EL TEIDE. LEYENDA, MITO E HISTORIA.
Elevado como un gigante solitario en el océano Atlántico, el Teide es uno de los mitos geográficos más antiguos que ha atraído y despertado el interés literario y artístico, en correspondencia con la fascinación y deslumbramiento cultural e intelectual que ha imprimido en la cultura occidental. Ocupó las páginas de escritores como John Milton, Emily Dickinson, Julio Verne, Blasco Ibánez, André Bretón, entro otros. Ha actuado como un poderoso imán para científicos, aventureros y exploradores a lo largo de la historia Los ilustradores y naturalistas mostraron un inusitado interés por inmortalizarlo a través de grabados y dibujos. Más tarde con la aparición de la fotografía acaparó la atención de turistas y naturales deseosos de obtenerlo como recuerdo de la visita a Tenerife. Su pasado histórico está lleno de leyendas, relatos e intervenciones humanas.
Este coloso flotando sobre las nubes no ha dejado de ser objeto de atracción para los primeros viajeros a las islas, pues a lo largo de la navegación atlántica “el Teide orientaba a los navíos en su ruta por la costa de África”, como afirmó el botánico francés Michel Adanson (1727-1806). Pero a la vez, por su imponente aspecto cuando sobresale por encima de las nubes en forma de rapadura de azúcar –en la medida en que estaba cubierto de nieve, salvo el verano- y por su dominante posición en el Atlántico, los europeos lo consideraron desde los primeros años de la navegación atlántica como la montaña más alta del mundo. Hasta los primeros años del XVIII se le concedió el título de techo del mundo. El gran volcán del Teide era el punto más elevado de la Tierra. El relato de la visita a Canarias en 1341 de los viajeros Angiolino del Tegghia de Corbizzi y Niccoloso de Recco, redactada por el florentino humanista Giovanni Boccaccio, pone de manifiesto el temor que les produjo la contemplación del Teide desde la nave, en consonancia con el terror y la superstición que se tenía a las montañas en la época. Cuando el veneciano Alvise Cadamosto visitó las islas Canarias en 1455 destacó el carácter violento del Teide por sus permanentes emanaciones de gases sulfurosos y fumarolas procedentes del interior del cráter, razón por la cual los guanches lo llamaron Echeyde (Infierno) y en la cartografía y literatura antiguas a Tenerife se le denominaba “Isla del Infierno”. En los primeros portulanos y representaciones cartográficas de las islas atlánticas como los de Pizigani (1367), Bartolomeo Pareto (1455) o Grazioso Benincasa (1470) se utilizan el sustantivo “Infierno” para indicar la isla, aunque el último ya señala entre paréntesis Tenerifa. El Teide fue, pues, identificado como uno de esos lugares que los mercaderes y viajeros no se atrevían a desafiar. George Ferner, un viajero inglés que salió el 10 de diciembre de 1556 del puerto de Plymouth rumbo a Guinea y las islas de Cabo Verde y visitó Tenerife el 28 del mismo mes, afirmó que nadie había subido hasta su cima. Su imponente altitud y el mundo mítico en torno al Teide hizo famosa a Canarias, y en particular a Tenerife. Todavía en el siglo XVII se creía que Tenerife era famosa por el Teide, no por otro aspecto. John Barbot, viajero inglés que estuvo en Canarias en octubre de 1681, afirma con toda rotundidad que mientras “La Palma era reconocida por su excelente vino transportado en su mayor parte a Gran Bretaña, El Hierro es por ser la isla por donde los franceses establecieron el primer meridiano y se encuentra un árbol que suministra agua a toda la isla, Tenerife es famosa porque en ella está la montaña, El Pico, no solamente por considerarse entonces en el más alto del mundo, sino también por su forma de rapadura blanca”.
Desde el Renacimiento el Teide se va a convertir en un reclamo de primer orden, un lugar deseoso de visitar por los viajeros que divisaban su silueta sobre el mar de nubes en el horizonte. Se sentían fascinados y asombrados por su grandeza, a la vez que les invitaba a su ascenso. A partir del siglo XVI y sobre todo en el siglo XVII, realizar excursiones de exploración hacia el interior de la isla, fundamentalmente para subir la montaña más alta entonces conocida, era una de las mayores ilusiones, aunque difícilmente alcanzable por el escaso conocimiento de la isla y en particular el respeto que imponía el Teide, pues todavía en el siglo XVII se podía contemplar desprendiendo «fumarolas en llamas, las venas del azufre ardiendo, que las gentes llaman caldera del diablo», producto de su extraordinaria actividad volcánica, tal como lo contempló en 1624 Thomas Herbert, uno de los más grandes viajeros del setecientos.
A los viajeros y mercaderes extranjeros les debemos las primeras incursiones exploratorias. Ellos desafiaron a los naturales isleños que habían vivido temerosos de la montaña de Tenerife, sin aventurarse a escalar sus laderas ni subir hasta su cima. En efecto, mientras que entre los viajeros foráneos el Teide actuaba como un poderoso imán para su exploración y seducía la idea de alcanzar su cima, entre los naturales causaba pánico y horror, pues aún permanecían presos de las numerosas leyendas y supersticiones que pesaban sobre él. Una percepción mítica heredada de los antiguos habitantes de las islas (los guanches), para quienes el Teide era un lugar de horror, ya que sus erupciones eran señales de la furia generada por el Maligno Guayota, el dios-malo que habitaba en su interior e identificado así con los infiernos y el dios de los muertos. El Teide se había recubierto de un carácter demoníaco. A pesar de las numerosas leyendas y supersticiones de los antiguos habitantes de las islas sobre el Teide, Las Cañadas fue utilizado por los pastores en la ruta de la trashumancia, trasladando los rebaños para aprovechar la retama durante la primavera y los primeros meses del verano y los montes de La Orotava durante los meses de otoño. Fue la primera ocupación humana de esa región silenciosa e inhóspita.
Así pues, los castellanos asumieron esa concepción mítica guanche de la montaña, de tal manera que se le dio la espalda, además de temer a sus antiguos moradores. Las palabras de Gregorio Leti, un biógrafo de Felipe II, son muy elocuentes al respecto. Leti dijo de El Teide: «Hay en Tenerife una montaña tan inconmensurablemente alta, que es imposible treparla sin grandes dificultades. Desde entonces se cree que es la montaña más alta del mundo. De todas maneras, se dice que desde su base hasta lo alto se encuentran las moradas de unas gentes, absolutamente salvajes y crueles, más parecidos a bestias salvajes que a personas razonables». Opinión compartida por el franciscano André Thevet que visitó la isla en 1555. Una imagen tenebrosa que provocaba pánico y que perduró entre los naturales bastante tiempo. Imagen que perduró a lo largo del siglo XVIII, pues salvo los «extranjeros y algunos pobres de la isla que se ganaban la vida recogiendo azufre» los naturales de Tenerife se interesaban muy poco por el Teide, según afirmó George Glas en 1761, y que se proyectó hasta bien entrado el siglo XIX. Categórico fue Nicolás Estévanez cuando en 1882 afirma en La Ilustración de Canarias: “Muchos extranjeros han subido hasta la cima de el Teide; y cuando en el verano llegan a Tenerife barcos de guerra ingleses, puede asegurarse que sus oficiales organizarán excursiones. En cambio los hijos del país han realizado tan pocas, que saben y recuerdan todas, existiendo muchas personas en Canarias que han trepado a las crestas de los Alpes y recorrido gran parte del mundo sin haber pensado jamás en visitar el Teide”.
Tendrían que pasar muchos años de las primeras visitas a las islas de los europeos para verlo coronado por las botas del hombre. Según Richard Francis Burton, parece que el primer viajero que ascendió el Teide fue el père francés Feutrée, en 1524, y que escribió el informe científico más antiguo sobre la montaña. Lamentablemente carecemos de más información sobre esta ascensión. Hecho que no ocurre con el segundo que ascendió hasta su cima y del cual se conservan aún fuentes escritas. Nos referimos al jesuita inglés Thomas Stevens. Considerado como el primer inglés que alcanzó el continente de la India y el Cabo de Buena Esperanza, en su ruta hacia Goa (la India) a bordo de una flota portuguesa. «Que gran placer tendríamos en lo alto de la montaña de la isla de Tenerife» -fue su exclamación ante el bello y atractivo paisaje que se divisaría a los pies del viajero. .
Sin embargo, la imagen más precisa del Teide en el siglo XVI se la debemos a Leonardo Torriani, el ingeniero cremonés enviado a Canarias por la Corte para visitar las fortificaciones y elaborar un informe sobre el sistema defensivo de las islas en el último lustro de los ochenta.
Pero en el siglo XVI y primeras décadas del XVII se creía que en las montañas yacían oro, plata y otros minerales. El protagonismo del oro y la plata se habían extendido por todos los paíse europeos y su obtención resultaba decisiva en los comienzos del capitalismo. Cuando con el descubrimiento de las minas en América comenzó a suministrarse oro y plata a Europa, la búsqueda de los preciados minerales ocupó la atención de comerciantes y navegantes. Se les conocían como los buscadores de “oro de volcán”. Gonzalo Fernández de Oviedo, uno de los más famosos cronistas de Indias, ascendió el volcán Masaya (Nicaragua) en 1529 en busca de oro. El Teide ocupa el mismo lugar que ocupaban las montañas de las Américas. Se creía que en él había oro. El fundidor de las campanas de La Orotava había dado fe de ello. Le había comentado a un médico y comerciante inglés residente en el pueblo, que de la tierra de Las Cañadas había extraído tanto oro que pudo hacer dos hermosos anillos. Y un portugués le había contado que, después de estar en las Indias Occidentales, en el Teide había minas de oro y plata tan ricas como la de las Indias. Otro lusitano al parecer había extraído dos cucharadas de plata de la tierra del Teide. Sin embargo, nadie había podido demostrar la existencia de tales minerales.
Avanzado el siglo XVII se pasa de vagas especulaciones a formas racionales de acercamiento a la montaña de Tenerife. Un conocimiento mucho más natural comenzó a ser explorado con fines comerciales. El Teide se proyecta como una montaña a investigar. El mercantilismo también comportaba una demanda considerable de materias primas. Su necesidad supuso por lo tanto una firme apuesta por el conocimiento de la naturaleza como una parte integrante de la formación de la riqueza nacional y del ritmo de crecimiento del mercado capitalista. El espíritu emprendedor y explorador de los ingleses va a facilitarles la tarea. Contribuyó a ello también la familiaridad de las islas entre los viajeros, factores y residentes ingleses. Las compañías mercantiles y los comerciantes ingleses estaban estrechamente conectadas con la investigación de la naturaleza, pues desde el primer momento comprendieron que los problemas de la navegación y el desarrollo de la agricultura dependían del avance de las ciencias. Se fundaron sociedades, respondiendo a las nuevas actitudes culturales, intelectuales y psicológicas surgidas a raíz de los descubrimientos.
Es en este contexto cuando el estudio de la naturaleza terrestre y muy especialmente la génesis de los volcanes adquieren protagonismo. Según la mentalidad de la época, la tierra y las montañas son aspectos de la naturaleza a estudiar, pues en ellas se encuentran los elementos y minerales que marcan el ritmo del progreso. En sus interiores se encerraban los tesoros que el hombre estaba llamado a descubrir. Y fue precisamente el Teide, el Pico de Tenerife, como se le conocía en siglos pasados, la primera de las montañas volcánicas que llamó la atención. Los viajeros que subieron a su cima no encontraron oro ni plata, pero por el contrario, encontraron azufre y, por añadidura, nitro. El azufre y el nitro estaban relacionados con la teoría de la combustión y la pólvora, y el primero se combinaba con el carbón para hacer pólvora para las armas de fuego y se encontraba en Las Cañadas.
Hay tres relatos de tempranas excursiones al Teide donde se mencionan los minerales que se encuentran en su cima. Los de Edmund Scory, los de los mercaderes Philips Ward, John Webber, John Cowling, Thomas Bridges y George Cove, y los de J. Edens. Según Edmond Scory, el lado sur de la montaña era una auténtica colada de azufre que bajaba hasta su falda, donde luego se mezclaba con el azufre que se encontraba en el lugar. En los mismos términos se refirió Thomas Herbert, cuyos comentarios además supusieron un gran reconocimiento para las islas, pues sus viajes a Asia y África fueron rápidamente difundidos y elogiados en Inglaterra.
No obstante, la referencia más importante para la historia natural del Teide en el siglo XVII es la que se encuentra en la expedición de los ingleses Philips Ward, John Webber, John Cowling, Thomas Bridges y George Cove. La fecha no está nada clara. Según el Register de la History of the Royal Society, el ascenso se produjo en agosto de 1646. Wölfel lo sitúa en 1650. Charles Edwardes señala que tal excursión se realizó en tiempos de Carlos II. En la medida en que el relato fue incluido en la History of the Royal Society de 1667, la misma tuvo que realizarse en el primer lustro de los sesenta. Al parecer, tales cabelleros obtuvieron un permiso especial de la embajada de España en Londres para realizar experimentos en el Teide. Declararon que sus propósitos eran cruzar los mares para medir el peso del aire en la cima del Pico. El representante español en la corte de St. James creyó que bromeaban cuando le comunicaron sus intenciones, aunque más desconcertado quedó cuando descubrió que el rey Carlos II era precisamente uno de los promotores de la Royal Society, bajo cuyos auspicios se estaba preparando la expedición.
Los comerciantes ingleses habían oido hablar a los residentes en La Orotava del oro y plata que se encontraban en Las Cañadas y en el Teide. Sin embargo, no encontraron nínguno de los dos minerales, pero sí hallaron gran cantidad de azufre, lo cual corroboraron las suposiciones que anteriores viajeros (Thomas Nichols, Richard Hawkins, André Thevet, etc.) hicieron sobre su existencia en la zona. Ahora nos encontramos entre los primeros viajeros que muestran interés por la gran cantidad de piedras sueltas azuladas depositadas en el cráter, de un herrumbre amarillo típico del cobre y el vitriolo. Era el azufre, conocido con el nombre de nitrón, la base del ácido sulfúrico. Azufre, nitro y vitriolo van a aparecer como los elementos químicos que marcarían el interés por el Teide.
La excursión al Teide de estos comerciantes ingleses desempeñó un papel decisivo en la conquista de su cima y mereció la atención de Thomas Robert Sprat, quién la incorporó en su historia de la Royal Society de Londres en 1667, justo cinco años después de la fundación de la sociedad por Orden Real de Carlos II. En ella, Thomas R. Sprat detalla los acontecimientos y las causas que llevaron a fundar la institución científica y escribió que “el noble e inquisitivo genio de nuestros comerciantes ha contribuido mucho al progreso de las ciencias y al establecimiento de la Royal Society.” De esa manera Canarias, y más concretamente el Teide, entra en los anales de la más prestigiosa sociedad científica de la época. Así pues, es en el siglo XVII cuando se tiene conocimientos de las riquezas mineralógicas del Teide. A partir de esos momentos el Pico de Tenerife pasa a ser motivo de interés por parte de la sociedad y de toda Europa, pues la Royal Society constituyó desde su fundación un punto obligado de referencia para la ciencia natural del Viejo Continente.
La prohibición de la importación de vinos isleños a Inglaterra decretada por Carlos II en 1666, la hostilidad inglesa contra España en las últimas décadas del siglo XVII, las guerras internas de la Inglaterra de Jacobo II y la misma Guerra de Sucesión española, debilitaron las comunicaciones entre Canarias con Inglaterra y consecuentemente se redujo el número de viajeros a las islas, fundamentalmente de ingleses, pues los viajeros franceses no se vieron obligados a interrumpirlo. Años después tras el fin de la Guerra de Sucesión y los posteriores acuerdos en Utrecht vuelve a reinar un clima de paz favorable en Europa. Por su parte, la ausencia de hostilidades entre Gran Bretaña y la España de Felipe V, además de la política de apertura a los extranjeros del nuevo monarca español, favorecieron la fluidez en las comunicaciones. Es en este contexto histórico cuando el viaje de los ingleses vuelve a recuperar protagonismo y prestan un marcado interés por la naturaleza canaria, especialmente por el Teide, aunque en sus propósitos parece que prevalecía la búsqueda de recursos. En el siglo XVIII el Teide vive su época dorada. Es el siglo donde se descubre parte de su riqueza vegetal y se dilucida la altitud del mismo. ¿Era o no la montaña más alta del mundo?.
En el setecientos se estaba convencido que la montaña más alta del mundo era el Teide. Sin embargo, uno de los pocos viajeros ingleses que visitaron las islas a finales del siglo XVII, William Dampier, va a cuestionarlo como la montaña más grande. Dampier visitó Tenerife en 1698 y fue uno de los viajeros más notables del setecientos. El explorador inglés comenzó sus aventuras como filibustero y como tal, en compañía de bucaneros, saqueó entre 1680 y 1691 las costas del Imperio español en América. Pero, a pesar de su naturaleza pirática, William Dampier fue uno de los más grandes exploradores del siglo XVII, además de un gran observador y naturalista. Sus observaciones recogidas en El viaje alrededor del mundo (1697) provocaron un enorme impacto en la sociedad europea del momento, considerándose por tal razón un precursor de los viajes científicos del siglo XVIII. Dampier cuando contempla el territorio montañoso de Santa Marta en Colombia, las cordilleras de Chile y Perú, opina que sus montañas son más altas que el Teide. Y no tardó en resolverse la duda planteada por él.
En efecto, si bien el acercamiento a la historia natural del Teide ocupó gran interés (el botánico escocés Francis Masson (1777-78), el naturalista francés André-Pierre Ledru, 1796, el alemán Alexander von Humboldt, 1799, son algunos de los visitantes extranjeros a los que le debemos el avance de los estudios en botánica y naturaleza), la medición de su altura adquirió protagonismo, pues determinar su exacta altitud era importante para la navegación por el uso que los marinos hacían de los ángulos de altura. Paralelamente, el siglo XVIII fue también el siglo donde se despertó el interés por las altas cimas, a pesar de que aún perduraban las viejas supersticiones entre mucha gente. Pero en pleno Siglo de las Luces el compromiso con la ciencia ocupó a muchos soberanos europeos y naturalistas. Las primeras medidas de la montaña y publicadas en diferentes tiempos de J. Edens, L. Feuillé, Thomas Herberden, John Cross, Michel Adanson, P. Teville y otros, fueron inexactas y erróneas debido a los deficientes métodos empleados en la medición, entre ellos el geodésico y el empleo de brújulas. J. Edens partió de Inglaterra rumbo a Tenerife a principios de agosto de 1715 enviado por la Royal Society de Londres. Nada más llegar al Puerto de la Cruz, el 15 de agosto emprende la ascensión del Teide, acompañado de cuatro ingleses y un holandés. Edens es el primer viajero que da una detallada descripción del cráter del Teide (describe su forma, da las medidas de su profundidad y diámetro, etc.). La Royal Society, publica su relato An Account of a Journey from the Port Orotava in the Island of Tenerife to the Top of the Pike in that Island en su prestigiosa revista Philosophical Transactions, fundada en 1665. El texto circuló por las islas, pues Viera y Clavijo, que nunca estuvo en Londres, lo transcribe en su «Historia General de las Islas Canarias». Según Humboldt, el viaje de Edens llamó mucho la atención entre los naturalistas no solamente de Inglaterra, sino también de Europa. En 1724 el astrónomo y botánico Louis Feuillé, francés hijo de un experto viajero científico que había colaborado con Jacques Cassino como perito hidrógrafo, midió la altura del Teide y el resultado fue de 2.624 toesas francesas (5.106, 30 metros). También Michael Adanson estimó la altura del Teide superior a 2.000 toesas francesas. Décadas después Thomas Heberden, médico y naturalista miembro de la Royal Society de Londres, también midió la altura del Teide. Eligiendo una superficie plana a nivel del mar y con una serie de operaciones trigonométricas, obtuvo una altitud de 4.692 metros.
Sin embargo, las mediciones realizadas en el último tercio del siglo XVIII y primeros años del siguiente serían más exactas. La primera expedición es la realizada por Jean Charles Borda, quien la hizo en compañía de Verdun de la Crenne y Alexandre-Gui Pingré, y en esta ocasión obtuvo una medición de 1.742 toesas francesas (3.034, 56 metros). Sin embargo, en su segunda expedición (1776), Borda y los oficiales españoles José Varela y Luis de Arguedas, usando medidas trigonométricas, obtuvieron un resultado mucho más ajustado a la realidad, 1.905 toesas francesas (3.713 metros), un error de 5 metros solamente. A pesar de que las medidas tomadas con patrones trigonométricos eran más idóneas, aún se siguieron usando el cálculo con el barómetro, como lo hicieron Lamanon y La Perouse (1785), para quienes el Teide medía 1.902 toesas francesas (3.701, 29 meros.), o Pierre-Louis-Antoine Cordier (1803), para quien el Teide medía 1.920 toesas francesas (3.736,32 metros.).
Pero la iniciativa de uno de los extranjeros, Thomas Heberden, fue mucho más interesante por otros aspectos. Heberden nació en 1703 y aún joven se trasladó a Las Palmas de Gran Canaria. Estuvo preso en las cárceles de la Inquisición. Solicitó convertirse al catolicismo, pues de lo contrario, «hubiera sido, como mínimo, expulsado de las islas» En 1741 se traslada desde Gran Canaria a Tenerife, permaneciendo siete años en La Orotava. Cuando Thomas Heberden abandonó Tenerife, se trasladó a Madeira y permaneció años en la isla portuguesa ejerciendo la medicina hasta su muerte en 1769. Allí se encontró, el 30 de junio de 1768, con Joseph Bank que acompañaba a James Cook en su primer viaje en el Endeavour. Heberden hizo varias excursiones al Teide y pasaba mucho teimpo buscando piedras de azufre y arcilla roja cubierta de sal para enviarlas a su hermano, el prestigioso médico de Londres William Hederden, que usó por primera vez el término médico angina de pecho en 1772. El azufre, de forma pulverizada ya era utilizado en este siglo también en la agricultura. Pero era la base del ácido sulfúrico, que según se ha dicho, la revolución industrial inglesa dependió tanto de los descubrimientos mecánicos como químicos y el ácido sulfúrico desempeñó un papel de particular importancia en su historia. ¿Pero las sales? ¿Qué propiedades químicas tenían?.
En Canarias existía gran reserva de plantas barrilleras que crecían de manera espontánea en zonas costeras o salinosas y de las cuales se sacaba la barrilla. Ésta tenía un alto contenido de sales alcalinas. La comercialización de la barrilla adquiere mayor protagonismo en el siglo XVIII, pero Inglaterra la compraba y la conocía desde el siglo XVII. Como es bien sabido, la barrilla era la planta calí, de la cual se extraía una piedra salina que se llamaba el alcalí vegetal, muy utilizado para el jabón, los cristales, tinte y otras aplicaciones químicas, de ahí su gran importancia en el comercio de las islas. Las sales que se encontraban en el Teide eran alcalinas, pero se desconocían sus elementos químicos. William, en la medida en que no era químico e interesado en dilucidar los componentes químicos de las piedras que le había enviado su hermano desde Tenerife, se las entrega a un amigo Henry Cavendish, un prestigioso químico de entonces. Los experimentos realizados por Cavendish, junto con las piedras, los presenta William Heberden en una sesión de la Royal Society. Comunica a los miembros de la sociedad londinense que, según su hermano, la sal se encontraba en los bordes del cráter y que en las islas se le llamaba salitrón, que no es otra cosa que el salitre. En las islas se vendía para su exportación a 5 peniques la libra. Según Heberden, era la base del natrón o el nitrato (carbonato sódico), que se encontraba en abundancia en Las Cañadas, y que algunas veces se llamaba álcali, la sosa de hoy en día. Se creía que el natrón solamente se encontraba en Egipto, donde era utilizado para conseguir la preservación de los cadáveres en el proceso de momificación. El natrón también se encontraba en Tenerife, pero en estado puro. A William también le llamó la atención que se encontrara en Las Cañadas del Teide, pues al estar su origen en las sales marinas, no se explicaba como se conservaba a tal altitud, soportando las inclemencias del tiempo. La barrilla, que no era otra cosa que el alcalí vegetal, tiene una afinidad mayor a los ácidos del vitriolo, el nitro y a la sal marina que el álcali fósil o mineral, del cual se extraía también el natrón. Por lo tanto, la barrilla contenía más impurezas que el natrón, cuyas propiedades químicas lo hacían más ventajosa. Los ingleses descrubrieron -después de identificar y analizar los elementos químicos- que la sal de la barrilla producía las mismas propiedades, pero al no estar libre de otras sales disminuía su pureza. Por su parte, con una solución fuerte de natrón se podía hacer antorchas, que tiene la propiedad de quemarse pero no chispea, y era muy usada por los canarios para alumbrarse.
Esta fue la génesis del descubrimiento del azufre y del carbonato sódico en el Teide de la mano de los viajeros y comerciantes ingleses del setecientos y de los hermanos Thomas y William Heberden. Este acercamiento a los minerales isleños respondía al interés para su explotación comercial dada la importancia del azufre, el ácido sulfúrico y el carbonato sódico y alcalí del natrón
Años después de los experimentos de los Heberden comienza a exportarse el azufre para la Península Ibérica. Viera y Clavijo señala que el Teide era rico en azufres, que se encuentran incrustados en grandes cantidades en sus calderas y grietas, y “cuantos viajeros y curiosos suben a aquella altura, admiran y celebran con razón la variedad de sus colores, porque hay azufre blanquecino, azul, verde, violeta, amarillo y lo hay virgen, cristalizado, transparente, polvoriento y en filetes”. No obstante, la explotación económica del azufre a gran escala no se daría hasta la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del XX. El azufre se encontraba también en Lanzarote y La Palma además de Tenerife, como consecuencia de sus respectivos suelos volcánicos. Según George Glas, en el siglo XVIII los campesinos subían a recogerlo al Teide, y algunos, a la vez, también subían para recoger hielo, sobre todo en las estaciones de la primavera y verano. Se les llamaban los hieleros o neveros. En efecto, desde mediados del siglo XVIII los campesinos de las medianías de los altos de La Orotava y del Puerto de la Cruz salían bajo el imponente frío de la noche para cruzar las cumbres hasta Las Cañadas y el Teide con el objeto de recoger hielo y venderlo a las clases acomodadas de La Orotava, quienes lo usaban para refrescar los licores. Pronto empieza también el suministro de hielo para el consumo de las burguesías de los principales pueblos de la isla (el Puerto de la Cruz, La Laguna y Santa Cruz). Subían hasta la Estancia de los ingleses, y un vez agotado el hielo allí se dirigían a la Cueva del hielo y a otras cuevas como la situada en Montaña Negra, conocido como Los Gorros. En el valle de La Orotava y en Santa Cruz a principios del siglo XIX se establecen neverías, casas donde se vendía el hielo. En Santa Cruz los hieleros obtenían a finales del siglo XVIII por la carga de una mula -cuatro cestos llenos de hielo- unos 13 tostones. En Gran Canaria, al carecer de cuevas de hielo y no nevar tanto, la gente arrojaba bloques de nieve en agujeros profundos que luego cubrían por encima con paja para conservarlo congelado hasta el verano y, a veces, los protegían aún más contra el sol levantando un sotechado sobre ellos.
Los mismos campesinos de los altos del valle de La Orotava fueron también quienes suministrarían el hielo a los hoteles que desde finales del siglo XIX comenzaron a proliferar con el desarrollo del turismo. La profesión duró hasta mediados del siglo XX. Sin duda, todas esta actividades extra agrarias suponían unos ingresos nada desdeñables entre las clases bajas con unos salarios de subsistencia.
Pero el siglo XVIII destaca también por haberse producido tres de las manifestaciones eruptivas más importantes en la actividad volcánica del Teide: las erupciones de finales de 1704 y principios de 1705, la 1706 y la de 1798. Los primeros ocurrieron casi sucesivamente, entre el 31 de diciembre y primeros días de enero (Volcán de Siete Fuentes), entre el 5 y el 13 de enero (Volcán de Fasnia) y entre el 2 y el 26 de febrero (Volcán de Güímar). El de 1706 ocurrió entre el 5 y el 14 de mayo y destruyó el pequeño puerto de Garachico, devastado ya en 1645 por una terrible inundación producida por fuertes lluvias. De nuevo, desde la noche del 8 al 9 de junio hasta el 8 de septiembre de 1798 se produjo la violenta erupción del Chahorra o también denominado las Narices del Teide. Las referencia más importantes de todos ellos se le deben a los alemanes Karl Fritsch y W. Reiss en 1868, y recientemente a Telesforo Bravo. Después de este horroroso suceso, la isla permaneció más de un siglo sin experimentar un nuevo desastre producido por alguna actividad volcánica, hasta que en 1909 se produce la erupción del Chinyero
El hecho de encontrarse Canarias en el camino obligado de las embarcaciones transoceánicas favorece el paso por sus aguas de las embarcaciones y de las grandes expediciones científicas, momento en que algunos navegantes aprovechan la escala en Tenerife para realizar la ascensión a la montaña. El interés por las altas cimas y por la naturaleza en general se había despertado entre los europeos, muy probablemente influenciado por la obra de Jean-Jacques Rousseau, en la medida en que puso de moda la naturaleza. Entre 1736 y 1738 el geógrafo Charles Marie de la Condamine escaló hasta la cumbre uno de los mayores volcanes cubiertos de nieve, El Corazón; desde 1783 los franceses Michel-Gabriel Paccard y Jacquet Balmat habían realizado numerosas tentativas para alcanzar la cima del Mont Blanc hasta que lo consiguen en 1786. Esto era sólo el principio. La ascensión de las montañas se había convertido en uno de los mayores placeres en el hombre del Siglo de las Luces. Nacía el concepto de aventura. En las montañas no se encontraban los seres diabólicos ni dioses, ni el Dorado ni el oro –aunque en 1834 Balmat creía que en el macizo de Tenneverge existía una mina de oro- ni nada por el estilo, sino la sensación de felicidad y placer por conseguir la ascensión hasta su cima, a pesar del esfuerzo y el riesgo que suponía. En octubre de 1792, siguiendo el camino usual para ascender el Teide, John Barrow y sus compañeros (los doctores Guillan y Scot y un Hamilton) luchaban contra el viento y la lluvia, y sin poder alcanzar la cima retrocedieron por el peligro de muerte que yacía sobre ellos. Más suerte tuvo su compatriota Joseph Jekyll que en abril de 1791 logró ascender hasta la cima, aunque con muchas dificultades porque los posibles guías rehusaban acompañarle en esa estación del año.
A lo largo del siglo XIX se intensifican las excursiones con fines científicos. En las primeras décadas destacaríamos la de Jean Baptiste Bory de Saint-Vincent (1802), que además de catalogar gran cantidad de plantas, describe la erupción del Chahorra, la del geológo Leopold von Bush (1815), junto al botánico noruego Christen Smith, que describe aspectos de la naturaleza de la montaña, Hugh Clapperton, que acompañado de Robert Pearce y otros ingleses, visitó Tenerife en octubre de 1825 para realizar mediciones termométricas a diferentes altitudes del Teide, constituyendo los primeros registros de este tipo en la montaña de la isla, y el reverendo Robert Edward Alison, que en las dos ocasiones que subió (la primera en octubre de 1827 y la segunda en febrero de 1829) hizo importantes experimentos meteorológicos y sus crónicas desde Altavista sobre la inimaginable claridad del cielo para la observación de las estrellas y los planetas animaron a más de un astrónomo a elegir la montaña como base de operaciones para realizar sus observaciones astronómicas. Precisamente, casi tres décadas después de Alison se traslada al lugar el estrónomo escocés Charles Piazzi Smyth. Este miembro de la Royal Astronomical Society y Royal Society de Londres y posteriormente director del Astronomical Observatory de Edimburgo y colaborador con astrónomos del prestigio de John Herschel y John Lee, entre otros, estaba firmemente convencido de que el Teide era la montaña perfecta para la observación del cielo. Y no le faltó razón, pues después de 15 días de observaciones astronómicas en Altavista en el verano de 1856 destacó particularmente el cálculo de la cantidad de las radiaciones termales de la Luna, las medidas de las separaciones de las estrellas dobles y sus colores, el avance en el estudio de Júpiter, etc. En reconocimiento de sus estudios astronómicos se señalaron dos accidentes lunares con el nombre del Teide y Tenerife.
Habría que esperar alrededor de treinta años para ver otro experimento astronómico similar al de Piazzi Smith en Altavista, el realizado en 1887 por el austriaco Oscar Simony. Su larga estancia en la altura le permitió hacer un buen número de observaciones que tuvieron una gran repercusión en la astronomía germana.
En 1828 llegó a Santa Cruz de Tenerife el inglés Philip Barker Webb mientras se dirigía a Brasil. En encuentro con Sabin Berthelot le animó a permanecer en la isla por espacio de dos años, y producto de la colaboración entre ambos la monumental obra Historia Natural de las Islas Canarias, cuyo Atlas recoge el encuentro de los dos con el Teide.
El acercamiento a la naturaleza de las montañas, y en particular del Teide, en la segunda mitad del siglo XVIII y primeras décadas del siglo XIX, y las exploraciones en los interiores de África y Asia, acabaron con la imagen mítica de que la montaña de Tenerife era el punto más alto de la Tierra. Pero el Teide siguió siendo admirado porque su imponente y majestuosa vista estaba más al alcance de los viajeros que las colosales montañas que lo superaban en altitud. En efecto, el Teide se presentaba ante los ojos del navegante en todo su esplendor y su mirada lo recorría desde la base hasta la cima. Además, la visibilidad del Teide en la ruta oceánica tenía la ventaja de orientar y corregir la longitud de los navíos. Sin embargo, el Mont Blanc, el Kilimanjaro, el Himalaya y otras montañas superiores en altitud al Teide ya descubiertas estaban en los interiores de los continentes y no estaban al alcance de la vista del observador en el mar.
Tras esta fase de intensa actividad investigadora y exploratoria se pasa a otra donde el elemento científico se combina con el de aventura. Es el momento de la presencia del viajero alemán, para el cual la ascensión y descripción de la montaña no solamente ocupa un interés lúdico, sino que también va a mostrar una clara atención exploratoria a la naturaleza de las islas, especialmente la vulcanología, la climatología y la botánica. Son los años que viajan a Tenerife y ascienden el Teide los geólogos Karl Friedrich Hartung (1854), Johann Wilhelm Reiss (1858), Karl Georg Wilhelm von Fritsch (1862) Moritz Alphons Stübel (1865), el botánico Hermann Schact (1857), el naturalista Ernst Heinrich Haeckel (1866), entre otros. Entre ellos se manifestó un especial interés por los estudios meteorológicos. Estos tomaron relevancia en el último cuarto del siglo XIX por la importancia que adquieren las montañas para afrontar la lucha contra la tuberculosis, la enfermedad que azotaba a la humanidad en el siglo. Cabe destacar los estudios de William Marcet, presidente de la Royal Meteorological Society de Londres fundada en 1867, por su importancia en el despegue del turismo. El auténtico objetivo de William Marcet cuando visita Tenerife en 1878 era establecerse tres semanas en Las Cañadas y, sobre todo, en el Teide y eligió también la explanada de Altavista para instalar la tienda de campaña donde pernoctar y desde donde realizar sus observaciones geográficas. Fue el primero que estudió el clima de Las cañadas y del Teide desde Altavista con fines terapéuticos. Entre otras observaciones midió la proporción de aire respirado y ácido carbónico espirado en la costa de Tenerife y la contrastó con el espirado durante los 12 días que permaneció en Altavista. Durante el ascenso al Teide tuvo un accidente y como consecuencia del mismo se le rompió el barómetro, razón por la cual no pudo medir la presión atmosférica. Las exageradas variaciones térmicas producidas a la altura de Altavista entre el día y la noche le llevó firmemente a creer que no era apta para la convalecencia de los tuberculosos pulmonares.
Particular relevancia tiene los intentos de los alemanes de establecer un centro antituberculoso en Las Cañadas del Teide, aunque por las cualidades solares del lugar se interesaron por el establecimiento de una estación de aerostación. Una compañía alemana estaba realizando experimentos aerológicos en Canarias a cargo de Hugo Hergesell, científico alemán presidente de la Comisión Internacional de Aeroestación Científica fundada en 1896 junto con Leon Teisserenc de Bort, A. L. Rotch, Rich. Assmann y W. Koeppen. El doctor Gotthold Pannwitz, presidente de la Estación Internacional Médico-Biológica, y su compatriota Hugo Hergesell, ahora como presidente de la Comisión Internacional para la Exploración de la Alta Atmósfera, logran autorización del Ayuntamiento de La Orotava (18-3-1909) para instalar en las inmediaciones de la Fuente de la Grieta en Las Cañadas unas casetas para poder llevar a cabo estudios meteorológicos. La misma organización organizaría una expedición con el fin de estudiar los efectos de la luz en fisiología y en terapia, y tomó parte Jean Mascart, cuyos estudios de astronomía realizados sobre el cometa Halley y Júpiter en primavera-verano de 1910 no desde el Teide sino desde lo alto del Guajara (2715 metros), punto donde inicialmente se había instalado Piazzi Smyth, dejarían eclipsadas las observaciones realizadas hasta el momento.
Mientras estaban los centros meteorológicos de los alemanes, los capitanes de Infantería José Arévalo Carretero y Ricardo Zuricalday de Otaola, en septiembre de 1909, investigan con métodos matemáticos y geométricos la cuestión tan altamente debatida del alcance visual desde lo alto del Teide.
Pero el ambiente prebélico y la rivalidad anglogermana levantaron ciertos recelos y se acusó a los alemanes de que existía una la relación directa de sus los experimentos científicos con fines militares. Las presiones sobre los científicos alemanes motivaron su retirada en septiembre de 1914 y tras su abandono el Ayuntamiento de La Orotava procede en 1921 a la construcción de un Sanatorio Antituberculoso en la “Meseta de la Cruz” en Las Cañadas, lugar elegido por una Comisión Científica, para el beneficio no solamente de la isla de Tenerife y los habitantes de La Orotava sino también por su carácter de interés universal. Pero nunca se realizó el proyecto inicial y solamente se acabó el edificio principal, conocido como la “Casa del Médico” y las cuadros. Nuca se estableció médico alguno en el lugar y las gentes que querían curarse de alguna enfermedad, sobre todo de tuberculosis u otra afección pulmonar fundamentalmente, se quedaban en las cuadras.
Por otro lado, el romanticismo y el elemento aventurero favorecen las excursiones al Teide. Para el viajero del siglo XIX alcanzar la cima de una montaña se había convertido en la culminación de un sueño. Subir las montañas se había convertido en una moda del viajero y temprano turista. La singularidad de la montaña de Tenerife potencia la capacidad de imaginación del viajero, intensifica su creación literaria. A través de los fragmentos de los viajeros decimonónicos, la deslumbrante realidad natural del Teide se eleva a hermoso paraje deseoso de visitar. Lugar conocido pero misterioso, las excursiones a Tenerife con las claras intenciones de subir el Teide –aunque algunos no lo lograrían- se suceden y de esa manera se convierte en lugar de peregrinación no sólo de viajeros aventureros (Richard Francis Burton y su esposa Isabelle (1863), Lady Brassey (1878), Olivia Stone (1883), Hans Meyer (1894), etc., sino también de algunos miembros de las más distinguidas noblezas europeas como el hermano del emperador Francisco José, Fernando Maximiliano, Archiduque de Austria, mientras se dirigía a México en 1859; el príncipe Alfred, duque de Edimburgo, segundo hijo de la Reina Victoria, en 1860; su Alteza Imperial el gran Duque Alexis Alexandrowich, futuro Zar Alejandro III; los nietos de la reina Victoria, los príncipes Albert Víctor, Duque de Clarence, y George (Jorge V, futuro rey de Gran Bretaña entre 1910 y 1936 y abuelo de la actual reina Isabel II) durante su expedición en la fragata Bacchante (1879-1882); hombres de la literatura como André Breton que en compañía de Jacqueline Lamba y Benjamín Péret visitaron Tenerife con motivo de la primera exposición internacional del surrealismo realizada en mayo de 1935 de en Ateneo, o tres de los componentes del grupo musical Los Beatles (Paul, George y Ringo) en 1963.
El atractivo del Teide no se reduce sólo al mundo de la ciencia y la aventura. El Teide ha sido uno de los elementos de la naturaleza insular que influyó decisivamente en la puesta en marcha del turismo en el valle de La Orotava. En efecto, el magnífico telón de fondo de su imagen en la profundidad del valle determina un excepcional paisaje seductor al exigente turista de élite.
Desde el Puerto de la Cruz y La Orotava se organizaban la expediciones. Si se salía desde el Puerto, había dos rutas para subir. Una consistía en cruzar el Barranco de San Antonio para seguir por la Zamora hasta llegar a la Cruz Santa y desde allí continuar por Palo Blanco (Los Realejos) para empalmar con el camino de Las Cañadas. La otra ruta era cruzar el pueblo de La Orotava y tomar el conocido Camino de Chasna. Indudablemente, este segundo itinerario era el que correspondía cuando se partía desde el mismo pueblo de La Orotava. Hasta la aparición del coche, la excursión tenía que hacerse obligatoriamente a caballo o en mula. Eran necesarias para la expedición varias bestias. En ocasiones el mulo servía de montura a los excursionistas, mientras que los caballos llevaban las provisiones, los abrigos y demás prendas para hacer noche. Les acompañaban los arrieros y los muleros, montañeros que entre los más veteranos empezaban a llamarse guías. A principio de la década de los ochenta del siglo XIX, en La Orotava se encontraban haciendo las funciones de guías Manuel Reyes e Ignacio Dorta y en el Puerto de la Cruz Santiago Reyes y Lorenzo Morisco, que desde 1868 venía realizando la. Desde julio de 1914 los viajeros y turistas contaron con un auténtico guía, el arriero villero José Bethencourt Miranda, joven de 25 años. El alquiler de un caballo era usualmente de 7 pesetas con 50 céntimos. Este precio se mantendría hasta el año 1887. Pero con la afluencia cada vez mayor de turistas y viajeros en la década siguiente, los alquileres aumentarían un cien por cien. En 1890 el alquiler de un caballo por día, incluyendo arriero, venía a suponer de 10 a 15 pesetas. Estas tarifas sólo cubrían el trayecto hasta Las Cañadas, porque el trayecto hasta la base del Teide se aumentaba en 20 pesetas. La excursión tardaba dos o tres días y aunque no era peligrosa sí era muy fatigosa y agotadora, incluso hasta Las Cañadas. Por tal razón estaba rigurosamente prohibida para los turistas invalids. El hotel donde se hospedaban les proporcionaba la comida (pollo asado, sopa, huevos guisados, pan, mantequilla, queso, etc). También se les suministraba vino y agua.
Una vez comenzado el recorrido se atravesaban los altos del valle de La Orotava hasta alcanzar el Monte verde. Pronto quedaba atrás el bosque y se llegaba a la Estancia de la Cera, desde donde se disfrutaba de una hermosa vista del Teide, y después la llanura de Las Cañadas. Ya no había árboles, sino una inmensa llanura con otro paisaje que se tardaba unas dos horas en cruzarla. Luego venía Montaña Blanca hasta llegar a la Estancia de los Ingleses a los pies del Teide, llamada así por ser el lugar de descanso de dichos viajeros desde sus ascensiones en el siglo XVII. Por esta fecha ya había desaparecido una de las dos estancias que existía en las faldas de la montaña -con anterioridad estaban la Estancia de los Ingleses de Abajo (que se conserva hasta hoy) y la Estancia de los Ingleses de Arriba, un segundo lugar de descanso por encima de la primera. Cuando los alemanes comenzaron a frecuentar el ascenso del Teide eligieron otro emplazamiento más arriba para descansar, Estancia de los Alemanes. Una vez descansados en la Estancia de los Ingleses o de los Alemanes, según el origen del excursionista, se comenzaba el auténtico ascenso del Teide por una estrecha vereda hasta alcanzar Altavista o Estancia de los neveros, también llamado así porque aquí los campesinos que subían a buscar nieve y hielo a la Cueva del Hielo descansaban con sus cabalgaduras. En este punto, situado a 3.180 metros, era donde se hacía noche y las bestias abandonaban el ascenso para continuar a pie.
Se demanda un refugio para pernoctar con comodidad en el camino hacia la cima y se construye el de Altavista. La verdad que comenzó a realizarse su construcción cuando el astrónomo escocés Charles Piazzi-Smyth con su telescopio, termómetro, barómetro, cámara fotográfica, etc., se establece en el lugar en el verano de 1856 para realizar sus observaciones. Manda a construir un pequeño refugio que consistía en cuatro compartimentos con unos muros de piedras, de dos metros de altura aproximadamente, en cuyo interior instalaron los instrumentos y las casetas de campañas. Posteriormente, en el otoño de 1891 Graham Toler, un inglés que había venido a la isla para su convalecencia, lo mejoraría con la construcción de un refugio de cimiento de mampostería, pavimento y tejado. Consistía en una pequeña sala donde estaba la estufa de hierro y una nave separada con tres habitaciones -una para damas, otra para caballeros, y otra para las bestias y los guías-. El techo era de mampostería y el retrete estaba situado aparte, en una pequeña caseta a unos diez metros de distancia. Se lo ofreció al Ayuntamiento de La Orotava el 30 de mayo de 1926 y éste lo aceptó como donación en sesión plenaria del 4 de julio de 1927. A partir de la primera construcción del refugio de Altavista, los turistas que ascienden el Teide tienen donde descansar.
A la madrugada se despertaban los viajeros y se iniciaba el último tramo de la subida. Se ponían en camino para tratar de llegar a la cúspide del cono antes de la salida del Sol y la oscuridad de la noche la combatían iluminándose con antorchas de tea, cuya resina prende bastante bien. Primero se acercaban para ver la Cueva del hielo, que se encontraba a media hora de camino. Pero, sin lugar a dudas a esta altura de la montaña se vivía el preludio de la sublimidad emocional que vendría después Se trataba de alcanzar La Rambleta (3.550 metros), una llanura llena de rocas y escorias (malpaís), para proceder el ascenso del cráter (Pan de Azúcar o Pitón) por una estrecha vereda de arena y zahorra movediza. El ascenso era lento y tremendamente agotador, pues el caminante no podía dar un paso sin que sus pies se enterraran hasta la rodilla. Pero el esfuerzo para alcanzar la cima valía la pena, porque una vez en lo alto del cráter sabían que les esperaba la contemplación del bellísimo espectáculo por el cual habían hecho tanto sacrificio. Tenían que llegar mucho antes del alba, con el tiempo suficiente para cruzar el sulfuroso fondo del cráter y permanecer sentados hacia el oriente, esperando emocionados la salida del Sol. Si no era así, el viaje había sido un fracaso. Al borde del cráter, con la mirada fija y bajo un intenso frío, una mancha rojiza surgía en el horizonte. Era el disco solar que poco a poco iba haciendo su aparición al mismo tiempo que una variedad de colores se proyectaba sobre la tenue nube que se extendía por el horizonte. Al mismo tiempo que el Sol iluminaba el Teide, se proyectaba el espectro de su sombra en forma de triangulo perfecto sobre el horizonte Oeste, encima de La Gomera. El espectáculo compensaba todo el frío y sufrimientos que los excursionistas habían pasado.
Una vez conseguido el objetivo, rápidamente procedían al descenso para evitar que los rayos del Sol les alcánzasen arriba. Después de cuatro jornadas, al viajero le quedaba la satisfación de sentirse entre los pocos que habían subido hasta el punto mas alto del Teide.
No obstante, cada vez que había una excursión, la preocupación se apoderaba entre los compatriotas que aguardaban el regreso de los excursionistas, sobre todo cuando el viaje se realizaba desde septiembre hasta abril, meses en que normalmente estaba el Teide nevado. Era mucho mayor cuando había ladies entre ellos. Los guías eran reacios a aceptar la compañía de mujeres. Ellos sabían que la subida no era dificultosa, pero sí bastante agotadora y su experiencia les había enseñado que normalmente ellas no subían el Pitón, sino que se paraban exhaustas en Altavista o La Rambleta. Pero la fiebre de ascender las montañas más altas, de visitar los volcanes activos, había alcanzado con fuerza también a las mujeres, sobre todo victorianas, que nada les impedía sentir el placer de ascender el Teide.
Hoy en día la excursión no ocupa tantas jornadas ni es tan agotadora, ya que el coche y el teleférico la ha reducido a horas y la hace más cómoda, aunque el visitante sólo llega hasta La Rambleta, por estar totalmente prohibido el ascenso del último tramo hasta la cima.
Pero, a partir de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX la imagen romántica del Teide se va disipando poco a poco y se asiste a su explotación económica, por un lado, industrial y, por otro, turística. En el primer caso, la burguesía insular se interesa por la explotación del azufre y la piedra pómez en Las Cañadas y el Teide, y logra permiso para su explotación en el Teide desde julio del 1859, aunque será por Real Decreto del 29 de diciembre de 1868 cuando se procede a dar licencias. Las solicitudes para la explotación de piedra pómez y azufre no sólo ya en el Teide sino también en Las Cañadas se multiplican, bien a cargo de personas particulares como de sociedades formadas para tal fin. Una situación que se prolongó hasta bien entrado el siglo XX, exactamente hasta la declaración del Teide como Parque Nacional. La posibilidad de explotación de todas las concesiones mineras existentes en el Parque Nacional del Teide se canceló el 25 de marzo de 1981.
Por otro lado, sectores económicos estrechamente vinculados al incipiente turismo del Puerto de La Cruz organizaron en 1961 “La Compañía Teleférico del Pico de Teide, S.A” para la instalación del teleférico. Las obras comenzaron en el año 1962 y definitivamente el 15 de julio de 1966 el Ayuntamiento de la Orotava concede la explotación industrial del teleférico en el Teide.
Muchas son las prohibiciones que pesan sobre el actual Parque Nacional del Teide, pero ninguna ha podido impedir la extracción de tierras y cenizas de colores para confeccionar las tradicionales alfombras de la Villa de La Orotava que desde 1919, bajo la dirección de Felipe Machado y Benítez de Lugo, se vienen empleando para realizar el tapíz de la plaza del Ayuntamiento en la Octava del Corpus.
Éstas han sido las huellas del pasado del Teide, la montaña más alta del Estado español, que los habitantes de Canarias lo ven desde dondequiera que se mire en el territorio insular, pero que el extranjero reconoce como un gigante de la naturaleza distante, aunque familiar por su legendaria historia. Antes de que el hombre pusiera sus botas sobre él, había sido temida e ignorada y sólo algunos soñaban con hacer una ascensión. Sin embargo, actualmente el Parque Nacional del Teide recibe más de 3 millones de visitantes anuales, con una media diaria de 9.000 personas, alcanzando en temporada alta una afluencia de 15.000, siendo pues el Parque Nacional de España más visitado.