CAPÍTULO I
EN TORNO A LOS VIAJEROS
Dondequiera que va [el viajero inglés], su preocupación
es encontrar personas con las que, gracias a su compañía,
pueda regresar con más conocimientos y más sabiduría.
Casaubon
Con el fin de las guerras napoleónicas, Europa volvió a recuperar el turismo británico. Las Rivieras francesas e italianas recuperan de nuevo sus puestos como centros turísticos. Madeira también era lugar de oferta turística importante. Eran health resorts (centros de atención sanitarias) a donde se trasladaban los acaudalados británicos enfermos: los invalids.
[1] Se trataba de evitar las estaciones invernales de su país para la convalecencia, justo cuando se intensificaba el smog o smoggy air, esa niebla espesa y soporífera que cubría las ciudades industriales, mezcla del humo (smoke) contaminante que emanaba de las industrias y de la calefacción de carbón de las casas, y la neblina (fog) procedente de la evaporación del Támesis (caso de Londres). Era, pues, una huida hacia regiones de climas cálidos, en busca de naturaleza y aire puro. Era un turismo terapéutico practicado solamente por las clases acomodadas. Junto a este tipo de turismo, se encontraba el de placer. Los dos forman una oposición binaria de características diferentes, aun teniendo en cuenta que las diferencias entre ambos términos son resbaladizas. Ambos se desplazan por el cambio de ambiente, pero les diferencia la motivación.
Los invalids viajaban por la necesidad de la convalecencia de alguna enfermedad particular. El deseo de viajar del tuberculoso para tentar la suerte y escapar de la muerte era suficientemente fuerte como para superar cualquier deficiencia, incluida las incomodidades o la insuficiencia del transporte, ya fuera por tierra o por mar. Con la paz en los mares nada se oponía a la navegación transoceánica. De esa manera, parte de ese turismo terapéutico invernal pudo trasladarse a las Canarias a partir del último cuarto de siglo, fundamentalmente hacia el Puerto de la Cruz en Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria. Constituyó el grueso de los visitantes a esas islas hasta bien entrado el siglo XX. El invalid pone de manifiesto la intensidad de las preocupaciones cenestésicas que obsesionarán a la clase ociosa durante el siglo XIX. Con motivo de la estancia de reposo junto al mar, más importante que las estaciones termales, va ahora a codificarse conductas que forman parte de la búsqueda del bienestar en la sociedad decimonónica.[2] Tanto unos como otros visitaban las islas capitalinas en la estación invernal. Era una huida de Gran Bretaña desde octubre hasta abril, justo cuando las temperaturas alcanzan sus niveles más bajos, de 0º a 5ºC, y la atmósfera se hacía irrespirable.
Por el contrario, el turista se desplazaba por el ocio y descanso. También viajaba durante los meses fríos, pero lo hacía -como señala Paul Fussell- para descansar. Busca para conseguirlo el comfort y la familiaridad, a la vez que lo hace a los lugares de moda para protegerse de los shocks que les pudiera provocar lo novedoso y extraño.[3] En efecto, los turistas se movían, como hoy en día, en busca del descanso y hacia los health resorts siguiendo la moda. Era la dinámica que la nueva burguesía europea, sobre todo la británica, imprimía a sus gustos y necesidades, el deseo de alcanzar disfrutes, de ocio, además de constituir un símbolo de status social. Las clases acomodadas aspiraban a que el placer del descanso formase parte de su vida cotidiana. Ellos no padecían las limitaciones de sus compatriotas enfermos y podían disfrutar mejor de la naturaleza de las islas, pues el paseo y las excursiones era el ocio por excelencia de los turistas.
Entre los visitantes que se trasladaban al Archipiélago se encontraban los viajeros. Forman un tipo de «turismo» muy peculiar por dos razones. En primer lugar, porque son unos visitantes cuya estancia está motivada por la movilidad. No permanecen en un lugar para «descansar», sino que entre sus intenciones está el trasladarse de un lugar a otro con el ánimo de conocer, en busca de la observación, tanto de lo pintoresco del lugar como su civilización, aunque en muchas ocasiones con muchas incomodidades. El turista también lo hace, pero la diferencia de uno y otro es que el viajero, y aquí entramos en la segunda razón, se dota de un cuaderno de notas y una pluma para registrar sus emociones, sus impresiones. En efecto, a través de sus diarios, notas, etc., reflejarían sus experiencias en las islas. Fotografiaron a través de su mirada sabia y su pluma; algunos de una manera minuciosa, el estado de las costumbres, tradiciones, formas de ser de los isleños, el estado de las ciudades y los pueblos, etc. En ese sentido, nos legaron unos escritos de gran valor para la historia social del pasado del Archipiélago, entre otras razones, porque el estudio de las costumbres, mentalidad y condiciones sociales de los habitantes de las islas apenas ocuparon la atención de los mismos isleños. Es la literatura de viajes que con todo derecho forma una parte importante de la narrativa inglesa. Sus autores son los que han marcado la tradición viajera del pueblo británico.
Los motivos del viaje fueron múltiples. Los hay que viajaron por razones estrictamente religiosas, es decir, para realizar un trabajo eclesiástico concreto. Tal fue el caso del miembro de la British and Foreign Bible Society, reverendo Charles Baker. No obstante, no fue el único pastor protestante que visitó las islas.
Hubo otros que aprovechan la estadía en sus rutas. Con la expansión y consolidación del Imperio británico crecen los asentamientos de colonos en todos los confines de la tierra y consecuentemente aumenta el número de misioneros, comerciantes, etc., a lo largo de los tres continentes (Asia, África y América), de oficiales en los dominios imperiales, de representaciones consulares, etc. Todos ellos aprovecharán su estancia en los puertos canarios y escriben sus impresiones sobre las islas. William Hadfield, residente durante muchos años en Brasil y secretario de la General Steam Navegation Company en Sudamérica, aprovechó una de sus estancias en Santa Cruz para escribir sobre la capital. El galés John Whitford, un comerciante en la costa occidental africana, visitó Tenerife en varias ocasiones durante sus viajes comerciales en la década de los setenta. Sin embargo, se da el hecho curioso de que regresa o aprovecha la escala de su vapor en la isla para permanecer una larga temporada y escribir sus reflexiones, no sólo de Tenerife sino también de Gran Canaria. Tal vez esto también sucediera con el capitán del Primer Regimiento de la India A. Burton Ellis, que incluso moriría en Santa Cruz de Tenerife el 5 de marzo de 1894 y fue enterrado en el cementerio protestante de la ciudad.[4] El viaje diplomático también forma parte de la visita a las islas. Donald Mackenzie, último comisionado especial de la British and Foreign Society para Zanzíbar, África del Este y Mar Rojo y fundador de la colonia británica en Cabo Juby (Tarfaya), escribió sobre las islas mientras las visitaba por razones diplomáticas.
Hay quienes lo hicieron por razones profesionales. Esos fueron sin duda Alfred Samler Brown y J. H. T. Ellerbeck. Dado el constante flujo de pasajeros, tanto uno como el otro, se trasladan con el objetivo de elaborar una guía turística, aunque las de Alfred Samler Brown tuvieron un mayor alcance. Su guía conocerá 14 ediciones. La primera en 1889 y última en 1932.
Pocos hicieron el viaje por placer o aventura, aunque en el ánimo de ellos estaba el conocer un lugar distinto. De esos aventureros destacaría Richard Francis Burton (1821-1900), quizá el explorador, viajero y aventurero que más destacó durante esta época, y que junto a John Hanning Speek, realizaron la interesante expedición en busca de las fuentes del Nilo. Charles Edwardes, Harold Lee, Lady Brassey, Olivia Stone y otros visitaron el Archipiélago por los mismos motivos. No obstante, si para los ingleses Richard Francis Burton puede ser el mayor de los viajeros aventureros de la época victoriana, para nosotros el mayor de ellos fue Olivia Stone. Es la única viajera (y viajero) que penetra en los rincones más alejados de las siete islas para descubrir, como afirma Jonathan Allen en el prólogo de la versión castellana de su obra Tenerife and its Six Satellites, la geografía interior del Archipiélago. En este sentido los Stone -Olivia vino acompañada de su marido John Harris, al cual se le debe también parte del texto escrito- puede ser considerada además de una viajera, una auténtica exploradora, si consideramos la figura del explorador a alguien que llegaba a lugares a los que ningún viajero había llegado antes. Sobre un caballo, con un cuaderno de notas, un lápiz y una cámara fotográfica, valiéndose de una caseta de campaña y el mapa del Almirantazgo británico examina a las gentes, sus costumbres, los valores morales, creencias, etc., a la luz de su propia experiencia intelectual y humana. Como resultado, ofrece una exhaustiva descripción de la realidad histórica de las islas, así como un precioso documento de alto valor etnográfico y antropológico.
Sin embargo, en el siglo XIX el viaje por razones científicas aún ocupa un lugar importante. La historia natural de las islas seguía impresionando profundamente a los científicos europeos, aunque los británicos constituyen la mayoría. Botánicos como Philip Barker Webb, Charles James Fox Bunbury; geólogos como Charles Lyell; o astrónomos como el escocés Charles Piazzi Smyth; naturalistas como el entomólogo John Obadiah Westwood, Thomas Vernon Wollaston, el ornitólogo Edmund G.B. Meade Waldo y muchos otros, acudieron a las islas en busca de materiales para sus trabajos de investigación. Pero el triunfo del evolucionismo y los éxitos de las incursiones en África motivaron que a partir de 1850 un gran número de científicos, exploradores y aventureros empezaran a interesarse por la historia natural de las tierras africanas y su relación con las islas, no sólo de Canarias sino de toda la Macaronesia. Por consiguiente, muchos naturalistas y destacados botánicos se interesaron por este aspecto novedoso del estudio de las islas macaronésicas. En ese sentido, la geología y la flora ocuparon un lugar destacado. Charles Lyell, Joseph Dalton Hooker, John Ball y otros se encargarían de su estudio.
El Teide, que ya había llamado poderosamente la atención a los comerciantes y viajeros del siglo XVII y a los científicos del siglo XVIII, seguía siendo un atractivo objeto de estudio para los viajeros decimonónicos. Se preocuparon por la medición de temperaturas a diferentes altitudes. Respondía al interés por el estudio de la geografía de las islas y su climatología con fines médicos. Constituye una parte importante del viaje de carácter científico. Las experiencias climatoterapéuticas realizadas en Europa y el temprano descubrimiento de la benignidad del clima de Madeira animaron a prestigiosos médicos a profundizar en el análisis del clima canario y su influencia en la salud. De esa manera, comenzaron a interesarse por el Archipiélago doctores como sir James Clark, aunque éste nop visitó las islas, el irlandés William Robert Wills Wilde, William White Cooper, William Marcet, Ernest Hart, Cleasby Taylor, Morell Mackenzie, Mordey Douglas, Coupland Taylor, Paget Thurstan, Briand Melland y otros. Sus estudios permiten dar a luz unos conocimientos científicos del clima de Canarias y su relación con la medicina del momento. Serán ellos quienes descubren las ventajas terapéuticas del clima de las islas y quienes convierten a Tenerife y Gran Canaria en los nuevos health resorts más al sur de Madeira, es decir, en dos nuevos «centros turísticos».
Todos mostraron un gran interés por el mundo que les rodeaba. Sintieron un fervoroso deseo por ver lo nuevo. En sus obras ofrecían una representación de todo lo mítico de las islas, lo llamativo de su flora, del clima, el pasado legendario de una cultura aborigen extinta, etc. En efecto, en sus escritos aparecen las obligadas referencias al Jardín del Edén, Jardín de las Hespérides, los Campos Elíseos, adjetivos de larga historia en la apreciación de las islas. En líneas generales, la ascensión al Teide aún seguía siendo la mayor fuerza de atracción de los viajeros, pues eran los años en que subir las montañas se había convertido en una moda aventurera. Por tal razón, todos padecían la «picomanía», como lo llamó Elizabeth Murray. La vegetación fue siempre de interés, no solamente entre los científicos sino también de los viajeros en general. Desde esta perspectiva, las visitas para ver el legendario Drago de Franchi (Marqués del Sauzal) y después de su destrucción el de Icod eran obligatorias. Con el mismo afán que sintieron por estos dos elementos simbólicos de las islas (Teide y Drago), fue el paisaje insular, sus formas y variedad. Los espacios naturales les permitieron contemplar un paisaje, cuya belleza, en ocasiones, fue cuestionada por algunos. La acción del isleño practicada desde siglos sobre el medio natural para la explotación agrícola había originado una deforestación alarmante. Prácticamente todos los viajeros (Olivia Stone, Isaac y Frances Latimer, Charles Edwardes, Paget Thurstan, Ernest Hart, etc.) destacaron la escasez de arboleda. El paisaje también sufrió un notable cambio a raíz del impacto ambiental ocasionado con la introducción del nopal para la cría de la cochinilla. Continuaron los desmontes; comienza el escalonamiento de la superficie con muros de piedras para lograr la disposición horizontal del terreno, etc. A partir de estos momentos la estética del paisaje ya no estaba acorde con la sensibilidad de los viajeros británicos. El paisaje se transforma en uno más monótono, pobre y antiestético.
No menos atención prestaron al mundo de los aborígenes. Desde que el descubrimiento del hombre del Cro-Magnon en 1868 puso de manifiesto similitudes anatómicas con los indígenas de Canarias,[5] la cultura guanche fue objeto de investigación y curiosidad. El conocimiento en ellos de los avances de la antropología y la teoría evolucionista de Darwin, invitaba a buscar restos y hallar similitudes de los actuales habitantes de las islas con sus antepasados.
El abanico de temas que ocuparon a los viajeros fue amplio. Analizaron el desarrollo histórico de las islas desde la conquista. Hicieron un análisis minucioso de la cría y explotación de la cochinilla. Supieron valorar el alcance de su explotación. Los objetos de interés artísticos (principalmente la arquitectura eclesiástica y la escultura) despertaron su atención. Las carreteras, los caminos vecinales y los senderos ocuparon un capítulo de obligada referencia. Y así un largo etcétera. Sin embargo, en este libro, dado su objetivo, solamente nos limitaremos a recoger las observaciones y los testimonios más característicos de valor etnográfico e histórico (hábitos, moralidad, costumbres, carácter de los isleños, educación, etc.) que configuraron la idiosincrasia isleña.
Los viajeros antes de emprender su salida al extranjero contaban con una abundante literatura de viajes. De enorme utilidad serían los libros de Edmond Tyllney (1579-1610) y su contemporáneo Francis Bacon (1561-1626). Es verdad que fueron unos discursos dirigidos a los jóvenes aristócratas que realizaban el Grand Tour. En ese sentido, no debemos olvidar que este tipo de viaje que se practicó entre los siglos XVII y XVIII tenía como finalidad recabar información sobre las cortes extranjeras y los países que se visitaba. Por tal razón, estaban apoyados por la corona inglesa. Pero, son consejos tan practicados por los viajeros decimonónicos victorianos que no hay manera de saber cuando fueron escritos. Sus ensayos sobre el mundo del viaje se convirtieron en best sellers, en verdaderos manuales para los viajeros de todos los tiempos, incluso para los de hoy en día. Son unos clásicos de la literatura de viajes.
Edmond Tyllney escribió Method of Travelling [Método para viajar]. En él da algunas recomendaciones a los viajeros para comprender mejor el lugar que se visita. Deben -dice- hacer una descripción minuciosa del país: si es grande o pequeño; cómo está poblado; si es fértil o estéril y cuáles son sus principales productos; si es muy frecuentado por viajeros o comerciantes; si la gente es belicosa o holgazán; etc.[6] Pero, el acercamiento a un mayor conocimiento del país implicaba también cuestiones tales como las fortificaciones, el estado de las mismas; cómo eran mantenidas y cómo están situadas en caso de invasión.
Si los consejos de Tyllney alcanzaron éxito, los de Francis Bacon llegaron a ser bíblicos para los viajeros. Con sus recomendaciones, se desarrollará una nueva manera de viajar. El nuevo método empírico establecido por el filósofo inglés suponía la aceptación de multitud de observaciones como fuente de aprendizaje. El problema de hallar conocimientos y cultura, no supone infravalorar cualquier recurso por muy trivial que pueda parecer. Por eso, se esforzó en sugerir las muchas maneras de conseguirlo, entre las que destaca el viaje. En su ensayo Of Travel, comprendido en sus Essays, Bacon reflexiona sobre cómo sacar beneficio y rentabilidad al desplazamiento. Muchas de sus sugerencias, igual que las de Edmond Tyllney, iban dirigidas a los que hacían el Grand Tour. Francis Bacon afirma que el viajero debería adquirir, antes de comenzar el viaje, conocimientos de la lengua del país que desea visitar;[7] debe de ir acompañado por un tutor que lo conozca bien; ver y conocer todo, desde las cortes de los príncipes hasta los secretarios de los embajadores. Sin embargo, junto a estas recomendaciones propias de la época, hay otras que parecen que no han cambiado con el tiempo. Algunas, incluso, forman parte del interés del turista de hoy en día, como, por ejemplo, la visita a las iglesias, a los monasterios, monumentos y en general todos los objetos de valor artístico.
Pero, tal vez, el consejo más importante de Francis Bacon, que frecuentemente practicaban los viajeros era que éstos debían desplazarse de un lugar a otro evitando a la gente normal y buscando «la sociedad de los naturales del país». Es decir, «visitar a personas eminentes».[8] Para cumplir tal objetivo, para ver y conocer, deben de «conseguir una carta de recomendación para alguna persona de la elite residiendo en el lugar». En efecto, las cartas de recomendación permitían a los viajeros ponerse en contacto con las personalidades o miembros de la elite. También debían de obtenerse de los naturales cuando trataran de moverse por el interior de las islas, pues ayudan a entrar en contacto con la gente de bien de la sociedad local. La condición social de los que viajaban -miembros de la clase media alta y clases superiores- permitió obtenerlas de familiares, de amigos y conocidos, de personas del gobierno y de oficiales en el extranjero que les abrirían las puertas en los lugares a donde se dirigían. Pocos viajeros británicos emprendían salida al extranjero sin ellas, o adquiridas en su escala anterior, bien dirigidas al cónsul o vicecónsul o algún miembro de la nobleza o alta burguesía del lugar. Normalmente preferían que estuviesen dirigidas a los segundos, pues la representación diplomática solía, a veces sin necesidad de recomendación, atenderlos muy correctamente. No obstante, siempre la atención consular se vería reforzada si portaban una carta de recomendación de algún conocido. El viajero James Holman, cuando llegó a Tenerife en 1827, lamentó que el cónsul general de Canarias, Gilbert Stuart Bruce, estuviese en Inglaterra «porque esa circunstancia fue una seria decepción, ya que traía una carta de recomendación para él de un amigo suyo en Madeira que me había asegurado que era inteligente y un perfecto conocedor de la isla». Aquellos viajeros que no llevaban encima una carta cuando visitaban las islas, a lo más que podían llegar, sobre todo en Tenerife, «era a la puerta interior del zaguán de mármol de la casa» fue el comentario de Isaac Latimer. Se hacía necesario tener una carta de recomendación o ir acompañado por alguno de la alta sociedad para tener acceso a las residencias de la elite, pues de lo contrario, era difícil entrar en contacto con ella. Característica ésta no exclusiva de la canaria, sino de la nobleza en general.
Además, los viajeros buscaban el ensayo con «mayúscula» que los acercaran a la geografía, la historia e idiosincrasia de la gente del lugar que visitaban. La mayoría recurrían para documentarse, fundamentalmente, a los libros de Abreu Galindo, traducido al inglés por George Glas, con sus observaciones personales, The history of the dicovery and conquest of the Canary Islands, el de Viera y Clavijo, La historia general de las Islas Canarias y el de Bory de Saint-Vincent, Essais sur les Isles Fortunées et l’antique Atlantide entre otros. También recurrieron a los relatos de los viajeros más recientes. En 1859 es publicado en Londres en dos tomos el libro de Elizabeth Murray Sixteen years of an artist’s life. El hecho de permanecer cerca de 10 años en Tenerife,[9] le ofreció la posibilidad de dedicar todo el segundo volumen (344 páginas) a los más diversos temas etnográficos, históricos y sociológicos. Sin lugar a dudas, fue el mejor retrato que se hizo de la sociedad decimonónica canaria hasta la aparición en 1887 del libro de Olivia Stone, Tenerife and its six satellites or the Canary Islands past and present. La obra de Stone en dos tomos (477 páginas el primero y 459 el segundo) difícilmente logró cumplir el papel de un libro-guía destinado a los que hacían turismo, pero, por el contrario, la viajera dejó el mejor testimonio de las costumbres de las islas y es un interesante estudio del momento histórico que se estaba viviendo. En 1885 se publicaron las notas de los 15 viajes que hizo a las islas y la costa africana el mayor del Primer Regimiento de la India occidental, A. Burton Ellis entre los años 1871-1882. De sus 350 páginas de que consta su obra (West African Islands) 95 están dedicadas a Tenerife y Gran Canaria. Los que estaban interesados por la botánica y naturaleza de las islas contaban con bastante material, desde la monumental obra en diez tomos Histoire Naturalle des Îles Canaries escrita por los naturalistas Sabin Berthelot y Philip Barker Webb y publicada entre los años 1835 y 1849 hasta los escritos de los diferentes naturalistas ya señalados.
En las islas, a la hora de redactar sus experiencias las fuentes fueron fundamentalmente orales. Unas procedían de los arrieros que les acompañaron en sus excursiones. Jugaron un papel importante en la movilidad de los viajeros, no por razones de seguridad, sino porque los «muleros», como solían llamárseles, actuaban de guías. Las islas no estaban organizadas para hacer excursiones por el interior. Tampoco contaban con buenas carreteras ni con unos mapas que precisaran los caminos o senderos. Olivia Stone tuvo que ayudarse con el mapa del almirantazgo británico. Por supuesto que aquí los había desde hacía tiempo, pero su utilidad práctica era limitada para los viajeros. Algunas rutas estaban bien establecidas. Pero solamente recogían las arterias principales. Más allá, las cosas se les complicaban. Las comunicaciones con el sur eran tan malas que corrían el peligro de perderse. Por lo tanto, el papel desempeñado por el arriero era el de un auténtico guía profesional. Su compañía era de crucial importancia en cualquier excursión. Además, aparte de enseñarles los caminos y alrededores, les comentaban las tradiciones locales, las costumbres, leyendas o les facilitaban informaciones prácticas. Serán en estas excursiones cuando entren en contacto con la gente del pueblo y los campesinos canarios. Con los hacendados isleños, como veremos, la realizan a través de presentaciones, ya fuesen a nivel personal o con cartas, aunque más necesarias en Tenerife que en Gran Canaria. Otra fuente que influiría mucho fueron las procedentes de los cónsules. Con frecuencia estos tenían un amplio conocimiento de las islas. Por tal razón, todos los viajeros acudían a solicitar consejos sobre múltiples asuntos que concernían al viaje. Entre los contactos del viaje, también ocupa un lugar destacado los encuentros con la intelectualidad de la época.
Mujeres viajeras
Creo conveniente dedicar un apartado especial al viaje de las mujeres. En Gran Bretaña existía una larga tradición viajera. Los británicos se lanzaron al mar desde los mismos albores del siglo XVI y desde entonces el viaje no se había interrumpido. Como consecuencia de esta tradición, «el viaje era una parte integrante de la vida doméstica de muchos británicos». No obstante, había sido una actividad exclusiva del hombre. No es que con anterioridad no lo practicaran, bien durante el Grand Tour o más allá del continente europeo. Pero eran casos excepcionales. Las pocas que viajaban por alta mar solían ser mujeres que lo hacían con sus familiares establecidos temporalmente en el extranjero (esposas, hermanas, hijas de oficiales en las colonias, etc.).[10] Algunas de ellas hicieron escala en los muelles de La Luz o Santa Cruz y permanecieron en las islas el tiempo suficiente como para conocerlas. Fueron los casos de Jemima Kindersley mientras acompañaba a su marido a Bengala en junio de 1764, o de Mary Ann Parker en 1791, en su ruta a Australia. Por lo tanto, el viaje por razones turísticas o de estudios, recomendado en el Grand Tour, era impensable. Incluso en los albores del siglo XIX aún muy pocas viajaban.
Pero a partir del último cuarto de siglo, la aventura de viajar, que hasta entonces parecía exclusivo de los hombres, es asumida por las mujeres de la clase media y alta.[11] El viaje femenino en la época que estamos estudiando, salvo raras excepciones, no estaba relacionado con el reconocimiento público o prestigio de quienes lo realizaban, como sucedía en los hombres. Las causas por las cuales muchas mujeres victorianas ansiaban el viaje parecen no estar muy claras entre las historiadoras que se ocupan del viaje femenino. Para algunas (María Frawley, Alexandra Allen, Doroty Middleton, etc.) el viaje era un gesto individual de las jóvenes ladies de la pequeña burguesía británica que, como dice Dorothy Middleton,[12] estaban destinadas a ser puras amas de casa, cuidando de sus parientes mayores enfermos, haciendo croché, o asistiendo a las fiestas de té. Jóvenes que habían sido educadas para cumplir con el ideal de sumisión femenina, de obligación con la promoción y devoción a la religión, tal como había dictado la rígida moral puritana y victoriana. Por lo tanto, para combatir la reclusión de su vida social en familia, sintieron la necesidad de una salida intelectual y emocional. No se trataba de una huida física del ambiente hogareño, sino de ganar un espacio que sólo había pertenecido al mundo del hombre a lo largo de los siglos. Lo ocupó, con mayor fuerza que otros deseos, el entusiasmo por el viaje. Supuso el deseo ansioso «de degustar la novedad y el placer que suponía verse libre de los deberes y trabajos duros de la casa que diariamente les habían sido encomendados».[13] Ahora bien, si los viajes suponían salir de esos espacios que habían sido destinados para ellas, su alto grado de moralidad les impedían abandonar los deberes de su domicilio para lograr su objetivo. Marianne North, que se ocupaba de la enfermedad de sus padres, no realizaría su viaje alrededor del mundo hasta después de la muerte de ellos. Lo mismo sucedió con la más aventurera de las victorianas, Mary Henrietta Kingsley. No realizaría su primer viaje hasta después de la muerte de su enfermiza madre, abril de 1892 (su padre había fallecido dos meses antes). Eran conscientes de que el hogar era el espacio de sus responsabilidades.
Si bien esas fueron las razones que explica el deseo por el viaje de las mujeres victorianas de la clase media, para Martha Vicinus y Sara Mills,[14] otras fueron las razones que motivaron el viaje de las ladies aristocráticas. Para estas últimas, el papel de «ángel de la casa» no estaba reservado para ellas, puesto que gozaban de una posición económica mucho mejor. No tenían necesidad de salir de espacios «opresivos». Fue el placer y la aventura las razones fundamentales de sus viajes, como, por ejemplo, el caso de Annie Brassey. No obstante, la cultura de la feminidad era fomentada incluso entre las mujeres de los estamentos nobiliarios, porque a todas las mujeres se les valoraba por su belleza y su capacidad para dedicar su vida a causas nobles. En la novela Middlemarch (1871-1872) de George Eliot, el personaje femenino central, Dorothea Brooke, una joven perteneciente a la nobleza rural, sentía la ilusión del matrimonio con Casaubon, un hombre mucho mayor que ella, porque le proporcionaría la oportunidad de dedicar su vida a la justa causa de colaborar con su marido en su proyecto de investigación. Su dedicación a él hacía que el resto de los deberes quedaran en un segundo plano. Para la mentalidad de la época, las mujeres virtuosas, con capacidad de sufrir por los demás, como el caso de la señorita Brooke, era condición de la feminidad. Eso la hacía digna del amor de su marido.[15]
Pero si bien las razones del viaje fueron diferentes para las ladies victorianas de clase media y alta, lo que sí parece cierto es que el viaje significaba para todas ellas un gesto individual de liberación, de conquista de un espacio social que hasta entonces no habían disfrutado. Viajar les proporcionaba la experiencia de nuevas vivencias en tierras desconocidas. Nadie mejor que Mary Kingsley lo refleja cuando escribe desde Las Palmas a su amiga de infancia, Hatty Johnson: «Cuanto más lejos estoy fuera en la mar, más maravillosa y perfectamente me encuentro. Me siento tan libremente a mis anchas, sentada y relajada, disfrutando por mi cuenta del lugar. Es tan bello para mí el ver sola Tenerife, Madeira, La Palma y Lanzarote, una serie de encantadores lugares tan diferentes a la bella Inglaterra en su forma y color. Es el mayor de los cambios».[16] Sin embargo, a pesar de esos sentimientos, el desarrollo y extensión de las ideas de emancipación, independencia y libertad que se estaban dando en la mujer, fundamentalmente en Inglaterra y en América del Norte, poco tuvo que ver con las viajeras. Lo prueba el hecho de que ni eran feministas ni radicales. No encarnaban la rebelión contra el dominio masculino que propugnaban las feministas victorianas. Salvo poquísimas excepciones, ni eran mujeres emancipadas ni, políticamente hablando, liberales. Las viajeras victorianas no tenían como objetivo la búsqueda de una nueva identidad o mostraban ansias por derribar los convencionalismos sociales.[17] Todo lo contrario, ninguna de ellas eran rebeldes ni les interesaron la política. Todas eran presas del puritanismo y los prejuicios sociales de la época. Por ejemplo, sus prejuicios contra los pantalones eran tan fuertes en ellas como en el resto de las mujeres del momento. Las blusas de cuello alto y las faldas largas que llevaban puestas mientras viajaban eran las mismas que usaban en sus casas. Algunas se quedaron sin poder subir hasta el cráter del Teide por dichas indumentarias. Es el caso de Lady Annie Brassey, que se tuvo que quedar a mitad de camino en su excursión como consecuencia de la aparatosa ropa que llevaba puesta. El alto grado de feminidad era la imagen que buscaban mantener en sus desplazamientos.[18] Sin embargo, sí influyó decisivamente la mejora de los medios de transportes. Esto les permitió viajar, tanto en ferrocarril como en buques de vapor, en mejores condiciones, mayor confort, con camarotes especialmente diseñados para el mundo femenino, etc.
Una de las razones fundamentales del deseo por el viaje de las mujeres fue la creciente atmósfera de exoticidad que se vivía en las casas victorianas de la burguesía británica. El cambio económico que se estaba operando desde los albores de la Revolución industrial favorece el que la mujer burguesa se encuentre con un ambiente hogareño donde el orientalismo lo envolvía todo. Muchos de sus familiares estaban relacionados, directa o indirectamente, con la expansión del Imperio británico en Oriente y África. Los viajeros y comerciantes que visitaban esas lejanas tierras, a su regreso a casa, además de traer objetos exóticos, contaban historias de sus misteriosas costumbres, las curiosidades de esos pueblos y las maravillas exóticas de los lugares. Sus casas se abarrotaron con objetos de decoración del lejano Oriente. Con el éxito de Japón y China en la Exposición Universal de Londres en 1850 y el intercambio comercial con Oriente y la costa occidental de África, tales objetos rápidamente se convertirían en ornamentos decorativos no solamente en las casas de los viajeros y comerciantes sino también en las casas de las clases medias y altas británicas. Por lo tanto, las tierras extranjeras, sus objetos y sus gentes fueron presentadas a las jóvenes y futuras viajeras como un mundo exótico fuera de su alcance.[19] En esos ambientes llenos de curiosidades transcurrieron la infancia y adolescencia de la inmensa mayoría de las viajeras victorianas. La presencia de esa naturaleza les hizo ver las cosas de otro modo. Las sedujeron; les inspiraron imaginación. En Marianne North influyó muy directamente los objetos extraños que su padre, Frederick, había traído de sus viajes, entre ellos la sirvienta de su casa. Su padre se dedicaba a importar sirvientas desde las colonias para trabajar en Hastings (Inglaterra). Mary Kingsley estaba rodeada de objetos africanos y fabricó sus sueños aventureros de la lectura de libros de viajes y cuentos de tierras extrañas de la biblioteca de su padre. A la vez, anhelaban la libertad de movimiento que sus familiares masculinos tenían para disfrutarlos, tanto dentro de casa como en el extranjero.[20] Volvemos de nuevo a recurrir a George Eliot para ilustrar una vez más el entorno familiar de la sociedad victoriana, en este caso relacionado con el contraste de los dos mundos, el masculino y el femenino. En su novela El molino junto al Floss (1860), la joven Maggie odiaba y, a la vez, adoraba a su hermano Tom por la libertad de movimiento y privilegio que tenía sobre ella, a pesar de que sus actitudes intelectuales eran inferiores. A él le estaba reservada la educación y gozaba de la protección familiar y social, mientras que a ella, a pesar de su preferencia por la lectura y mayor inteligencia, le estaba reservada todo lo relacionado con la vida doméstica.
Por tales razones la mayoría de las viajeras dirigieron sus miradas hacia Oriente. Otras hacia el Sur. La pasión por el Sur había cautivado la conciencia cultural de Inglaterra. Primero, por los viajes realizados por James Cook y muchos otros. Después, por el canto que profesaron los pintores (Joshua Reynolds, Turner, etc.) y los poetas (Byron, Keats, Shelley, etc.) de las rivieras mediterráneas. Rose Yorke, uno de los personajes femeninos en la novela Shirley (1849) de Charlotte Brontë, se encontraba con su amiga Caroline Helstone comentando sus impresiones sobre la novela The Italian (1796) de Ann Radcliffe, cuando le insinúa que la novela le encanta porque hace que «uno se sienta como sí estuviera lejos de Inglaterra -realmente en Italia- bajo otro sol -ese cielo azul del Sur que los viajeros describen»-.
Pero si bien la luz y el cielo azul de Italia y el Mediterráneo eran solamente los que estaban al alcance en la primera mitad del siglo, las mejoras de los medios de comunicación con la aparición del vapor permitieron acceder más fácilmente al cielo azul de las islas del Atlántico, situadas más al Sur, pertenecientes geográficamente a África, el continente que despertaba pasiones entre los europeos. Eso desató una inusitada pasión en las mujeres victorianas, como en los hombres, por el viaje a las Canarias. Por consiguiente, desde mediados del siglo XIX hasta los albores del XX el número de viajeras que visitaron las islas aumentó considerablemente con respecto a décadas anteriores. Ahora bien, admiraban el Sur, pero su sentimiento de admiración y fidelidad por Inglaterra era más fuerte que el deslumbramiento que le producía el azul del cielo de estas latitudes. Un ejemplo significativo lo encontramos en Olivia Stone. La dulzura y fertilidad del Valle de La Orotava le abruma de tal manera que lo recomienda «para esos que tienen tiempo y se preocupan por el frío, la suciedad, la niebla y los cielos oscuros del invierno en Inglaterra. Deberían -continúa- de acercarse a estas tierras soleadas del sur, cargadas de frutas y verdor, donde los pájaros cantan entre el follaje, y donde las enfermedades tienden a disminuir -si no es que cesan-. Además, están a unos pocos días». Considera afortunados a los naturales que habitan en los «Campos Elíseos» de esta parte de Tenerife. Pero a pesar de encontrarse en uno de los encantadores jardines de La Orotava (el de Lorenzo Machado), era presa de ese sentimiento de superioridad del británico, donde todo lo que se encontraba más allá de su casa le parecía un exilio, todo le era extraño e incluso teme que los sentimientos de depresión se apoderen de sus pensamientos: «Pensé que podría haber vivido en este encantador lugar y escribir en medio de las bellas adelfas y magnolias de La Orotava. Mi pluma habría seguramente fluido más libre y enteramente en una atmósfera tan poética y pacífica. Quizá no. Tales alrededores son deprimentes. Inglaterra, con sus violentos vientos, sus cielos nublados y tiempo frío da a sus hijos e hijas la energía que ha hecho que su nombre se situara en las primeras filas entre las naciones. También, en cualquier tierra donde uno vive, allí debe estar contento».
La mayoría hicieron sus desplazamientos solas. Para ellas, viajar de esa manera al extranjero fue en parte un medio de expresar su independencia.[21] Sin embargo, el costo social era alto. Con frecuencia se consideraba una actividad nada femenina o fuera del papel que le tocaba jugar en la sociedad. Si bien es verdad que el viaje femenino se vio favorecido por la gradual pérdida de restricciones sobre los movimientos de las mujeres, ampliándose de esa manera para ellas su campo de actividades,[22] el prejuicio masculino sobre las viajeras, aunque menos punitivo que en décadas anteriores, aún se manifestaba no solamente en la sociedad decimonónica inglesa. Las formas de vida victoriana se manifestaban, sobre todo, en un puritanismo exacerbado sobre las ideas éticas y sexuales, en una singular concepción de la sexualidad, donde la mujer no tenía lugar sino dentro del matrimonio. La sociedad era implacable con las que se desviaban de sus normas. Código de prejuicios que también era aplicado a los hombres. Los procesos que sufrió Oscar Wilde son paradigmáticos. Cualquier acto realizado para lograr la satisfacción personal requería la aprobación social. Por tal razón, eran los caballeros los únicos que podían desplazarse al extranjero. Eran los que podían viajar solos, mientras que el rígido código moral de los victorianos no les permitía ver con buenos ojos a las ladies, o a jóvenes solteras, viajando por su propia cuenta al extranjero. Ilustrativo es la dificultad que las mujeres exploradoras tuvieron para ganar la aceptación oficial por la Royal Geographical Society. No fue hasta 1892 cuando algunas de las más notables viajeras (Isabelle Bird, Kate Marsden y Mary French Sheldon) fueron admitidas como miembros. Un rechazo, sin embargo, que ni se solía tomar con las mujeres de ciencia (las cuales eran bien acogidas en la Royal Society de Londres, aunque no podían ser socias de derecho) ni con las que viajaban por el interior del país, ya que en Inglaterra a las jóvenes se les permitía viajar solas sin la compañía de padres o tutores más que en ningún otro país europeo. [23] Hubo algunos casos en los cuales el viaje de mujeres solas al extranjero fue también admitido. Por ejemplo, las que los hacían por necesidades de salud, las invalids. Mucha más aceptación recibieron las que viajaban por algún tipo de ardor idealista, conectados con propósitos propagandísticos de la civilización inglesa, y particularmente las que se desplazaban a áreas remotas por razones filantrópicas: las misioneras.[24] También gozaron de la misma consideración las viajeras que se trasladaban acompañadas de familiares, bien con sus esposos o bien con sus padres, como la inmensa mayoría de las que se trasladaron a Canarias.
Los mismos prejuicios se mantenían incluso si sus desplazamientos los hacían con una amiga o en grupos. El historiador británico Jonhn Pemble refiriéndose a las que viajaban a Italia afirma que «todas las mujeres que viajaron al extranjero sin la compañía masculina, ya fueran solas, en compañía de una amiga o en grupos, eran calificadas «desprotegidas», término que suponía una fuerte connotación de extravagancia».[25]
Los prejuicios masculinos hacia las mujeres igualmente lo manifestaban sus compatriotas en las comunidades británicas establecidas en tierras extranjeras, ya fuese en Canarias o cualquier otra parte. Un testimonio revelador de tal actitud la encontramos en la establecida en el Puerto de la Cruz (Tenerife). La comunidad británica del pueblo norteño de la isla era destacada por algunos de sus miembros por ser la menos arrogante y orgullosa de cuantas comunidades británicas existían en el extranjero. Sin embargo, para la viajera Margaret D’Este, salvo una o dos casas donde la hospitalidad se ofrecía incluso a los extranjeros desconocidos, hubo británicos que no mostraron esa afectividad. Llegó al Puerto de la Cruz el 18 de diciembre de 1907 y se hospedó en el Hotel Humboldt (nuevo nombre del Taoro). En las páginas de su libro In the Canaries with a camara cuestionaría esa solidaridad de la comunidad local. Permaneció seis meses en las islas, el tiempo suficiente como para que consideremos su descripción, no como un producto de una simple mirada, sino producto de su aguda curiosidad. D’Este dijo: «hay una pequeña sociedad de residentes ingleses fuera de los hoteles, compuesta de familias en villas alquiladas durante el invierno o que se han establecido permanentemente en el Valle de La Orotava. Los visitantes que salen sin cartas de recomendación se encuentran con una atmósfera social en el lugar carente de la cordialidad que caracteriza algunos centros de invierno, y estoy decidida a confesar que la mayoría de los residentes parecen pensar que cuando un extranjero ha pagado su suscripción de temporada y ha sido admitido en su club de bolos, han hecho todo lo que les concierne. Hay, sin embargo, una o dos casas cuya hospitalidad se ofrece incluso a los extranjeros desconocidos y en nuestro propio caso encontramos que con una simple introducción fue suficiente para procurarnos una bienvenida tan cariñosa que siempre la recordaremos con gratitud».[26]
D’Este va más allá de las simples cartas de recomendación y nos dice cómo la bienvenida a los nuevos visitantes para los residentes se reducía a la admisión en el club de bolos. Esta descripción resulta similar a la que hizo la escritora Mary Gaunt cuando, en la misma fecha, recordó su estancia en un club británico durante su viaje por la costa occidental de África: «el club podía ser un lugar encantador si conocías a alguien, pero era muy doloroso y deprimente porque las otras mujeres te miraban de reojo por encima de los periódicos mientras leían, como si uno fuera un espécimen curioso»[27]
Marianne North a lo largo de todos sus viajes siempre se aseguraba de tener cartas de recomendación para algún miembro de la comunidad británica, independientemente del lugar. Cuando estuvo hospedándose en la casa de Charles Smith en del Puerto de la Cruz, había traído del director del jardín botánico de Kew Garden, Joseph Dalton Hooker cartas de recomendación para él y para Wildpret.[28]
No cabe duda que estas actitudes distantes eran más aplicables a las viajeras, aunque trajeran cartas de recomendación, que a los gentlemen, como consecuencia de la profunda discriminación sexual reinante en la sociedad decimonónica. Pero tales comportamientos no desanimaban a estas valientes y exigentes mujeres, porque el problema que se planteaban ellas en el siglo XIX en Gran Bretaña no era tanto ganar la igualdad de derechos con los hombres como ganar el reconocimiento de sus hazañas en el mundo de los hombres.[29]
CRÓNICAS DE VIAJES Y CONTEXTO.
El valor testimonial de los textos es uno de los temas más espinosos en los libros de viajes. Algunos incluso hirieron la sensibilidad de los naturales de las islas. Las personas que se han acercado a la «visión» de los británicos sobre los isleños, tanto a través de los escritos de los viajeros como a través de los comentarios de los cónsules insulares,[30] suelen resaltar los tópicos que prevalecen en sus páginas a la hora de enjuiciar la realidad canaria. Es verdad que sus observaciones hacia ciertos aspectos de la vida y costumbres de los canarios con frecuencia están llenas de prejuicios y actitudes arrogantes, las propias con las que los habitantes de los países ricos del norte suelen mirar a los pobres del sur. Ciertamente en algunos viajeros afloran más que en otros. Como aseveró J.J.A. Bertrand, «el relato de viajes es lo que es el viajero».[31] En efecto, detrás del viajero como cualquier otro escritor está su carácter y personalidad. Detrás de ese carácter, en todos ellos encontramos un ideal imperialista. Sus discursos son fundamentalmente morales, pues, su nación está llamada a llevar la civilización al resto del mundo y, para ellos, los isleños son sencillamente hombres atrasados, que necesitan su ayuda para el progreso, etc. Pero a pesar de esos prejuicios anglosajones, la objetividad suele acompañar a sus observaciones, a sus visiones.
Es indudable que su «visión» no deja de ser la del otro, parafraseando al ensayista búlgaro Todorov. Esa mirada crea una imagen, o mejor, imágenes, que se proyectan en el extranjero y en particular en el viajero. Sin embargo, las imágenes creadas por la percepción de la realidad social e histórica insular plantean algunos problemas de entrada. Como bien dice Consol Freixa,[32] en primer lugar, muchos desconocían el castellano, lo cual difícilmente podían comunicarse y entenderse con los naturales, sobre todo, con los de las clases bajas y medias. No sucedió con las clases altas, pues dominaban el francés o inglés. En segundo lugar, se relacionaron más con los miembros de la alta sociedad isleña que con las clases populares. En este sentido, su círculo de acción fue muy reducido. Y en tercer lugar, la premura del tiempo sólo les permitía rápidas y superficiales visitas a los lugares donde se dirigían, lo que les imposibilitaba hallar información veraz y exhaustiva sobre los temas que deseaban tratar. Tampoco todos ofrecen un análisis de los rasgos psicológicos que ayuden a entender el carácter y conducta de los isleños. Las observaciones más lúcidas y las mejores imágenes de las islas proceden de Olivia Stone, Elizabeth Murray y Alfred Samler Brown y Richard Francis Burton, sin menospreciar al resto de los viajeros y sin olvidar los comentarios que hicieron los diferentes cónsules establecidos en las islas. Ellos ofrecen un retrato del modo de ser y actuar de los canarios que, sin duda, marcan distancia con el resto de las descripciones de otros viajeros.
Además, están ciertos estereotipos significativos que dificultan la visión de las islas. El esquema del mito de la pereza del español, creado por los viajeros en la España peninsular, fue aplicado a los desocupados en las islas. Para muchos, la gran cantidad de parados y pobres existentes en las islas como consecuencia de las cíclicas crisis económicas son holgazanes que no les gustaban trabajar. Otro ejemplo es la visión de Canarias como una unidad. En este sentido hablan de isleños refiriéndose a todos, sin distinguir la idiosincrasia de cada isla. O el más frecuente de todos, el referente al mundo aborigen isleño. Salvo algunos, prácticamente todos aplican indistintamente la denominación guanche para designar a todos los antiguos habitantes de Canarias. También aparecen errores como consecuencia de los tópicos formados en los países ricos. Burton Ellis retrató a los campesinos isleños como personas con caras satánicas y que tanto ellos como los del sexo débil «son lo suficientemente repulsivos como para darle un susto a un niño inglés». Semejante representación es la propia que tenía de Oriente todo el europeo. Era una esquematización mediatizada para crear una determinada imagen interesada de lo diferente, de lo depravado que era la cultura inferior a la suya.[33] En ese sentido, muy probablemente se deba al hecho de proceder de un oficial del ejército inglés en la India. Pero eso fue un caso aislado que no se corresponde con la generalidad. Incluso, es frecuente encontrar más errores en sus escritos. Nos habla de una virgen con cuatro brazos, igual que las divinidades de la India. Frances Latimer cuando se refiere al ajimez en las esquinas de los conventos dice que era para sentarse o pasear las monjas, cuando en realidad, como sabemos, se usaba para asomarse sin ser vistas.
Pero las imágenes de la realidad, de esa realidad social e histórica referida a Canarias, es también producto de aquella que encontraron, pues existe una profunda interacción entre la sociedad, personalidad e idiosincrasia de un pueblo y su imagen. Es indiscutible que lo reflejado en sus escritos es producto de una realidad observada, la que vieron. Ahora bien, ¿hasta qué punto sus apreciaciones estaban cargadas de prejuicios? y ¿hasta qué punto tenían fundadas razones que avalaran sus comentarios sobre la realidad isleña?.
La respuesta no es nada sencilla, pues las cosas son más complejas de lo que lo parecen en un principio. Cuando el economista francés Léon Faucher visitó Inglaterra a mediados del siglo XIX dijo que el ciudadano inglés «cree fácilmente que, exceptuando el pueblo británico, ya que ha llegado a la edad adulta, todos los otros pueblos son unos niños mayores».[34] Ciertamente, en esta aseveración se comprueba el sentimiento de superioridad y de arrogancia del insular victoriano por pertenecer a una raza superior. Para algunos historiadores, como el francés Francois Bédarida, esa actitud era indiscutiblemente justificada debido a la supremacía de Gran Bretaña «por los notorios aciertos industriales, comerciales, financieros, técnicos y políticos»,[35] aunque en lo más profundo de su sociedad se encontraba una miseria humana alarmante como consecuencia de los efectos de la economía industrial capitalista. Pero tras esa etiqueta de «sociedad industrial salvaje», se expresaba una mentalidad y filosofía de la vida diferente. El británico pertenecía a esa nación orgullosa de tener -como celebraba Voltaire en sus Cartas filosóficas– instituciones liberales, mientras el Antiguo Régimen seguía establecido en Europa; que la corte inglesa venerara por las letras permitiendo que se arropara a Bacon, Locke, Newton, etc., mientras en Francia, por ejemplo, estaba muy lejos de practicarse.[36]
Aún subsistía en la mentalidad de los británicos la imagen negativa de España por su actitud refractaria a la «ilustración», defensora del catolicismo, sumida en el fanatismo religioso y la superstición.
El origen del problema se encuentra en la propaganda anticatólica desplegada en Inglaterra contra España (la Leyenda Negra) desde la segunda mitad del siglo XVI. Tal campaña va a moldear en la mentalidad del británico un sentimiento antiespañol y una determinada imagen de los españoles. Por otro lado está la diferente historia religiosa y cultural de Inglaterra. El triunfo de la Reforma protestante en el siglo XVI en Inglaterra produjo la desamortización y disolución de los monasterios. Las prácticas cristianas de los ingleses suponían el rechazo de los elementos idolátricos de la liturgia. Se destruyeron las imágenes sagradas, signos de idolatría; se sustituyeron los frescos medievales con inscripciones piadosas; se hizo almoneda con la plata de las iglesias, etc.[37] La misma insistencia del calvinismo triunfante en el siglo XVII, para quien el trabajo es un deber divino y el enriquecimiento a través de él una señal en su favor, contradecía la idea católica de la maldad de la usura, y a la vez, conduce a identificar al clero regular como una parte de la comunidad a liquidar por lo escasamente productivo de su labor.[38]
Sin tener en cuenta estos hechos tan relevantes del protestantismo anglicano no se entiende a los viajeros británicos cuando se alegran de la realización, aunque tardía, de la desamortización española, la supresión de las órdenes monacales o cuando se mofan de los lienzos religiosos de las iglesias. Tampoco se entendería la reacción negativa ante los privilegios de la Iglesia en la Monarquía española y sobre todo cuando los acontecimientos de enero de 1874 prepararon la Restauración monárquica, suprimiendo muchas de las bases de las conquistas democráticas de 1869, aunque en las islas muy poca repercusión tuvieron. Se reconoce el catolicismo como religión oficial del Estado. La consecuencia inmediata fue el resurgir del protagonismo del clero y la iglesia en la sociedad, sobre todo en la educación. Es verdad que la misma constitución monárquica de junio de 1876 reconocía la libertad privada de culto de otras religiones, pero el protagonismo recuperado por el clero va a desatar una guerra sin tregua contra las ideas liberales, el protestantismo y la masonería.
Las imágenes que nos transmitieron de Canarias no fueron muy halagüeñas. Sus visitas coincidieron con las graves crisis, la primera de la vid en los años treinta, y la segunda de la cochinilla a partir de los ochenta. Las imágenes negativas también son frutos del hecho en sí de carecer las islas de una infraestructura mínima (transportes y servicios asociados, alojamiento, etc.) propia de una región subdesarrollada, y por la forma dramática de cómo las contradicciones económicas, sociales y políticas se manifestaban. Pronto los viajeros, en su mayoría, percibieron una realidad insular profundamente dispar. Como afirma Navarro Quintana, quizá no haya palabra más acertada para definirla que el «contraste».[39] Si bien perciben la existencia en las clases altas de una cultura europea, que viste y decora sus casas según los gustos franceses y victorianos, y que incluso piensa de una manera cosmopolita como sus correligionarios europeos, también comentaron el paupérrimo estado del pueblo, especialmente el campesinado, el analfabetismo, etc. La mendicidad, la situación del campesino, la ausencia de políticas sociales, la intolerancia, la emigración, el inmovilismo, la corruptela de la administración, etc., son contrastados con los logros sociales en su país. Efectivamente, con el triunfo del utilitarismo en Inglaterra durante todo el siglo XIX (corriente filosófica de raíces protestantes que desde el punto de vista de la ética buscaba la felicidad y la voluntad de evitar el dolor en el hombre), la era victoriana aparece como un vasto e inesperado despertar de la conciencia y como un intento, aunque imperfecto, de llevar la ética utilitarista hasta sus últimas consecuencias. La miseria en Inglaterra era conocida y el mal alojamiento de los pobres no era nada nuevo. Pero se toman medidas institucionales con el propósito de mejorar las condiciones generales de vida y de alojamiento de la clase trabajadora.[40] Producto de esta preocupación fue la proliferación de hospitales, dispensarios, orfanatos, asilos, etc. Por contra, en las islas no había ley de beneficencia, apenas había hospitales, y allí donde los hubo, cumplían todas esas funciones y más. Hacia 1850, en Inglaterra se había conseguido una jornada de trabajo de diez horas y media. Años más tarde, en las industrias claves se obtuvieron unas jornadas de nueve y la jornada de ocho horas se consiguió entre 1885 y 1900.[41] Esa reducción se debió sobre todo a los convenios colectivos conseguidos fundamentalmente por los sindicatos.[42] Mientras estas mejoras sucedían en Gran Bretaña, en la época de la explotación de la grana y décadas posteriores, la situación de campesino isleño seguía siendo de miseria. Sus jornadas de trabajo eran desde que sale el sol hasta que se pone[43] y las asociaciones obreras eran meras organizaciones mutuas de socorro y puramente asistenciales.[44] Los grandes cambios en la sociedad británica también se dieron en la enseñanza primaria, en las oposiciones públicas del funcionario, acabando de esa manera en buena medida con el clientelismo en la administración. Mientras esto sucedía en el país de Albión, en las islas, a pesar de los aires de modernidad introducidos en las postrimerías del siglo XIX, había un alto índice de analfabetismo, existía la corrupción en el funcionaria, y aún era manifiesta la superstición, la ignorancia y el fanatismo religioso. Avances sociales y prosperidad que, aunque no significaban en absoluto, como bien plasmó Engels en la Situación de la clase obrera en Inglaterra, ni la erradicación de las desigualdades ni las injusticias que engendra el capitalismo británico, «fueron siempre puntos de referencias para el resto de las naciones». Es desde esta madurez de la economía capitalista británica, como las objeciones hechas por los viajeros británicos sobre la realidad isleña toman sentido histórico.
Así pues, el estereotipo antiespañol, el sentimiento anticatólico y la arrogancia serán sentimientos que predominarán en la mayoría de los relatos de los viajeros ingleses. Con esa mentalidad, con unos valores religiosos, morales y culturales diferentes parte su «visión» de la sociedad canaria.
A pesar de la diferencia cultural y las grandes dificultades para adquirir un conocimiento profundo de las islas, sus crónicas, muchas aún por traducir al español, son ricas en datos para la historia social del Archipiélago, en la medida en que fueron unos testigos directos de la época. Sin ánimo de entrar en consideraciones sobre la pluralidad de lecturas que admiten sus escritos, trato solamente el interés etnográfico e histórico de los relatos, teniendo en cuenta que los comentarios e interpretaciones proceden a veces de viajeros pocos eruditos en la historia local.
Dejemos ahora que esa realidad se nos muestre al desnudo a través de los viajeros. No nos limitaremos a narrar sus vidas. Consecuentemente, las noticias biográficas sobre ellos son escasas, cuando no, nulas. No obstante, al final el lector podrá encontrar una pequeña reseña biográfica de los viajeros victorianos más importantes. Intentaremos, por lo tanto, situar el discurso centrándonos más en sus relatos que en la figura de ellos mismos. Recurriremos para conseguirlo a seleccionar aquellos textos que he creído que son de mayor interés, intentando evitar las repeticiones innecesarias.
[1]NOTAS
[1] El término inglés invalid no puede traducirse por «inválido», tal como lo podríamos hacer hoy. Error que ha inducido a algunos a traducirlo como el equivalente a personas disminuidas físicas. No hay clima en el mundo que devuelva la pierna al cojo, el brazo al manco o haga desaparecer la peta del jorobado. Invalids eran enfermos pulmonares y bronquiales, fundamentalmente tuberculosos, o personas que padecían de la gota, reumatismo, escrófula, ciertos enfermos zimóticos, asmáticos, aploplexia, hepatíticos, asma, hepatitis, etc., que los incapacitaba para llevar una vida normal.
[2] Corbin, Alain. El territorio del vacio. Mondadori. Barcelona, 1993. Pág., 119.
[3] Fussell, Paul. The Norton book of travel. Norton. New York, 1987. Pág., 651.
[4] Hernández González, M. «Estudio crítico» en Islas de África occidental de A.B. Ellis. J.A.D.L. La Orotava, 1993. Pág., 11.
[5] Estévez González, Fernando. Indigenismo, raza y evolución. Santa Cruz de Tenerife, 1987. Pág. 19
[6] Maczak, Antoni. Viajes y viajeros en la Europa Moderna. Omega. Barcelona, 1996. Pág., 220.
[7] Bacon, Francis. The works of Francis Bacon. 12 vols. M. Jones. London, 1818. v.xii. Pág., 84.
[8] Ibídem.
[9] Su esposo, Henry Calar Murray, fue cónsul británico en la isla desde el 23 de agosto de 1850 hasta febrero de 1860.
[10] Stefoff, Rebecca. Women of the world. Oxford, 1992. Pág. 9
[11] Allen, Alexandra. Travelling ladies. Victorian adventuresses. Jupiter. London, 1980.
[12] Middleton, Dorothy. Victorian lady travellers. Academy Chicago Publishers. Chicago, 1982. Pág. 4
[13] Foster, Shirley. Across New Worlds. Nineteenth-Century Women Travellers and their Writings. Harvester. London, 1986. Pág., 8.
[14] Vicinus, Martha. The Widening Sphere: changing Roles of Victorian Women (1980) y Mills, Sara. Discourses of diference (1991).
[15] Leites, Edmund. La invención de la mujer casta. La conciencia puritana y la sexualidad moderna. Siglo XXI. Madrid, 1990. Pág., 62.
[16] Birkett, Dea. Spinters abroad.London, 1991. Pág. 34
[17] Krauel Heredia, Blanca. «Cinco viajeras inglesas ante la fiesta nacional» en La mujer en el mundo de habla inglesa. Universidad de Málaga. 1989. Pág., 85.
[18] Middleton, D. Op. Cit. Pág. 9
[19] Birkett, Dea. Op. Cit. Pág., 23.
[20] Ibídem.
[21] Frawley, Maria H. A wider range. AssocietedUniversity Presses. London, 1961. Pág., 23.
[22] Foster, Shirley. Op. Cit. Pág., 5.
[23] Brontë, Charlotte. Villette. Rialp. Madrid, 1996. Pág., 55.
[24] Foster, Shirley. Op. Cit. Pág., 11.
[25] Pemble, John. The Mediterranean Passión. Clarendon. London, 1987. Págs., 77-78.
[26] D’Este, Margaret. In the Canaries with a camara. London 1909. Págs. 42‑43
[27] Gaunt, M. Alone in West Africa. London. 1912. Pág. 190
[28] North, M. Recollections of a happy life y A vision of Eden, págs 196 y 81, respectivamente.
[29] Frawley, Maria H. Op. Cit. Pág., 25.
[30] García Pérez, J. L. Viajeros ingleses en las Islas Canarias durante el siglo XIX. Santa Cruz de Tenerife, 1988. Del mismo autor «La presencia británica en el ochocientos» en Canarias e Inglaterra a través de la historia (Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995). También en la misma publicación, Quintana Navarro, F., La visión inglesa de Canarias a través de los informes consulares, y González Cruz, Mª Isabel, La convivencia anglocanaria: estudio sociocultural y lingüístico (1880-1914). Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995.
[31] Echevarría Perera, Elena. Andalucía y las viajeras francesas en el siglo XIX. Universidad de Málaga. 1995. Pág., 57.
[32] Freixa, Consol. Los ingleses y el arte de viajar. Serbal. Barcelona, 1993. Pág., 146.
[33] Said, Edward W. Orientalismo. Prodhufi. Madrid, 1990. Pág., 63.
[34] Bédarida, Francois. La era victoriana. Oikos-tau. Barcelona, 1988. Pág., 15.
[35] Bédarida, Francois.Op. Cit. Pág., 15.
[36] Voltaire. Cartas filosóficas. Editora Nacional. Madrid, 1876.
[37] Briggs, Asa. Historia social de Inglaterra. Alianza. Madrid, 1994. Pág., 174.
[38] Aranguren, José Luis. Moral y sociedad. La moral española en el siglo XIX. Taurus. Madrid, 1982. Pág., 15.
[39] Navarro Quintana, F. «La visión inglesa de Canarias a través de los informes consulares» en Canarias e Inglaterra a través de la historia. Cabildo Insular de Gran Canaria. 1995. Pág., 161.
[40] Woodward, E. L. Historia de Inglaterra. Alianza. Madrid, 1974. Pág., 181.
[41] Ibídem, pp., 183.
[42] Ibídem.
[43] Brito, Oswaldo. Historia del movimiento obrero canario. Editorial Popular. Madrid, 1980. Pág., 55.
[44] Ibídem, pp., 65.