.
El clero, no fue consciente de los cambios que se estaban operando en la sociedad española decimonónica y se resistió a cambiar. La hostilidad religiosa que desde siglos había practicado el canario contra los protestantes es fomentada por un clero que seguía viendo el protestantismo como una versión moderna del diluvio universal,69 máxime en unos momentos en que el culto protestante estaba permitido, aunque reducido a la práctica privada y prohibido todo proselitismo y simbología externa, y el tradicionalismo católico estaba perdiendo fuerza en una parte de la sociedad. Era considerado, pues, una amenaza espiritual. La lucha contra el protestantismo se verá favorecida con la liquidación de los avances democráticos del sexenio revolucionario y el triunfo de la constitución monárquica conservadora de 1876. Como bien afirma José M. Aberich,70 en los países católicos, como España, el clero practicaba una cerrazón total, porque ser protestante era como ser ateo, judío enemigo de Dios. Pero, ¿hasta que punto el discurso antiprotestante era comprendido por una población campesina inculta?, se preguntó Olivia Stone. A la viajera le llamó la atención en La Laguna que desde el púlpito se alente el rechazo a los protestantes ante un público campesino cuya capacidad intelectual no estaba a la altura que debiera. Y se pregunta, «¿qué les importa a ellos lo que creían los protestantes?. Casi no saben, si es que saben algo, lo que son los protestantes». En efecto, el campesino canario, el isleño de clase baja, y en ocasiones, la clase alta, ni sabía ni pretendía saber, como eran los protestantes, qué creían y no creían, o qué practicaban. Las capas populares eran muy religiosas e ignorantes. A mediados de siglo muy pocos habían oído hablar de Lutero y de la Reforma -comenta Chas. Thomas-. Agunos isleños estaban mejor informados sobre el protestantismo, «pero la opinión más liberal sobre ella es que es una fe de negaciones, un credo de protesta contra todas las enseñanzas de la Iglesia, que no crean en nada, excepto en Dios, y que no tienen ninguna fe práctica».71 Aunque los miembros de las clases altas habían recibido educación en la España peninsular y en el extranjero, como diría el cónsul británico Henry Colley Grattan en 1872, también padecían cierta ignorancia sobre la condición religiosa:
68 Ibídem, pp., 240.
69 Cuenca Toribio, José Manuel. Sociedad y clero en la España del XIX. Caja de Ahorros de Córdoba. 1980. Pág., 153.
70 Alberich, José M. «Actitudes inglesas ante la Andalucía romántica» en La imagen de Andalucía en los viajeros románticos y homenaje a Gerald Brenan. Diputación Provincial de Málaga. 1987. Pág., 33.
71 Thomas, Chas. W. Adventures and observations of the West Coast of Africa and its islands. New York. Traducido al español por J.A.D.L. La Orotava, 1991. Pág., 83.
la intolerancia en asuntos religiosos no se manifiesta aquí de una manera agresiva; sin embargo, la mayoría de las personas, incluso la de las esferas más altas de la sociedad, no saben que los protestantes son unos cristianos convencidos; por consiguiente, sienten desprecio hacia ellos y los consideran iguales que a los judíos, mahometanos y otros infieles.
Los sacerdotes alimentaban los prejuicios y combatían la difusión de ideas no compartidas. Según Charles Barker, en 1865 un protestante que se dedicaba a leer y difundir la Biblia en su casa del Puerto de la Cruz tuvo que abandonar el pueblo porque el cura del lugar le amargó la vida y evitó que las tiendas locales le suministraran comestibles.72
Como un ejemplo más de la intolerancia contra el protestantismo es la experiencia del reverendo Charles F. Barker, representante legítimo de la British and Foreign Bible Society en el Archipiélago. Llegó el 21 de septiembre de 1889. Charles F. Barker fue perseguido. Desde el púlpito los párrocos solían alertar a los feligreses contra el enviado del diablo que rondaba por las islas; los párrocos quemaban las biblias distribuidas por el reverendo protestante; amenazaban a los fieles que si compraban las biblias prohibidas de no recibir la absolución; etc.73
La otra «herejía», que los viajeros prestaron atención fue a la masonería. Desde el siglo XVIII irlandeses y hombres de otras naciones europeas influyeron en la introducción de nuevas ideas masónicas. Las actividades de Alejandro French Linch, del francés Pedro Carbonier, etc., son buenos ejemplos de ello.74 No debemos olvidar en este sentido la influencia de Estados Unidos. El Puerto de la Cruz mantenía una relación económica estrecha con este en el siglo XVIII, a donde se exportaban los caldos de Tenerife, junto con los de Madeira, y desde donde se importaban maderas, barcos y harina.75 Ese tráfico comercial actuaría como vasos comunicantes para la introducción de ideas francmasónicas entre las elites sociales y que a la postre influirían sobre las nuevas corrientes ilustradas y liberales en la isla.76 Olivia Stone también menciona la importancia que tuvieron los indianos (canarios que emigraron a Las Antillas y regresaron de nuevo al Archipiélago) en la introducción de las ideas masónicas y librepensadoras. Por lo tanto, si bien el número de protestantes era reducido, no sucedió lo mismo con la masonería, a la cual, según Olivia Stone, «pertenecían casi todos los españoles inteligentes, cultos y reflexivos». Desde un punto de vista del progreso y la ilustración de las islas -continúa comentando la viajera inglesa-convendría que su número aumentara.77 Según ella, muchos isleños de profesiones liberales, intelectuales, comerciantes, etc., formaban parte de las sociedades masónicas y deseaban que su número aumentara, pues «su cometido era el fomento de la moral, la filantropía, la defensa de la verdad y la lucha contra la superstición».78 Pero contra estas prácticas heréticas, la Iglesia se opuso de una manera radical, alcanzando su máxima crudeza en el último tercio del siglo XIX una vez lograda su nueva posición de privilegio tras la Restauración y bajo los pontificados de Pío IX. Es a través de las diferentes encíclicas bajo su papado y textos de apoyo, como la Iglesia pretende perpetuar aún más la errónea imagen que ya había transmitido sobre la masonería, introduciendo ahora «el
72 Barker, Charles F. Two years en The Canaries. Eyre & Spottiwoode. London, 1917. Pág., 96.
73 Sobre las vicisitudes del reverendo Charles F. Barker y el antiprotestantismo en Canarias, véase González Lemus, Nicolás, Comunidad británica y sociedad en Canarias, 1997, pp., 266.
74 Paz Sánchez, M. A. Historia de la Francmasonería en Canarias (1739-1936). Las Palmas de Gran Canaria, 1984. y del mismo autor y Carmona Calero, Emilia. Canarias: La masonería. C.C.P.C. 1995.
75 Hernández González, Manuel. «La proyección de Estados Unidos en la masonería atlántica» en la revista ISLENHA nº 8 (Jan-Jun, 1991)
76
Ibídem. 77 Stone, Olivia. Op. Cit. v.i. Pág., 395-96. 78 Hernández González, Manuel. «Republicanismo y masonería en una ciudad portuaria: el papel
de Estrada y Madam en el Puerto de la Cruz» en Ferrer Benimeli, J.A. La masonería en la España del siglo XIX (Junta de Castilla y León, 1987), pp., 672; Para el tema de la masonería en la isla véase también los trabajos del mismo Hernández González, «La proyección de Estados Unidos en la masonería atlántica» en la revista ISLENHA nº 8 (Madeira, 1991); de Paz Sánchez, M., Historía de la Francmasonería en Canarias (1739-1936) (Las Palmas de Gran Canaria, 1984).
tema del satanismo en la masonería, o de la presencia diabólica en las logias, con sus complementos de misas negras, profanación de hostias, asesinatos de niños, venganzas sangrientas, etc.», así como sus propósitos de destruir el orden religioso y civil establecido por el cristianismo.
Algunos viajeros se preocuparon del tema y sobre todo por las formas tan virulentas de la intolerancia adoptada por la jerarquía eclesiástica para combatir la masonería: su postura ante el enterramiento en los recintos sagrados de los cementerios. El intento de las autoridades civiles de asignar el control de los cementerios a la administración del Estado en 1870 provoca los ataques de la jerarquía eclesiástica y la resistencia del clero parroquial mediante múltiples incidentes,79 porque, aunque los cementerios eran de propiedad municipal, al ser considerados recintos sagrados, la Iglesia tenía poder espiritual sobre ellos. Esa situación les daba el derecho de reservarse el consentimiento para dar sepulturas en ellos en caso de defunción. La obligatoriedad del concurso del clero también le daba derecho a excluir a los que morían, según ellos, fuera de la religión católica. El clero de entonces creía que los creyentes que habían recibido las bendiciones católicas no podían estar enterrados al lado mismo de un judío, mahometano, ateo o los que profesaban otra confesión religiosa.80
Pero si se rechazaba la inhumación de los que habían vivido fuera de ella, ¿dónde se daba enterramiento?. Una Real Orden del 16 de julio de 1871 exigía a los municipios que señalaran un paraje neutro en los cementerios católicos, el osario, conocido en las islas como la chercha, un lugar de despojos, «un basurero en la esquina del Cementerio Católico», para dar sepultura a los «herejes» y donde iban a parar los huesos que se sacaban de las sepulturas».81 Aquí iban a parar los restos de los pobres y de los cadáveres cuando los familiares dejaban de pagar.82 Los despojos humanos en estas parcelas de los cementerios (los osarios) sorprendieron a los británicos que tuvieron la oportunidad de verlos (John Whitford, Olivia Stone, Frances Latimer, etc.), pues chocaba asombrosamente con el respeto a la corporeidad y los difuntos que existían en su cultura. Sin embargo, en muchos casos estos lugares tampoco ofrecían garantía para alcanzar el eterno descanso de un difunto «hereje». Olivia Stone hace referencia al lamentable suceso ocurrido en el Puerto de la Cruz por el fallecimiento del «inofensivo y bien educado masón» Andrés Hernández Barrios, perteneciente a la logia Esperanza de Orotava, el 18 de mayo de 1883 (escasamente cuatro meses antes de su llegada a las islas). En esta ocasión el párroco de la Iglesia de Nuestra Sra. de la Peña de Francia negó darle sepultura canónica al difunto por estar afiliado a la masonería. La intolerancia religiosa con sus miembros era tal, que el párroco amenazó con declarar profanado el cementerio católico si en él se enterraba sus restos,83 pues no era el lugar para albergar los restos de los que durante su vida han profesado otras doctrinas, han vivido divorciado de los católicos y han abominado de sus ritos. El alcalde en un principio intentó darle sepultura en el cementerio protestante del lugar, pero ante la negativa del vicecónsul británico del lugar, Peter Reid, decide que se dé inhumación en el osario. Pero la Iglesia también había prohibido que el difunto entrase por la puerta principal, lo que obliga al alcalde a autorizar que se escalasen los muros desde el exterior para darle sepultura. Tales procedimientos provocaron que familiares y numerosos amigos del difunto mostrasen enérgicamente el rechazo a semejante acto de menosprecio. Definitivamente el vice-cónsul británico, a petición de los familiares, permitió la sepultura en el camposanto protestante, pero el entierro fue una manifestación popular y dio origen a un conflicto político no sólo entre la comunidad británica, sino con el resto de la comunidad extranjera y las representaciones diplomáticas existentes en la isla.84
79 Callahan, William J. Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874. Nerea. Madrid, 1989. Pág., 252.
80 Ramos Jerez, Carmen. «El catolicismo como sustrato cultural en la mentalidad religiosa en la Sevilla del sexenio», en Álvarez Santaló, María Jesús Buxó y S. Rodríguez Becerra La religiosidad popular. Anthropos. Barcelona, 1989. v.i. Pág., 378.
81 A.H.M.P.C. Legajo cementerios. Exp. 1897.
82 Latimer, F. Op. Cit. Pág.,183.
83 Memorandum. Periódico Independiente. 1 de Junio de 1883
84 Para más información sobre los hechos, consúltese mi obra Las islas de la ilusión.
Británicos en Tenerife 1850-1900. pps., 440-447.
Pero no es este un caso aislado y único. Gran número de viajeros hacen referencia al otro que sucedió en La Orotava con motivo del fallecimiento del miembro de la aristocracia Diego Ponte del Castillo, VIII Marqués de la Quinta Roja. También levantó gran iidignación. Pertenecía a la Logia Taoro de La Orotava, fundada en el año 1875. Este caso es comentado por todos los viajeros que visitaron el jardín de la Quinta Roja del pueblo, lugar donde fue eregido el mausoleo del mismo nombre.
Diego Ponte del Castillo murió el 5 de abril de 1880, a la edad de 40 años, en la quinta de su finca de Garachico. El 6 de abril, es decir, el día siguiente de su muerte, el cadáver de Diego Ponte fue trasladado desde Garachico hasta el Cementerio Municipal de La Orotava para ser enterrado en el panteón de su familia. Pero, es en este momento cuando se desata el tremendo escándalo que dejaría marcada para siempre a la familia: el párroco de la Iglesia de la Concepción José Borges Acosta impidió darle eclesiástica sepultura en el lugar sagrado y celebrar funerales. El Alcalde Francisco Urtusaústegui se opone a la decisión del párroco en tanto en cuanto la misma atentaba contra la R.O. del 31 de mayo de 1876, la cual disponía que no puede privarse de sepultura eclesiástica a ningún cadáver de persona a quien se le haya administrado el Sacramento del Bautismo, sin la formación del oportuno expediente canónico.85 El obispado interviene y mientras se instruye y resuelve el correspondiente proceso, se procede a la inhumación en la chercha, en un estado de emergencia, dados los signos de descomposición que presentaba.86 Significaba una humillación para la familia. Su madre Sebastiana del Castillo Manrique de Lara, ante la imposibilidad de dar inhumación a los restos de su hijo en el panteón familiar situado en el cementerio católico de La Orotava, decide mandar construir uno particular en su jardín, donde en su cenotafio pudieran descansar eternamente los restos de su hijo. Para tal empresa, manda traer desde Lyon al arquitecto francés Adolph Coquet, que llega a la isla en abril de 1882.87 La obra fue terminada al año siguiente y sobre ella aparecen las referencias a los símbolos y elementos iconográficos masónicos que decoran el mausoleo, como señala Frances Latimer, «las tan familiares escuadras, compases y demás símbolos que indicaban que el difunto fue un libre y aceptado masón».88
A pesar del rechazo de inhumación del féretro de Diego Ponte, mucho hicieron la madre y esposa para limpiar el honor de su querido difunto. Según Isaac Latimer, se celebraron abundantes misas, pues «se espera que las misas que han sido dichas por el reposo de su alma sean tan efectivas como si él nunca se hubiera unido a la gran sociedad que está bajo la prohibición de la Santa Iglesia -especialmente como las misas que han sido bien pagadas-».89
Este inquebrantable apego a la religión católica y tratándose de una familia de las más acaudaladas de la isla, su esposa viuda María de las Nieves Elena Blasina Manrique de Lara y del Castillo, que a la vez era prima hermana del difunto, hace gestiones para conseguir la dispensa pontificia para que el cuerpo de su marido pasara de la fosa común al panteón familiar. Efectivamente, la orden de la autoridad superior decía «que el cura tenía que darle cristiana sepultura en la forma acostumbrada», lo que se interpretaba que se le prohibía trasladar los restos de su hijo al panteón recién construido en su propio jardín. Por lo tanto, nunca fue trasladado a esta tumba erigida en el Jardín de la Quinta. Todos estos infortunios provocaron un estado de dolor y tristeza en la señora madre del Castillo que aún en los años ochenta pervivía en su cara un fuerte aire de melancolía.
El viajero Charles F. Barker, no duda en considerar el mausoleo la más grande muestra del trabajo a mano de un hombre en este lugar y un ejemplo de protesta contra la intolerancia
85 Sebastián Bedoya, Alberto. «La masonería en Canarias: dos procesos relacionados con masones del Valle de la Orotava», en Ferrer Benimeli, J.A. (eds) La masonería española entre Europa y América. Gobierno de Aragón, 1995. Pág. 539.
86 Hernández Gutiérrez, S. De la Quinta roja al hotel Taoro. Puerto de la Cruz, 1983. Pág.,
26. 87
Ibídem. 88 Latimer, I. Notes of travel in the Islands of Teneriffe and Grand Canary. Simpkin, Marshall, & Co. London, 1887. Pág. 58. 89
Ibídem.
religiosa.90 Intolerancia religiosa que la señora del Castillo quiso también inmortalizar con una inscripción en latín sobre una lápida de bronce, en el lado Sur del mausoleo y recogida por el viajero Charles Edwardes.
«La amargura de la inscripción en la tumba pudiera perdonar a la madre del hombre que conmemora:
Mater ejus Domina D. Sebastiana del Castillo.
Hoc monumentum vovet, velut, tam cari capitis
Desiderio solatium datum et compensationem injuriae
Quam hinc Christiano benigno praedito ingenio
nobilique
Iam mortuo conata est inferre intolerandia
religiosa».
Anno MDCCCLXXXII
Su madre, la Sra. Dª Sebastiana del Castillo
dedica este monumento como consuelo dado
a la nostalgia de una persona tan querida
y como compensación de la injuria que la
intolerancia religiosa intentó inferir a un
cristiano de aquí bondadoso dotado de ingenio
y noble ya muerto.
Año 1882
Los ataques contra la masonería persistirían en las décadas siguientes. Se le culpaba de cometer los actos vandálicos más atroces, pues, los masones aprovechan las revueltas públicas o las provocan ellos mismos para insultar y perseguir a los frailes, para gritar en la vía pública ¡Mueran los curas y los obispos!; para abofetear a las hermanas de caridad; para incendiar las puertas de las siervas de María; para apedrear los palacios episcopales y colegios de escolapios y jesuitas; para intentar el asalto de las residencias religiosas; para profanar imágenes, impidiendo a viva fuerza las manifestaciones externas del culto católico, único permitido y amparado por la Constitución del Estado; para ensuciar, romper, arrancar, arrojar al suelo, pisotear y escupir las placas y escudos del Sagrado Corazón de Jesús, ante el jolgorio de los profanadores, y hasta en presencia y por orden de las católicas autoridades que nos rige… para impedir al predicador que saliera de su casa y cumpliese su compromiso dirigiendo la divina palabra a los fieles y en el paroxismo de su odio masónico a las personas y cosas religiosas para abrir la cabeza a garrotazo limpio a un sacerdote… 91
Además, a la masonería española se le culpa de las desventuras que ha padecido la religión católica y la patria «tales como la expulsión de los jesuitas, la invasión francesa, la perdida de América, la matanza de los frailes, la revolución 1868 y la pérdida de Puerto Rico, Cuba y Filipinas.92 En el discurso leído en el Congreso Católico de Burgos por Manuel Polo Peidolón «La masonería española» afirma: sin filigranas retóricas ni proemios y parodiando a Gambetta afirmo al empezar que la masonería es el enemigo irreconciliable de Cristo, enemigo de la Iglesia santa, enemigo de las naciones católicas, enemigo del poder público y del orden social cristiano y enemigo en fin de nuestras almas, cuya perdición es segura si contemporizamos con ella, no peleando con las batallas del Señor hasta obligarle a morder el polvo. Ni masones ni masonisantes. Tal ha de ser el lema del verdadero católico.93
90 Barker, Ch. Two years in the Canaries. Eyre and Sppottiswood. London, 1917. Pág. 102 91
La Verdad. 28-IV-1900 92
La Verdad. 16-XII-1899. 93
La Verdad. 14-X-1899.
La proclama no tardó en tener eco en las islas. La prensa católica tinerfeña La Verdad en su ejemplar del 13 de enero de 1900 bajo el título de «Fuera caretas» llama a los isleños católicos a una cruzada contra los «masones tinerfeños que obran bajo una misma consigna satánica: la de pervertir y descatolizar a nuestro país». Para el rotativo, los masones eran unos adoradores de demonios como lo probaban sus oraciones, sus logias y sus rituales que dominan gran parte de la prensa, luchan afanosamente por acaparar los altos puestos en todos los ramos de la política para perseguir «una obra revolucionaria y antirreligiosa». ¿Qué hacen los católicos de la isla cuando los encarnizados enemigos no duermen ni descansan hasta conseguir el mal?. Ya es hora que se unan para defender el bien contra los que defienden el mal -se afirma- como lo hace el clero y su obispo. «Hay que arrancar sin consideración la máscara de los que son lobos con piel de oveja. Hay que señalar con el dedo quienes militan bajo la bandera de Cristo y quienes son los secuaces del demonio».
LA SEMANA SANTA Y OTRAS MANIFESTACIONES RELIGIOSAS.
El viajero del siglo XIX observaba sorprendido cómo el fervor religioso del canario se mostraba en toda su plenitud durante la Semana Santa. Como en el resto de España, el catolicismo había adquirido un amplio repertorio simbólico y ceremonial revestido de solemnidad y con unas características marcadamente deslumbrantes y esplendorosas. Su vistosidad la convertía en la manifestación más genuina de la expresión de la religiosidad popular,94 que no podía por menos que sorprenderles por su forma de vivirse, muy diferente a cómo se celebra en su país, donde las ceremonias están limitadas en las iglesias, son más frías e intimistas y no se practica la idolatría a las imágenes.
Durante su celebración de la Semana Santa la gente era convocada a la iglesia no por campañas sino por unos badajos que se situaban dentro de una madera (matraca) colocadas en el campanario. Para el viajero Isaac Latimer, los permanentes sonidos de la matraca para llamar a la oración en las iglesias eran auténticos toques de difuntos,95 reflejo del dramatismo colectivo con el que solía el catolicismo vivir la pasión de Cristo. El hijo de Dios era el gran protagonista de la Semana Santa, pero para el creyente isleño su participación en los actos religiosos suponía no sólo una demostración de fe, sino una seña de identidad local, de reforzamiento de pertenencia a un grupo: el catolicismo. Por tal razón, como señaló Frances Latimer, en las islas, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo era vivido con tristeza y melancolía.96 La actividad de los pueblos quedaba totalmente paralizada. Durante la Semana Santa los pueblos adquirían un aspecto lúgubre, triste y aburrido.
El Jueves y Viernes Santo las banderas se izaban a media asta en señal de luto en los barcos anclados en el muelle,97 los hoteles, edificios oficiales, etc. El tráfico estaba totalmente prohibido desde esos días hasta el Domingo de Resurrección. En las principales carreteras de las islas se colocaban patrullas militares para hacer valer la prohibición.98 La única manera de viajar era trasladándose el miércoles santo. Si se hacía durante los días prohibidos había que usar la astucia y practicar la corrupción, para lo cual se podía pasar por las calles traseras si «se pagaba al centinela».99 Comenta Isaac Latimer que en el Puerto de la Cruz no había nada que hacer, sino pasear en la deprimente iglesia [Nuestra Señora de la Peña de Francia] mientras el servicio se celebraba para ver a la gente y aprender algo de sus costumbres. «Los cuadros [en las iglesias] son cubiertos con cortinas -cada ventana oscurecida-. La luz es débil, incluso cuando se celebra los servicios, y uno no siente otra necesidad sino irse».
94 Ramos Jerez, Carmen. Op. Cit. Pág., 380. 95
Ibídem. 96 Latimer, I, Op. Cit. Pág., 41. 97 Edwardes, Charles. Op. Cit. Pág., 181. 98 Ibídem, pág., 182. 99 Latimer, Isaac. Op. Cit. Pág., 40.
Las iglesias experimentaban un cambio diario en sintonía con el devenir de la pasión de Cristo. Isaac Latimer relata el aspecto del interior de las iglesias de Santa Cruz. En los primeros días los altares eran visibles, aunque todos los alrededores estaban cubiertos. Después una cortina blanca caía a través del altar. Al siguiente día [Viernes Santo] el luto hacía su aparición. Toda la escena estaba cubierta de un velo negro y «un hombre y una mujer, en luto riguroso, arrodillados en el ascenso del altar con la mirada fija el uno al otro. De vez en cuando eran relevados por otros, que ocupaban su lugar». Las iglesias se llenaban de personas de ambos sexos, pero fundamentalmente de mujeres, «que parecían salir de todos lados para visitar las imágenes». Durante las ceremonias, las campesinas y mujeres trabajadoras llenaban las iglesias en cuclillas y se distinguían por sus pañuelos coloreados sobre sus cabezas. Las ladies con sus mantillas y trajes de seda negro. Según Isaac Latimer, las más ricas se presentaban con sus nuevos trajes a la última moda,100 para mostrar su opulencia. Era la manera de concurrir que los más ricos practicaban desde el siglo XVIII, y como recoge Alvarez Rixo, hasta el punto de que muchos empeñaban o vendían la puerta labrada, casa o finca si no poseían el dinero para costearse los trajes europeos de la familia.101
Para los viajeros británicos, la suntuosidad se manifestaba en las procesiones en las calles. En todos los pueblos las autoridades locales, guarniciones del ejército y sacerdotes las acompañaban. Las cruces y estandartes las precedían. En Santa Cruz, La Laguna y Las Palmas todos los oficiales, generales, magistrados y funcionarios seguían a las imágenes con la máxima seriedad. Enormes filas de chicas vestidas de blanco, peregrinos, penitentes, cofradías, diáconos y sub-diáconos quemando incienso. La milicia y un enorme séquito de sacerdotes formaban un imponente e impresionante espectáculo. La banda de música y una enorme multitud anunciaban el final.102 Cuenta Pègot-Ogier cómo junto al recogimiento y al profundo sentimiento religioso convivía también el sentido de la rivalidad entre Santa Cruz y Las Palmas, el afán de superación estética para ver quien hacia más pomposa y lujosa las procesiones.103
El Sábado de Resurrección por la mañana aún había ceremonias en las iglesias, pero a partir de las doce los repiques de las campanas hacían su aparición. En los muelles quince disparos de salva de cañón anunciaban que los actos religiosos habían acabado y la vida volvía a su normalidad. «Todas las banderas de los consulados, cuarteles, de los barcos, hoteles y edificios públicos volvían a izarse por completo… Los controles de soldados colocados en las carreteras para la vigilancia del tráfico se retiraron. Los carros, caballos, camellos, burros y mulas pronto cobraron vida».104
La quema de Judas.
El conjunto de ritos que rodeaban a los actos y ceremonias de la Semana Santa terminaban en algunos lugares de Tenerife con la quema de Judas Escariote, acto que simbolizaba la traición a Jesús y causante de la tragedia que le tocó vivir. Para Richard F. Burton, haciéndose eco del pensamiento antropológico de George Frazer, la escena de la quema de Judas es la misma que la ceremonia de la «expulsión del diablo» que se celebra en la Costa de Oro.105 Su práctica religiosa provocó la desaprobación de la Iglesia, pues era visto con desagrado y repugnancia. Para la ética clerical ilustrada los excesos populares, como la quema de Judas, era un obstáculo para lograr su ideal: un cristianismo sencillo y personal.106 Por tal razón, en 1783 el vicario de Santa Cruz
100 Latimer, I. Op. Cit. Pág., 44,49.
101 Hernández González, Manuel. La religiosidad popular en Tenerife durante el siglo XVIII. Secretariado de Publicaciones de la Universidad de La Laguna, 1990. Pág., 147.
102 Pégot-Ogier. Op. Cit. v.ii. Pág., 83.
103
Ibídem. 104 Latimer, I. Op. Cit. Pág., 49. 105 Burton, Richar F. Op. Cit. Pág. 50. 106 Callahan, William J. Op. Cit. Pág., 226.
prohibió que se realizara en los conventos de Santo Domingo y San Francisco.107 Sin embargo, a pesar de su prohibición, la ceremonia se celebró con altos y bajos durante todo el siglo XIX,fundamentalmente en La Laguna, en Santa Cruz y en el Puerto de la Cruz. Según Álvarez Rixo, el Judas de Pascua de resurrección o muñeco gigante seguía colgándose o quemándose cada año con entusiasmo en la Plaza Parroquial, «para cuyo disparate contribuía el pueblo gustoso con cien duros entre dinero y ropa» porque había quien creía que sería un año calamitoso si no se verificaba este devoto despropósito.108 Para la viajera inglesa Elizabeth Murray era revivido bien como un pasatiempo festivo, nada agradable, o como una ceremonia para dar un estímulo al catolicismo ortodoxo de la gente.109
En 1887 el viajero Charles Edwardes nos recuerda cómo solía celebrarse antiguamente la quema del Judas en La Laguna, incluso, en los últimos años, pues cuando él llegó a la isla, el espectáculo había sido suprimido por la escasez de fondos económicos. Lo mismo había sucedido con la de Santa Cruz en ese mismo año, que se solía celebrar en la trasera del hospital civil. Según el periodista y viajero Isaac Latimer, esta suspensión desmerecía el espectáculo de los fuegos que se celebraban el Domingo de Resurrección.110 Una constante que se daría a lo largo del siglo XIX, muestra de la imposibilidad de sufragar los gastos de tales fiestas, según Hernández González, por la decadencia económica de la isla. Volviendo a la descripción que nos dejó Edwardes, en La Laguna el muñeco que representaba a Judas se vestía con ropas vistosas y le colacaban unas botas altas, tipo hessian,111 además, se le adornaba con sorpresas y petardos. Cuando era expuesto a la multitud concentrada en sus alrededores, se le insultaba y pegaba fuego. La gente exaltada descargaba tal grado de odio al traidor, que desahogaba su rencor y venganza contra él de la manera más realista. A veces, el muñeco era gigante con un enorme hueco en el estómago, el cual se llenaba de gatos.112 Cuando se prendía fuego al Judas los gatos empezaban a maullar entre las llamas que les devoraban. Entre el tumulto de los insultos de los espectadores y las llamas sus maullidos llegaban a ser diabólicos.113 Las pobres criaturas eran afortunadas, sigue comentando Edwardes, «si, cuando el fuego llegaba a la abertura del estómago del muñeco, podían saltar antes que fueran asados por las llamas».
En el Puerto de la Cruz era similar. Al muñeco lo vestían con un abrigo negro, unos pantalones y el tipo de botas hessian. Unos voladores anunciaban que la ceremonia iba a comenzar. A partir de entonces, la multitud se concentraba en la plaza del Charco. Según Elizabeth Murray, que a diferencia de sus compatriotas si logró ver el espectáculo, los hombres llevaban en la mano barrotes mostrando alegría en sus rostros porque iban a atizar al traidor y detestable Judas. Una vez colocado el muñeco en el centro de la plaza comenzaba el griterío, las injurias, el bullicio y las risas de todos los presentes. Una vez que comienza a arder el muñeco «el griterío y el clamor de la multitud se hace ensordecedor. Durante algo más de veinte minutos el ruido y el crujido son incesantes». Mujeres, hombres y niños lanzaban sobre Judas todo tipo de insultos y palabrotas.114 Una vez quemado, se ataba por el cuello con una soga y grupos de hombres lo arrastraban por las calles mientras otros lo acompañaban durante todo el trayecto, propinándole golpes con sus garrotes, continuos insultos y maldiciones. Los restos los llevaban al mar, los ataban a una barca y los conducían mar adentro para abandonarlo hasta perderse de vista.115
107 Hernández González, Manuel. Op. Cit. Pág., 160.
108
Álvarez Rixo, José Agustín. Anales del Puerto de la Cruz de La Orotava, 1701-1872. Cabildo Insular de Tenerife. Santa Cruz, 1994. Pág., 164. 109 Murray, Elizabeth. Op. Cit. v.ii. Págs., 145-146. 110 Latimer, I. Op. Cit. Pág., 50.
111 Las botas hessian eras unas botas altas que usaron las tropas de Hessian pertenecientes al ducado de Hesse en Alemania en el siglo XVII y que se pusieron de moda en Europa, incluida Inglaterra, a principios del siglo XIX.
112 Edwardes, Charles. Op. Cit. Pág., 208. También en Richard F. Burton, op. cit., pp., 50.
113 Ibídem, pp., 209.
114 Murray, Elizabeth. Op. Cit. Pág., 150.
115 Edwardes, Ch. Op. Cit. Pág., 209.
La ceremonia de la quema de Judas la compara Charles Edwardes con el día de Guy Fawkes que se celebra cada 5 de noviembre en Inglaterra. Guy Fawkes (1570-1606) era un soldado inglés de clase alta que participó en la conspiración de los católicos ingleses conocida como Gunpowder Plot. Este complot se pretendía realizar el 5 de noviembre de 1605 y su objetivo era volar el parlamento, matar al rey Jaime I, a la reina y al heredero del trono. El complot fracasó y como consecuencia los protestantes intensificaron el recelo a los católicos. Fawkes fue uno de los participantes y después de ser arrestado el 4 de noviembre, es ejecutado enfrente del parlamento. En enero de 1606 el parlamento estableció esa fecha para la celebración del Guy Fawkes, festividad que aún se celebra, que consiste en fuegos y en la quema del guys, un maniquí que representaba al conspirador, para posteriormente arrastrarlo por las calles.116
La Virgen de Candelaria y las supersticiones.
En la medida en que los ex-votos y las imágenes son censurables para los protestantes, algunos viajeros británicos intentaron desmitificar los símbolos de fervor religioso que los católicos isleños profesaban hacia las imágenes. La diferencia cultural de los viajeros marcaba la interpretación que hacían de la naturaleza de ellas. Particular interés ocupó la Virgen de Candelaria. No nos ocuparemos aquí de la devoción que profesa el pueblo canario por su Patrona, ni la leyenda sobre su origen místico, por otro lado bien conocida, sino la interpretación que dan los viajeros británicos sobre su naturaleza.
Para todos los viajeros que dejaron comentario dobre la Virgen de Candelaria,117 la estatua que apareció en la playa de Chimisay era el mascarón de proa de un barco arrojado a la orilla. Unos basaban su argumento en los tres o cuatro agujeros de clavos que se encontraban en la parte trasera del trozo de madera roja oscura de una imagen que apenas medía un metro. Burton Ellis anota además que también pudo ser una de esas imágenes religiosas con las que solían estar adornadas las popas de las carabelas españolas o portuguesas. Por su parte, Olivia Stone refuerza el origen náutico de la imagen entre otras razones porque los guanches desconocían el arte de modelar o tallar figuras. Para unos viajeros, en los pliegues superiores e inferiores del vestido había numerosas iniciales romanas, por supuesto, profundamente místicas, que causaron grandes discusiones, pero que nunca fueron conclusivamente desveladas con palabras. Según otros, se le dotó más bien de un sentido teológico. El objeto inanimado, pero de aspecto humano, según Olivia Stone, causó más miedo que cualquier otro sentimiento.118 Para Burton Ellis, el trato dado era semejante al que le daban a cualquier resto de naufragio. Cuando la imagen gótica que simboliza la Virgen de Candelaria fue encontrada, Charles Edwardes indica que «los guanches no la identificaron con María Santísima». A los ojos de los viajeros británicos será a partir del momento en que los guanches se enteran de que la imagen de madera representaba a la madre del Dios del universo, cuando la trasladan a la cueva y comenzó su idolatría. Eso debió de suceder cuando la isla fue sometida por los castellanos. «Las cosas sospechosas [las huellas de clavos] fueron ocultadas por la abundancia de ropa» y los «sacerdotes españoles se aprovecharon de la veneración que se mantenía por la imagen y la dirigieron para su propio beneficio», permaneciendo viva en las creencias de los isleños después de la conquista.119 Les atribuyeron milagros y crearon sobre la imagen una «gran cantidad de invenciones como verdades incuestionables que sólo son aceptadas por los crédulos, campesinos ignorantes y pescadores».120 Es de suponer que la imagen fue aprovechada por los castellanos para introducir cambios en la mentalidad de los isleños, sin embargo, los viajeros no se detienen en dar argumentos para corroborar sus afirmaciones, las cuales, una vez más, son producto de juicios morales.
116 The New Encyclopedia Britanica. London, 1993. vols, 4 y 5, pp. 705 y 571.
117 Elizabeth Murray, Op. Cit. Pág., 161; Richard F. Burton, Op. Cit. Pág., 103; Olivia Stone, Op. Cit. v.i. Pág., 458 y Burton Ellis, Op. Cit. Pág., 249.
118 Stone, O. Op. Cit. v.i. Págs., 458-59.
119 Hernández González, M. Op. Cit. Pág., 49.
120 Burton Ellis, A. Op. Cit. Pág., 250.
Su final fue trágico. El huracán que asoló la isla el 7 de noviembre de 1826 barrió el monasterio, capilla donde se custodiaba y la imagen se la llevó el mar. Durante años, los fieles depositaron la esperanza en que un milagro le devolvería la imagen santa. Pero todo fue en vano y nunca volvió aparecer.121
El respeto por lo sagrado como expresión de la religiosidad no se manifiesta sólo hacia las imágenes y la participación en los actos colectivos. Había otra clase de expresiones ceremoniales, descrito por algunos viajeros, que por su propio contenido movía al respeto público: el viático y la costumbre de arrodillarse a su paso. Según Charles Barker «cuando un cura, en esta ocasión a caballo, va a visitar a un enfermo, un hombre camina al frente haciendo sonar las campanillas y la gente se arrodilla a su paso. Los carruajes se paran y los hombres se quitan el sombrero».122 Lo mismo sucedía cuando se trataba de un entierro o procesión, aunque en este caso el sacerdote iba a pie, diría Barker. El respeto por los muertos y las imágenes era tan fuerte que relata como una mujer en Telde se levanta su limpio traje estampado para arrodillarse sobre un pavimento húmedo ante el paso de una procesión.123
Pero las creencias y las prácticas religiosas se salían de lo religioso para tornarse en la mera superstición, vestigios de un sistema de valores caducos, de creencias propias de valores espirituales religiosos. Por ejemplo, les llamaron la atención la gran cantidad de cruces de madera que los isleños colocaban en las fachadas de las casas para salvaguardar las almas. Según Piazzi Smyth, «cuando en el Valle de La Orotava se iba por la calle, uno se encontraba cara a cara con ellas».124 Era una devoción por la cruz que se daba en todas las islas. También era normal colocarlas en los caminos como señales, por fallecimientos en el lugar, o como comenta Olivia Stone, por razones triviales. Por ejemplo, en El Hierro las colocaban en el lugar del camino donde el cadáver de un entierro había sido colocado para descansar. La superstición también se ponía de manifiesto en el culto que profesaban los isleños a la imágenes y a los santos a través de las fiestas populares y, sobre todo, en las romerías. Le atribuían propiedades sobrenaturales como el provocar las lluvias, detener las epidemias, etc. Para Olivia Stone le resultaba casi imposible imaginar el lamentable nivel de ignorancia y superstición existente en las islas. Se preguntaba que cómo Las Palmas, una ciudad que iba a ser conectada a Europa por cable, donde estaba a punto de introducirse la luz eléctrica, que poseía teatro, museo y había algunas señales de cultura, sin embargo, se pueda encontrar «con hechos que recuerdan a las inaceptables supersticiones de los años más oscuros de la Edad Media».125 Pone como ejemplo el mal de ojos, una creencia muy popular en las islas, aunque el mismo alcanzaba a todo el territorio nacional. Se suponía que algunas personas gozaban de un poder psicológico en los ojos que le proporcionaban el poder de causar enfermedades y desgracias con sus miradas. Se decía que los niños eran más propensos que los adultos a ser víctimas del mal de ojo. Las supersticiones del pueblo están presentes sobre todo, según ella, en las enfermedades y los remedios para curarlas. Pone como ejemplo ciertas prácticas curativas muy en uso entre los isleños, como la atención médica del curandero, las santiguadoras, ciertos ritos antes o en el momento de ser utilizadas las medicinas naturales, etc. Le sorprendió que se diera no solamente en el ámbito rural, entre las clases más humildes y campesinas, sino también entre las clases medias urbanas.
Pero la superstición no era una manifestación de la religiosidad popular exclusiva de las islas. No existe porción del terráqueo donde la mente popular dejara de recurrir a lo sobrenatural para beneficio humano. Forma parte de la cultura tradicional de los pueblos, incluso de la vieja Europa. La misma Olivia Stone destaca de su existencia en Gran Bretaña. Sirvan sus palabras para cerrar este pequeño ensayo sobre la visión de los victorianos de los isleños decimonónicos.
121 Murray, E. Op. Cit. v.ii. Pág., 165.
122 Barker, Ch. Op. Cit. Pág., 57. 123
Ibídem. 124 Piazzi Smyth, C. Op. Cit. Pág., 56. 125 Stone, Olivia. Op. Cit. v.ii. Págs., 211-212.
Aunque es necesario hablar de estas supersticiones -no se podría dar una visión real de estas islas sin hacer alusión a ellas-no debemos pensar que nos estamos riendo de los isleños, como si nosotros fuéramos superiores. Cuantas personas, incluso bien educadas, abogados, clérigos y alumnas de Girton, de Inglaterra todavía no dan vuelta al dinero cuando hay luna nueva, consideran un mal augurio mirar hacia ella por primera vez a través de un cristal, recoger un alfiler cuando se le mira, nunca caminar por debajo de una escalera o no cortarse las uñas los domingos porque «mejor no haber nacido que cortárselas un domingo». No hace un siglo una mujer fue quemada como bruja, y creemos que hoy en día en algunos lugares apartados de Gales, Devonshire y partes de Irlanda aún se cree a medias en el mar de ojos.