Creo que en la vida de José de Viera y Clavijo hubo tres momentos decisivos que marcarán su pensamiento y formación: su traslado a La Laguna, el viaje a Madrid para publicar La Historia General de las Islas Canarias y sus viajes a Europa. En la medida en que el presente artículo trata sobre el Viera viajero, me detendré en ese aspecto, pero sobre todo su permanencia en París, capital protagonista de la cultura europea del momento.

El traslado a La Laguna en 1757 de nuestro entrañable José de Vera y Clavijo, le permitió conocer, entre otros, al marqués de San Andrés, Cristóbal del Hoy Solórzano y Sotomayor, y al marqués de Villanueva del Prado, Tomás de Nava  Grimón, el cual era el protagonista de la tertulia que llevaba su nombre. Viera accede a la biblioteca del marqués y entabla contacto con los valiosos libros sobre la naturaleza, la literatura y las artes, y autores prohibidos entonces como Voltaire, Diderot, Bufón y el resto de los autores de la nueva filosofía y de las ciencias experimentales. Contaba con 26 años de edad.

Cuando tenía 39 años, Viera viaja a Madrid para publicar La Historia General de las Islas Canarias, dado que en las islas no encontraba editor. Por suerte, a través de su amigo el racionero Agustín Ricardo Madam en Madrid se alojaría en la casa del marqués de Santa Cruz de Marcenado. Agustín era natural del Puerto de la Cruz y cuando se trasladó en 1769 a Madrid para presentarse a las oposiciones a cátedra de hebreo de los Reales Estudios de San Isidro se hospedó en la casa del marqués de Santa Cruz como ayo y maestro de su hijo, Francisco de Silva y Bazán de la Cueva, marqués de Viso. El marqués de Santa Cruz era uno de los señores más acreditados de la corte, gentilhombre de cámara del príncipe de Asturias, futuro rey Carlos IV, y amante de las letras y las artes, en definitiva un ilustrado que procuraba buena educación de sus hijos. Madan se encargó de informarle al marqués sobre las virtudes intelectuales de su conocido Viera y Clavijo y como se lamentaba del poco tiempo que tenía para estudiar debido a su compromiso de ayo le sugiere que le sustituya por el recién llegado de Canarias. El marqués de Santa Cruz nombra preceptor de su hijo a José de Viera y Clavijo.

En el año 1772 Viera logró la publicación del primer tomo de la Historia General  de las Islas Canarias, y al año siguiente, 1773, el segundo. La Real Academia de Historia aplaudió la obra y aceptó su admisión como miembro el 11 de febrero de 1774. Pero justo el año que la Academia acordó pasar a Viera a la clase de académico supernumerario, en 1777,  el marqués de Santa Cruz organizó un viaje a Spa para la convalecencia de su nuera María Leopoldo, hija de los duques del Infantado, que se había casado con su hijo Francisco de Silva y Bazán de la Cueva en febrero de 1776. Spa (Bélgica) era el auténtico lugar redescubierto por los ingleses en los primeros años del siglo XVII cuyas aguas mineromedicinales habían sido utilizadas por los romanos. La palabra inglesa spa (balneario) tiene su etimología en el pueblo belga Spa. Durante el siglo XVIII era sitio privilegiado en el Grand Tour. Los mayores aquejados de malestar estomacal y otras patologías como las bronquiales realizaban sus viajes de verano a tomar las famosas aguas de Spa.

Viera hizo tres viajes en su vida y los tres bajo los auspicios del marqués de Santa Cruz: en 1774 a tierras castellanas, cuyo resultado es el librito Viaje a la Mancha, y dos viajes a Europa; el Viaje a Francia y Flandes entre los años 1777 y 1778 y el Viaje a Italia entre los años 1780 y 1781.

Los tres viajes van a cobrar un especial sentido en la vida de Viera, pero sobre todo su viaje a Francia en 1177 y 1778l. El 24 de junio de 1777 salieron de Madrid en varios coches, el joven matrimonio de los marqueses del Viso, los duques del Infantado, su hijo y heredero, el conde de Saldaña, al que acompaña su ayo, el abate estudioso de la botánica Antonio Cavanilles, además del propio Viera y Clavijo. Les acompañaba el correspondiente séquito de ayudantes y criados.  Van a viajar por Francia y Flandes hasta el día 5 de enero de 1779. Llegaron a París el 13 de agosto. Como era debido, el mismo día de su llegada fueron visitados por el conde de Aranda, embajador de España, que no dejó de agasajarles durante el tiempo de su estancia parisina. Nada más llegar a la capital francesa, los Viso-Infantado visitan la Biblioteca del Rey, la Sorbona, la catedral de Notre-Dame, el palacio del Luxemburgo, el jardín del palacio del Louvre y otros centros culturales. Visitan ferias como la de San Miguel o la de San Ovidio; los bosque de Bologne, a los alrededores de la capital, etc.

Viera da cuenta de los conventos, academias, escuelas, bibliotecas, imprentas y  librerías que había en París, además de las revistas y  periódicos franceses. Anota las misas y funciones religiosas a las que asisten, casi diariamente.  Raro era el día en que Viera y sus acompañantes no asistían a reuniones «en sociedad», invitados aristócratas y embajadores, algunos de ellos parientes. Viera está atento a todo lo que significaba progreso, industria, ciencias, buenas letras, obras públicas. Constata admirablemente lo bien surtidas que estaban las librerías y las tiendas con instrumentos o aparatos científicos (ópticos, de matemáticas y de física, anteojos acromáticos, etc.).

Los salones parisinos estaban de moda cuando llegó Viera a la capital francesa. Intelectuales, los aristócratas “liberales”, visitantes y viajeros solían acudir a ellos. Se discutía de ciencias, filosofía, arte, política, se oía música, etc. Algunos polemistas de estos salones padecieron la cárcel y el exilio. Viera y sus acompañantes también acuden a asambleas y tertulias científicas y literarias. Le interesaba todo lo nuevo y curioso, y siempre estaba dispuesto a observar y recrearse con la ciencia. En varias ocasiones Viera visitó el observatorio astronómico que Messier tenía en su casa para admirar su excelente telescopio, y contempló «las cumbres de la luna, el anillo de Saturno, los satélites de Júpiter, etc.».

De suma importancia fue la visita que hace a las Academias. El 25 de agosto de 1777 Viera y Cavanilles, dos ayos de los aristócratas, acudieron a la Academia de Francia. Ambos quedaron maravillados por el lugar y la destacada concurrencia de hombres de ciencia. Allí, por fin, conoció Viera por primera vez al célebre D’Alembert, secretario perpetuo de la Academia, y a muchos otros como Saint Lambert,  Marmontel, Condillac, La Harpe, Delille, Montaret, etc. Pero el más que le causó una profunda impresión fue D’Alambert, de cuyo discurso escribe:

 

Cada cláusula sentenciosa, cada pensamiento filosófico,  proposición alusiva a humanidad, patriotismo, despotismo, fanatismo, etc. era universalmente aplaudida con fuertes palmadas.  Incluso las mujeres comprendían y daban peso a los conceptos del orador.

 

Entre otras sesiones académicas, la más significativa fue la asamblea pública de la Academia de las Ciencias del 29 de abril de 1778 en el Louvre, para la que se había anunciado la presencia de Voltaire y también la del científico Benjamín Franklin. Viera nos dice:

 

me costó mucho trabajo penetrar hasta el salón de la junta, tuve que sentarme en el suelo durante la larga sesión, como lo hicieron muchas personas distinguidas, sin exceptuar algunos ministros extranjeros.  Cuando entró el referido Voltaire, se hubo de hundir la sala en aplausos y palmoteos del concurso. Hallábase allí el célebre filósofo Franklin, el libertador de la América Inglesa, su patria, el cual adelantándose a recibir filósofo  francés, ambos se besaron y abrazaron con nuevos aplausos del concurso.  Voltaire, viejo, flaco, arrugado, octogenario, llevaba una casaca de terciopelo negro de corte antiguo, chupa hasta las rodillas de una tela color de rosa con ramos de plata, medías de embotar, vueltas de encajes en la camisa que le cubrían casi todos los dedos de la mano, pelucón de tres nudos y su muleta. Franklin tenía un vestido entero de paño color de buey con medias iguales, gran corbata, su pelo propio entrecano por detrás de la oreja, que le  llegaba a la espalda, una calva muy reverenda y sus espejuelos de gafas. Era un hombre como de setenta años, un poco lleno, blanco y de buen color.

 

Viera estaba sentado a los pies de D’Alembert y no pudo ocultar su emoción cuando ve a Marie-Jean-Antoine Condorcet, el destacado filósofo, matemático y político francés, colaborador activo en la Enciclopedia con D’Alambert que había redactado para la Asamblea Legislativa francesa el Repport et proyect de décret sur l’organisation générale de l’instruction publique, convertido en norma de la pedagogía republicana. Pero sin duda quien dejaría huella sería Voltaire.

En París era normal ver a científicos y profesores  ofreciendo cursos a particulares interesados  y Viera completa su periplo instructivo con la realización de algunos de los cursos impartidos por algunos eminentes científicos del momento, que da cuenta con puntualidad en su libro Viaje a Francia y Flandes. No podemos dejar de mencionar uno  de los cursos que siguió Viera con pasión: el de Jacques Christophe Valmont de Bomare, quien publicó en 1764 un Díctionnaíre raisonné universal d’Histoire Naturelle, y dirigía el gabinete de física de Condé. Sus cursos sobre historia natural eran famosos en París. Viera quedó maravillado de los grandes dotes didácticas. A sus clases teóricas las acompañaba con excursiones al campo. A Viera le causó una gran impresión la personalidad del orador, e influyó decisivamente en la elaboración de su Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias, recientemente reeditado por Nivaria Ediciones y patrocinado por el Excmo. Ayuntamiento de Los Realejos.

Aunque la marquesa de Viso había mejorado en Francia su salud, la de su marido parecía que no. Por las fechas en que muere Voltaire se agrava la dolencia del marquesito, como lo llamaba Viera, y se llamó al célebre médico Bouvart [sic] quien diagnosticó muy mal estado. El 29 de mayo de 1778 Viera escribió a Madrid comunicando al marqués de Santa Cruz el mal estado de la salud de su hijo. El marqués marchó a París,  a donde llegó el 1 de julio, y preparó la vuelta a España.  Descansaron en la ciudad de San Sebastián donde permanecieron hasta el 1 de septiembre y el 6 de octubre llegaron a Valencia donde permaneciendo el resto del año. La enfermedad del joven se agravaba día a día y falleció el 5 de enero de 1779, sin poder llegar a Madrid.

Después de la muerte de su hijo,  el marqués de Santa Cruz decidió ir a buscar a Viena una segunda esposa. En la Corte de la capital austriaca tenía el marqués dos tías hermanas de su padre que estaba seguro que le ayudarían. Este viaje quiso hacerlo vía Italia, y  que le acompañase Viera. Aunque no alcanza la importancia que su viaje de 1777, su periplo por Italia, Austria y Alemania van a proporcionar a Viera todo el glamour de las grandes ciudades de la Europa central.

En Viena tiene la oportunidad de conocer a  Nicolas-Joseph Jacquin (1727-1817), químico y director del jardín botánico. Quedó fascinado por la perfección del recinto. Asimismo, visita al doctor Ingenhousz, médico holandés del emperador, autor de nuevos experimentos  sobre aires fijos de las plantas. Ingenhousz realizó unos quinientos ensayos sobre vegetales y los expuso en Experiments upon vegetables (1779). A partir de las teorías de Pringle (1707-1782), médico inglés, examina las influencias recíprocas entre animales y vegetales. Formula hipótesis reveladoras acerca de la nutrición y del gas en la formación de las plantas.

En París don José adquirió libros -entre ellos la cr6nica de la conquista betancuriana, que le fue de gran utilidad-; en Viena obtuvo papeles para su Historia y en Roma una colección de copias de bulas inéditas que se guardaban en el Archivo Secreto del Vaticano.

En julio de 1781 Viera  está de nuevo en Madrid. En sus cartas manifiesta su sensación de despertar de un sueño, como declaró en unas palabras remitidas a Domingo Iriarte:

 

Se acabó mi silencio con mi viaje. Y véame Vd. aquí en esta cama calurosa, dura y seca de Madrid, á manera de un hombre, que despertando de un largo sueño, cree haber visto variedad de países deliciosos observando mil objetos á qual más agradable, y tratado muchas personas de todo respeto y amor. ¿Si será verdad que he estado en Viena?.

 

Pero los viajes fueron una experiencia clave para su formación y futuro itinerario en las letras, fundamentalmente su  estancia en París. Allí conoció a personajes de la talla de Voltaire, D’Alembert, Condorcet, Franklin; entabló estrecha relación con destacados naturalistas de la época y su presencia en los gabinetes parisinos donde estudió y realizó sus cursos formativos, el gabinete de física dirigido por Joseph-Aignan Sigaud de la Fond, el de ciencias naturales  de de Jacqques-Christophe Valmont de Bomare  y  de química  de Balthar-George Sage, van a dotar a Viera de una formación científica propia de los ilustrados de entonces. No podemos afirmar que Viera fuera un innovador en el plano científico, pues no aporta nuevas teorías o un sistema de pensamiento original. Pero sí contribuyó a la difusión de las nuevas ciencias y sus investigaciones en el marco de la historia natural abren nuevas vías de conocimiento y de trabajo.

 No diríamos nada nuevo si afirmaramos que José de Viera y Clavijo era un ilustrado, pero era ante todo un viajero ilustrado, en tanto en cuanto para él, como para el viajero de la Ilustración, el viaje no sólo era movilidad, desplazamiento, sino que marca un fin educativo, ilustrativo, instructivo. Viera viaja con el firme propósito de ampliar sus campos de mira, de enriquecer su espíritu, ampliar sus conocimientos y curar sus prejuicios. Los viajes le proporcionaron curiosidad crítica y horizontes nuevos. Es verdad que la lectura de las obras del padre Feijoo lo condujo al modelo de criticismo francés, como afirma Cioranescu. Feijoo ponía al lector en comunicación con las más variadas ideas desarrolladas por entonces en Europa y apenas conocidas en España.  Feijoo dio a conocer los descubrimientos científicos de Descartes, Newton, y sobre todo de Francis Bacon, el gran enemigo del aristotelismo. Su gran objetivo era la crítica de los prejuicios tradicionales, de las practicas supersticiosas,  la defensa  del método experimental sobre el razonamiento silogístico y ataca los métodos escolásticos, aunque afirma la compatibilidad de la fe y la ciencia.

Pero los viajes lo acercaron más a la cultura francesa, que ocupó una posición de privilegio entre las restantes, y que se incrementó tras sus excursiones europeas y, sobre todo, su estancia en París. El viaje significa para Viera el poder alcanzar todo aquello que a Canarias venía desde el extranjero y que aquí sólo se imaginaba. Las estrechas relaciones comerciales de Canarias y la afluencia de los más destacados exploradores y viajeros dieciochescos, vincularon a los isleños con los gustos y puntos de vista europeos, y consiguientemente  no era extraño que las elites comerciales y cosmopolitas o el mismo clero secular, en conflicto con las órdenes regulares, abrazaran los aires ilustrados que soplaban Europa. Viera se sintió atraído  por esa cultura lejana geográficamente, pero tan familiar en su espíritu.

Los viajes también le proporcionaron a Viera su fe ciega en la felicidad obtenida a través del conocimiento y la educación, la única vía posible para superar las viejas y anquilosadas estructuras. Las experiencias vividas por Viera en sus viajes nacionales y europeos acentuaron su crítica visión social de España. A lo largo del siglo XVIII fueron muchas las voces que se alzaron para apoyar las necesarias reformas en aras de la modernización del conocimiento, la economía, la política y la religión. Viera pone de manifiesto la distancia de España con respecto a Europa todavía a finales del siglo, aunque en la realidad cultural del país se apreciaron cambios en relación con las décadas de la primera mitad de la centuria, y quedó muy seducido por los adelantos contemplados  en las principales capitales europeas

 Viera murió en febrero de 1813, tras escribir su última obra, una traducción de Mitrídate de Racine. En palabras de su hermana, María Joaquina, se mantuvo sereno y activo hasta el último instante.

Como afirma Agustín Millares Torres, la aurora de gloria que ciñe la frente de nuestro insigne canario es bastante esplendorosa. El tiempo, alejando su nombre lo agrandaría indudablemente ¿Tendrá entonces en las Canarias un monumento digno de su gloriosa fama y de los inmensos servicios que prestó a su patria?