La Prensa, EL DÍA
El año de 1339, nació en el condado de Eu, en Normandía, Juan de Béthencourt, barón de Saint-Martín-le-Gaillard. Era de ilustre familia y, habiéndose distinguido ya en la guerra y, en la navegación, llegó a ser chambelán de Carlos VI. Pero tenía gran afirmación a los descubrimientos, y cansado del servicio de la corte durante la demencia del rey y poco feliz, además, en su matrimonio, resolvió dejar su país y hacerse célebre en alguna arriesgada conquista. He aquí como se le presentó la ocasión.
Existe sobre la costa africana un grupo de islas llamadas Islas Canarias, conocidas en otro tiempo con el nombre de Afortunadas, Jubá, hijo de un rey de Numidia las había ya explorado según nos refiere la tradición, por el año 770 de Roma. En la Edad media, si hemos de creer a ciertos relatos, visitaron parte de éste interesante grupo, viajeros árabes, genoveses, portugueses, españoles y vizcaínos. Por fin en 1393, un señor español llamado Almonaster, que mandaba una expedición, hizo un desembarco en Lanzarote, una de las Canarias, llevando consigo al retirarse además de un cierro número de prisioneros, productos que atestiguaban la gran fertilidad del Archipiélago.
Este hecho como que dio el aviso al caballero normando. La conquista de las Canarias le alucinó y, hombre piadoso, resolvió convertir a los canarios a la fe católica. Era un hombre valeroso, inteligente, recto, acaudalado. Abandonó su palacio de Grainville-la-Teinturiére, de Caux, y se dirigió a la Rochelle. Allí se encontró al caballero Gadifer de la Salle, también ganoso de aventuras. Juan de Béthencourt le refirió sus proyectos de expedición y Gadifer le propuso que se uniera a él para probar fortuna juntos. Se hicieron mutuos ofrecimientos y cambiaron explicaciones largas de contar, y el trato quedó convenido.
Sin embargo, Juan de Béthencourt había reunido su ejército. Contaba con buenos navíos abundantemente provistos de gente y de vituallas. Ambos personajes se dieron a la vela, y después haberse visto contrariados por los vientos al paso de la isla de Ré y más aún por las disensiones que con frecuencia se provocaban a bordo entre los jefes y el equipaje, llegaron al puerto de Vivero, en la costa de Galicia, y luego a la Coruña. Allí se detuvieron ocho días. Los franceses tuvieron un lance con un llamado conde de Escocia que se mostró grosero con ellos; pero todo se redujo a cambio de palabras. El barón se hizo de nuevo a la mar, dobló el Cabo de Finisterre, siguió la costa portuguesa hasta el cabo de San Vicente, y llegó al puerto de Cádiz, donde permaneció bastante tiempo. También allí tuvo que habérselas con unos mercaderes genoveses que le acusaban de haberles tomado un barco, y hasta tuvo que ir a Sevilla donde el rey Enrique III le hizo justicia poniéndole al abrigo de toda acusación. Juan de Béthencourt, regresó a Cádiz y encontró una parte de su equipaje en completa insubordinación. Sus marineros, temerosos de los peligros de la expedición, no querían continuar el viaje; pero el caballero francés, quedándose con los valerosos y despidiendo a los cobardes, hizo aparejar y, dejando el puerto, se lanzó a la mar.
El navío del barón se vio contrariado durante tres días por tenaces calmas que él llamaba “la bonanza;” Después mejoró el tiempo y a los cinco días llegó a la Graciosa, uno de los islotes del grupo de las Canarias, pasando de allí a Lanzarote, isla ya de mayor importancia cuya longitud es de 44 kilómetros por de 16 de latitud, y semejante en extensión y figura a la isla de Rodas. Lanzarote es rica en pastos y en buenas tierras de cultivo propias para la producción de la cebada. Hay muchas fuentes y cisternas de excelente agua, y se produce en abundancia la planta tintórea llamada orchilla. En cuanto a los habitantes de esta isla, que viven casi desnudos, son de elevada estatura, bien formados, y sus mujeres, vestidas con una especia de holopaudas de piel que les llega casi al suelo, son hermosas y honestas.
Juan de Béthencourt deseaba apoderarse de algunos indígenas antes de que sus proyectos de conquista fuesen conocidos. Pero no conocía el país y la operación era difícil. Se decidió, pues, a fondear al abrigo de otro islote situado más al Norte y, reuniendo su consejo de nobles, les pidió su dictamen respecto a lo que convendría hacer.
El consejo fue de opinión de que era necesario a todo trance, valiéndose de la seducción ó de la astucia, apoderarse de algunos indígenas. La fortuna favoreció al bravo caballero. Guadarfía, rey de la isla, entabló relaciones con él, y juró obediencia, como amigo, no como súbdito. Juan de Béthencourt hizo construir un castillo ó mejor dicho un fuerte en la costa Sud-Oeste de la isla en el que dejó algunos hombres a las órdenes de Bertín de Berneval, hombre inteligente y fiel y marchó con el resto de la expedición a la conquista de la isla Erbania, que no es otra que Fuerteventura.
Gadifer aconsejó efectuar un desembarco durante la noche, y así se hizo; liego tomó el mando del pequeño ejército y, por espacio de ocho días, recorrió la isla sin lograr encontrar uno solo de sus habitantes que se habían refugiado en las montañas. Falta de víveres, se vio obligado a regresar y desembarcó en el islote de Lobos situado entre Lanzarote y Fuerteventura. Pero allí, el pilote se rebeló contra él, costándole no poco trabajo regresar con el barón a Lanzarote.
En tales circunstancias, resolvió Juan de Béthencourt regresar a España a fin de reunir provisiones y un nuevo contingente de hombres y de armas, pues ya no podía contar con su tripulación. Dejó, pues, a Gadifer al mando de las islas, se despidió de su compañía y se embarcó en un navío perteneciente a Gadifer.
Ya hemos dicho que Juan de Béthencourt había nombrado a Bertín de Berneval comandante del fuerte de Lanzarote. Este Berneval era enemigo personal de Gadifer, y así fue que, apenas se había embarcado el caballero normando, trató de indisciplinar a sus soldados consiguiendo arrastrar a algunos, particularmente gascones, a rebelarse contra el gobernador. Este que no sospechaba las maquinaciones de Berneval se ocupaba en perseguir los lobos marinos en el islote de Lobos, en compañía de su amigo Remonnet de Leveden y de otros muchos. Este Remonnet, fue enviado a Lanzarote en busca de víveres y no encontró allí a Bernegal, que había abandonado la isla con sus cómplices para dirigirse a un puerto de la Graciosa, donde un patrón de barco, engañado por sus promesas, había puesto un buque a su disposición.
Desde la Graciosa volvió a Lanzarote el traidor Berneval, llegando al colmo de su ruindad simulando una alianza con el rey y con los habitantes de la isla. El rey, no pudiendo figurarse que un oficial del Sr. de Béthencourt, en quien tenía absoluta confianza, pudiera engañarlo, vino con veinte y cuatro de sus vasallos a ponerse a disposición de Berneval. Este, en cuanto se durmieron, los hizo prender y conducir al puerto de la Graciosa. El rey, al verse traidoramente engañado, rompió sus ligaduras, libertó a tres de sus hombres y huyó con ellos; pero sus desgraciados compañeros quedaron prisioneros y fueron entregados por Berneval a unos españoles que luego los vendieron en extranjera tierra.
Pero no fue esta la sola infamia de Berneval. Por orden suya sus compañeros se apoderaron del navío que Gadifer había enviado al fuerte de Lanzarote en busca de víveres. Remonnet quiso luchar con los traidores, pero él y los suyos eran pocos y ni sus súplicas pudieron evitar que la gente de Berneval, y el mismo Berneval en persona, les robaran y destruyeran las provisiones, las herramientas y las armas que Juan de Béthencourt había reunido en el fuerte de Lanzarote. A estas infamias unieron los insultos, y Berneval exclamó:”Quiero que Gadifer de la Salle sepa que si fuese tan joven como yo, irá a matarlo; pero como no lo es, lo perdono. Sin embargo, como trate de molestarme, lo haré ahogar en la isla de Lobos para que se dedique a la pesca de lobos marinos.”
Sin embargo, Gadifer y diez de sus compañeros, sin víveres y sin agua, estaban expuestos a perecer en la isla de Lobos. Afortunadamente, los dos capellanes del fuerte de Lanzarote, habían ido al puerto de la isla Graciosa y consiguieron interesar a un patrón de barco, irritado también con la traición de Berneval. Este patrón les dio uno de sus compañeros, llamado Jiménez, que regresó al fuerte de Lanzarote. Encontrábase allí un frágil barquichuelo que Jiménez cargó de víveres, y embarcándose en él con cuatro de los hombres más fieles a Gadifer, se aventuró a ganar el islote de Lobos, distante cuatro leguas, salvando “el paso más horrible de cuantos se encuentran en aquellos mares.”
Gadifer y los suyos, eran víctimas de las más horribles torturas ocasionadas por el hambre y la sed. Jiménez llegó a tiempo de evitar que sucumbieran, y Gadifer, enterado de la traición de Berneval, se embarcó en la lancha para regresar al fuerte de Lanzarote. Estaba indignado con la conducta de Berneval para con los pobres canarios, a los cuales el señor de Béthencourt y él había jurado protección. No! Jamás hubiera él pensado que aquel traidor se hubiera atrevido ni a intentar lo que había hecho; él, a quien siempre había considerado como a uno de los más honrados de la expedición.
Durante aquel tiempo ¿qué hacía Berneval? Después de haber hecho traición a su señor la había hecho a sus compañeros que le habían ayudado a realizar sus fechorías; hacía desembarcar a doce de ellos, y partía con intención de reunirse en España con Juan de Béthencourt y de hacerle aprobar su conducta contándole las cosas a su manera. Tenía, pues, la intención de deshacerse de testigos importunos y los abandonó. Aquellos infelices pensaron primero implorar la generosidad del gobernador y se confesaron al capellán, que los alentó en esta idea. Pero aquellas pobres gentes, temiendo la venganza de Gadifer, se apoderaron de una lancha y, en un momento de desesperación, huyeron a la costa de África. Después de perder diez hombres que se ahogaron en la travesía, la lancha llegó a Berbería y su tripulación quedó prisionera de los moros que los hicieron esclavos.
En la época en que esto sucedía en Lanzarote, Juan de Béthencourt llegaba a Cádiz en el navío de Gadifer. Allí tomó medidas de rigor contra los hombres de su equipaje inclinados a la rebelión, haciendo prender a los principales. Luego envió su navío a Sevilla, donde se encontraba entonces el rey Enrique III; pero el buque naufragó en el Guadalquivir ocasionando grandes pérdidas a Gadifer.
Al llegar a Sevilla Juan de Béthencourt, encontró allí a un tal Francisco Calvo que había ido precipitadamente de Canarias y que ofreciera regresar con provisiones para el gobernador, pero el barón de Béthencourt no quiso tomar ninguna decisión sin oír antes al rey.
En este estado las cosas, llegó Berneval con sus principales cómplices y algunos canarios que había llevado con intención de venderlos como esclavos. Aquel infame esperaba sacar partido de su traición y sorprender la buena fe de Juan de Béthencourt; pero no había contado con un tal Courtille, trompeta de Gadifer, que se hallaba entre los suyos. Aquel bravo soldado denunció las infamias de Berneval y consiguió que él y sus gente fuesen encerrados en la prisión de Cádiz. Courtille hizo conocer, además, la situación de los canarios presos a bordo, y el caballero normando que no podía salir de enciílla en el momento en que iba a obtener la audiencia del rey, dio orden para que aquellos insulares fuesen tratados con toda clase de consideraciones. Pero, durante este tiempo, el navío que los conducía fue a un puerto del Mediterráneo y allí, aquellos infelices, fueron vendidos como esclavos.
Sin embargo, Juan de Béthencourt había logrado ser recibido por el rey de Castilla y, después de haberle contado el resultado de su expedición, “Señor, le dijo; vengo a pediros socorros, y que me permitáis conquistar a la fe cristiana las islas llamadas las Canarias, y puesto que vos sois rey y señor de todos esos países y el rey cristiano más próximo, he venido a pediros vuestra venia suplicándoos que me recibáis para rendiros homenaje.”
El rey recibió gozoso los homenajes del caballero normando, le dio el señorío de las Islas Canarias y además el quinto de las mercancía que de dichas islas se importasen en España; le dio veinte mil maravedises para comprar provisiones que enviar a Gadifer y le concedió del derecho de acuñar moneda en las islas.
Desgraciadamente, aquellos veinte mil marevedises, fueron confiados a un hombre de mala fe que se huyó a Francia, llevándose el donativo del rey de Castilla.
Sin embargo, Juan de Béthencourt, obtuvo además de Enrique III un navío bien aparejado y tripulado por ochenta hombres, bien provistos de víveres, de armas y herramientas, El barón, reconocido de la generosidad del rey escribió a Gadifer el relato de todo lo que había hecho, su extrema irritación y su desaliento al enterarse de la conducta de Berneval, en quien tenía confianza, y le anunciaba la próxima salida del barco dado por el rey de Castilla.
Durante aquel tiempo, se verificaban en Lanzarote graves acontecimientos. El rey Guadarfía, ofendido de la conducta del traidor Berneval, se había sublevado, y algunos compañeros de Gadifer fueron muertos por los canarios. Gadifer estaba resuelto a exigir el castigo de los culpables, cuando un pariente del rey, el indígena Ache, vino a proponerle que se apoderase de Guadarfía y luego lo destronase proclamándoles a él rey de la isla. Este Ache era un malvado que, después de haber hecho traición a su rey, se proponía hacerla a los normandos y arrojarlos del país. Gadifer, que no sospechaba sus malas intenciones y queriendo vengar la muerte de los suyos aceptó las proposiciones de Ache, y, poco tiempo después, la víspera de Santa Catalina fue sorprendido el rey y llevado prisionero al fuerte.
Algunos días más tarde, Ache, proclamado nuevamente rey de la isla, atacó a los compañeros de Gadifer, hiriendo a muchos mortalmente. Pero la noche siguiente, Guadarfía, que había logrado escaparse, y se apoderó a su vez de Ache é inmediatamente lo hizo apedrear y quemar.
El gobernador muy irritado con las violentas escenas que se repetían diariamente, resolvió matar a todos los hombres del país, exceptuando solo las mujeres y los niños para hacerlos bautizar. Pero en aquel tiempo llegó el navío enviado por Juan de Béthencourt, y otras atenciones distrajeron a Gadifer. Este navío, además de sus ochenta hombres y de las provisiones que llevaba, era portador de una carta en la que Béthencourt, entre otras cosas, decía a Gadifer, que había hecho homenaje de las Islas Canarias, el rey de Castilla, lo que no agradó al Gobernador, que pensaba tener su parte en las islas. Pero disimuló su descontento y dispensó buena acogida a los recién llegados.
El desembarco de los víveres y de las armas se hizo enseguida y Gadifer se embarcó en el mismo navío con objeto de explorar las islas vecinas. Iba acompañado de Remonnet y de otros muchos, y llevaba consigo dos canarios para que le sirvieran de intérpretes.
Gadifer llegó sin dificultad a Fuerteventura. Pocos días después de su desembarco, partió con treinta y cinco hombres a explorar el país; pero muy pronto, la mayor parte de su gente le abandonó, quedándose solo con trece hombres, dos de ellos archeros. Gadifer continúo no obstante su exploración, y después de haber vadeado un riachuelo, penetró en un magnífico valle sombreado por ochocientas palmeras. Después de descansar emprendió de nuevo la marcha subiendo una larga ladera.
Allí se le aparecieron unos cincuenta indígenas, que rodeando al pequeño ejército, amenazaron exterminarlo. Gadifer y sus compañeros se defendieron bien y consiguieron poner en fuga a los enemigos, logrando reembarcarse al anochecer, llevando consigo cuatro mujeres prisioneras.
Al siguiente día, Gadifer dejó Fuerteventura y se dirigió a Gran Canaria, fondeando en un gran puerto cerca de Telde. Quinientos indígenas le salieron al encuentro, pero sin hacer demostraciones hostiles; cambiaron productos del país, tales como higos y sangre de drago, sustancia resinosa extraída del drago cuyo olor balsámico es muy agradable, por anzuelos y pedazos de hierro. Sin embargo, estos isleños se mantenían en guardia contra los extranjeros, pues ya estaban escarmentados de la gente del capitán López que, veinte años antes, había hecho una irrupción en la isla, y no permitieron a Gadifer que desembarcara.
El gobernador se vio, pues, obligado a levar anclas sin haber explorado la Gran Canaria y se dirigió a la isla del Hierro. Después de costearla solamente, llegó de noche a la Gomera en la que brillaban fuegos de los indígenas. Cuando amaneció, algunos compañeros de Gadifer quisieron desembarcar; pero los gomeros, muy temibles por su agilidad é intrepidez, se precipitaron sobre los invasores que tuvieron que reembarcarse a toda prisa.
Gadifer, disgustado de la acogida que le habían dispensado aquellos insulares, resolvió tentar de nuevo la fortuna en la isla del Hierro. Partió, pues, y llegó de día a la isla, donde pudo desembarcar sin obstáculo, permaneciendo en ella veinte y dos días sin ningún contratiempo.
La isla era magnífica en su parte central. Más de cien mil pinos la cubrían. Arroyos transparentes y abundantes la regaban en todas direcciones; las codornices se venían a las manos y se encontraban en gran abundancia cerdos, cabras y ovejas.
De esta isla hospitalaria pasaron los conquistadores a la de la Palma, y fondearon en un puerto situado a la derecha de un río. Esta isla era la más avanzada en el Océano y estaba cubierta de pinos y de dragos, regada por muchos ríos, revestida de espléndida verdura y podía servir para toda clase de cultura. Sus habitantes, altos, robustos y bien formados eran de fisonomía agradable y de piel muy blanca.
Gadifer permaneció poco tiempo en esta isla; sus marineros hicieron aguada para el regreso y en dos noches y dos días, después de haber costeado las otras islas del archipiélago sin desembarcar, llegaron al fuerte de Lanzarote. Habían estado ausentes tres meses durante los cuales sus compañeros, siempre en guerra con los indígenas, habían hecho gran número de prisioneros, y los canarios, desmoralizados, venían diariamente a rendirse a discreción y a implorar la consagración del bautismo. Gadifer, satisfecho de estos resultados, hizo partir para España a uno de sus oficiales a fin de dar cuenta a Juan de Béthencourt del estado de la colonia canaria.
El enviado del gobernador no había aún llegado a Cádiz cuando el barón de Béthencourt desembarcaba en persona en el puerto de Lanzarote, con una “buena aunque escasa compañía”. Gadifer y sus compañeros les dispensaron entusiasta acogida, lo mismo que los canarios bautizados. Poco días después, el rey Guadarfía vino en persona a rendirse, y, el año 1404, el 20 de Febrero, se hizo cristiano con todos sus compañeros. Los capellanes de Juan de Béthencourt redactaron, para ellos, una instrucción sencilla conteniendo los principales elementos del cristianismo, la creación del mundo, la caída de Adán y Eva, la historia de Noé y de la torre de Babel, la vida de los patriarcas, la historia de Jesucristo y de su crucifixión por los judíos; y explicando, en fin, los diez mandamientos de la ley, el santo sacramentos del altar, la pascua. La confesión y otros puntos.
Juan de Béthencourt era hombre ambicioso. No contento con haber explorado y por decirlo así, tomado posesión del archipiélago canario, soñaba con conquistar las regiones del África que baña el Océano. Este era su secreto pensamiento al regresar a Lanzarote y, sin embargo, aun le faltaba mucho para establecer una dominación efectiva en el grupo de islas de las que verdaderamente no era más que el señor nominal. Resolvió, pues, acometer la empresa y visitar en persona todas las islas que ya Gadifer había explorado.
Pero, antes de partir, tuvo una entrevista con Gadifer, cuyos detalles será bueno referir. Gadifer, ponderando sus servicios, pidió al barón que los recompensara haciéndole donación de Fuerteventura, de Tenerife y de la Gomera.
-“Amigo mío, le replicó Gadifer; pero hay una cosa con la que no estoy contento: con que hayáis hecho ya homenaje de las islas Canarias al rey de Castilla, y con que os consideréis señor absoluto de ellas.
-Es verdad, respondió Juan de Béthencourt, que he hecho ese homenaje y que me considero verdadero señor, porque así lo requiere el rey de Castilla. Pero si queréis aguardar al fin de la empresa, para contentaros os daré y dejaré algo que os satisfaga por completo.
-Yo no permaneceré mucho tiempo en este país; pues necesito volver a Francia. No quiero estar más aquí.
Los dos compañeros se separaron; pero Gadifer se aplacó poco a poco y no se negó a acompañar al barón durante su exploración del archipiélago.
Juan de Béthencourt, bien provisto y bien armado, se dio a la vela en dirección a Fuerteventura, donde permaneció tres meses, apoderándose desde luego de un gran número de indígenas que hizo trasportar a Lanzarote. A nadie admirará esta manera de proceder que era la acostumbrada en una época en que todos los exploradores hacían lo mismo.
Durante su permanencia en Fuerteventura, el barón recorrió toda la isla, después de haberse fortificado contra los ataques de los indígenas, que eran de elevada estatura, fuertes, y firmes observadores de su ley. Sobre la vertiente de una montaña, fue construida una fortaleza, cuyos restos se descubren aún en medio de un caserío.
En aquella época, Gadifer, aunque no había olvidado su mal humor,-que con frecuencia se traducía en duras palabras-aceptó el mando de una compañía que el barón puso a su disposición para conquistar la Gran Canaria.
Partió el 25 de Julio de 1404; pero aquella expedición no dio ningún resultado útil. Comenzaron los expedicionarios por verse contrariados por tempestades y vientos contrarios. Al fin llegaron cerca del puerto de Telde; pero como se acercaba la noche y la brisa soplaba con fuerza, no se atrevieron a desembarcar en aquel paraje y se dirigieron a la playa de Arguineguín, frente a la cual permanecieron fondeados once días. Allí, los naturales, excitados por su rey Artamy, colocaron trampas que estuvieron a punto de ser fatales para la gente de Gadifer, Hubo escaramuzas, se vertió sangre, y los castellanos no creyéndose en número bastante, se dirigieron a Telde y a los dos días hicieron rumbo para Lanzarote.
Gadifer, contrariado en sus pretensiones, empezó a encontrar malo todo cuanto le rodeaba. Los celos que sentía contra su jefe aumentaban cada día y llegaban a traducirse en violentas recriminaciones, repitiendo sin césar que el barón de Béthencourt trabajaba sólo para sí, y que la empresa no estaría tan adelantada si otros no le hubiesen ayudado. Estas palabras llegaron a oídos del barón, que se irritó en extremo. Atribúyalas, como era natura, al envidioso Gadifer, lo que ocasionó una acalorada reyerta entre ambos. Gadifer persistía en su idea de dejar un país en el que cuanto más tiempo permaneciera menos ganaría. Entonces, Juan de Béthencourt, que había dispuesto sus asuntos para regresar a España, propuso a Gadifer que le acompañara, para procurar llegar a un acuerdo. Gadifer aceptó; pero los dos rivales no hicieron el viaje juntos, sino que cada uno partió en sus respectivos barcos. Al llegar a Sevilla, hizo Gadifer sus reclamaciones; pero el rey de Castilla no las atendió aprobando plenamente la conducta del barón de Béthencourt. Gadifer dejó a España, regresó a Francia y no volvió más a aquellas Canarias que él había esperado conquistar por su propia cuenta.
El barón de Béthencourt se despidió del rey al poco tiempo, pues la administración de la naciente colonia reclamaba imperiosamente su presencia. Antes de su marcha, los habitantes de Sevilla, que le querían mucho, le hicieron grandes obsequios, y, lo que era más útil, le proveyeron de armas, de víveres, de oro y de plata.
Juan de Béthencourt llegó a la isla de Fuerteventura, donde fue entusiastamente recibido por sus compañeros. Gadifer, al partir, había dejado en su lugar a su bastardo Anníbal, a quien, sin embargo, el barón acogió con agasajo.
Los primeros días de la instalación del barón de Béthencourt en la isla se señalaron por numerosos combates con los isleños, que llegaron hasta a destruir la fortaleza después de haber quemado una capilla y robado las provisiones. El barón los persiguió con rigor, obteniendo al fin la victoria. Llamó a muchos de los suyos que se habían quedado en Lanzarote y dio orden para que la ciudadela fuera reconstruida inmediatamente.
Sin embargo, los combates menudeaban pereciendo en ellos muchos canarios, y entre estos un famoso gigante nueve pies de alto que Juan de Béthencourt hubiera cogido querer vivo. El barón no podía fiarse en el bastardo de Gadifer, ni en las gentes que le acompañaban, pues aquél había heredado el odio de su padre al barón; pero éste, que necesitaba su ayuda, disimulaba su desconfianza. Afortunadamente, sus entes eran más que las que permanecían fieles a Gadifer. Sin embargo, las recriminaciones de Anníbal llegaron a tal punto que el barón le envió uno de sus lugartenientes, Juan Courtois, para recordarle su juramento y exigirle que lo cumpliera.
Juan Courtois fue mal recibido, teniendo que sostener una agraria polémica con el bastardo y los suyos, principalmente respecto a ciertos prisioneros canarios que los partidarios de Gadifer retenían indebidamente y que no querían entregar. Anníbal, sin embargo, tuvo que obedecer; pero Juan Courtois, al reunirse de nuevo al barón, le contó las insolencias del bastardo y trató de excitar contra él la cólera de su señor.
-“No amigo mío, le respondió el justo Béthencourt, no quiero que se les haga daño ni a él ni a los suyos. No debe hacerse todo lo que en derecho se pudiera, y siempre debe procurarse conservar el honor antes que el provecho”. Hermosas palabras que muchas veces debieran imitarse.
Sin embargo, a pesar de estas discordias intestinas, la guerra continuaba entre indígenas y conquistadores; pero éstos bien armados y “artillados”, obtenían la ventaja en todos los encuentros. Los reyes de Fuerteventura enviaron un parlamentario al barón para pedirle una tregua, añadiéndole que su deseo era convertirse al cristianismo. El barón, contentísimo con ésta noticia, respondió que los reyes serían bien y con alegría recibidos, si se presentaban.
Inmediatamente, el rey de Maxorata, que reinaba al Noroeste de la isla, se presentó con un séquito de veinte y dos personas, y fueron todos bautizados el 18 de Enero de 1405. Tres días después, otros veinte y dos indígenas recibían el sacramento del bautismo. El 25 de Enero, el rey que gobernaba la península de Jandía, al Suroeste de la isla, se presentó seguido de veinte y seis de sus súbditos, que fueron igualmente bautizados. En poco tiempo todos los habitantes de Fuerteventura, abrazaron la religión católica.
El barón de Béthencourt, satisfecho con aquel gran éxito, pensó entonces en volver a su país. Dejó el mando y el gobierno de las islas a su nuevo lugarteniente, Juan Courtois, y partió el 31 de Enero, entre los llantos y las bendiciones de sus compañeros, llevándose consigo tres canarios y una canaria, a los que quería enseñarles el reino de Francia. Partió. “Quiera Dios llevarlo y traerlo, dice la relación”.
A los veinte días llegó al puerto de Honfleur el barón de Béthencourt, y dos más tarde se hallaba en brazos de su esposa en su castillo de Grainville. Todos los señores del país fueron a felicitarle, y a todos los recibió el barón con gran agasajo. La intención de Juan de Béthencourt era regresar pronto a las islas Canarias, contando con llevar consigo el mayor número posible de compatriotas que quisieran seguirle, ofreciéndoles tierras en aquel lejano país, De este modo consiguió reunir un número considerable de emigrantes, entre los que había veintiocho hombres de armas; de éstos veintitrés llevaban sus mujeres. Dos barcos estaban dispuestos para el transporte de los expedicionarios, que habían de estar embarcados el día 6 del próximo Mayo; y el día 9, se hicieron a la vela llegando a Lanzarote a los cuatro meses y medio de haber dejado el barón, el archipiélago.
El señor normando fue recibido al son de trompetas, clarines, tambores, arpas, bocinas y otros instrumentos, “No se hubieran oído los truenos con la melodía que producían”. Los indígenas saludaron con sus danzas y sus cantos el regreso del gobernador y gritaban: “¡Ahí viene nuestro rey!” Juan Courtois llegó precipitadamente a saludar a su jefe, que le preguntó como marchaba la colonia; “Señor, toda va mejorando de día en día”, le respondió Courtois.
Los compañeros de Juan de Béthencourt fueron alojados con él en el fuerte de Lanzarote, y a todos parecía agradarles mucho el país. Los dátiles y demás frutas que se producían en él les parecieron excelentes, y “nada les hacía daño.”
Después de haber permanecido algún tiempo en Lanzarote, partió Juan de Béthencourt con sus nuevos compañeros a visitar la isla de Fuerteventura. La acogida que allí les dispensaron no fue menos entusiasta, sobre todo por parte de los indígenas, y de sus dos reyes, que cenaron con el barón en la fortaleza que Juan Courtois había hecho preparar.
Béthencourt manifestó entonces su intención de conquistar también la Gran Canaria. Su pensamiento era que su sobrino Maciot de Béthencourt, que había traído de Francia, le sucediese en el gobierno de las islas, a fin de que no se extinguieses jamás en estas el apellido de Béthencourt. Reveló su proyecto a Juan Courtois, que lo aprobó plenamente y añadió: “Señor, si Dios quiere, cuando volváis a Francia, yo os acompañaré. Soy un mal marido; hace cinco años que no veo a mi esposa.”
La salida para Gran Canaria se fijó para el 6 de Octubre de 1405, embarcándose los expedicionarios en tres navíos pero el viento los arrastró primero hacia la costa de África, más allá del cabo Bojador, donde desembarcaron. Hicieron un reconocimiento en una extensión de ocho leguas y se apoderaron de algunos indígenas y de tres mil camellos que llevó a la playa, embarcando el mayor número posible, considerando lo útil que sería aclimatar estos animales en las Canarias; y se hizo a la vela, abandonando el cabo Bojador, que él había tenido la honra de traspasar treinta años antes que los navegantes portugueses.
Durante la navegación de la costa africana a Gran Canaria, el viento separó las tres embarcaciones, Una llegó a Fuerteventura, otra a la isla de La Palma; pero al fin todas se reunieron en el punto convenido.
La Gran Canaria medía veinte leguas de largo y doce de ancho; llana al Norte y montañosa al Sur, con bosques enteros de pinos, dragos, olivos, higueras y plátanos, y gran abundancia de ovejas, cabras y perros salvajes. La tierra fácil de labrar, producía anualmente dos cosechas de trigo, sin necesidad de abonos ni grandes cuidados. Sus habitantes formaban un gran pueblo, y todos se consideraban nobles.
Después de efectuado el desembarco, pensó Juan de Béthencourt en conquistar el país. Desgraciadamente sus guerreros normandos estaban muy orgullosos de su expedición a África y se vanagloriaban de poder conquistar con veinte hombres solamente toda la Gran Canaria y sus diez mil indígenas. El barón viéndolos tan orgullosos, les recomendó mucha prudencia, pero no le hacían caso y les costó bien caro. En efecto, en una escaramuza, durante la cual comenzaron llevando la ventajea sobre los indígenas, se desbandaron, y fueron sorprendidos por los isleños que asesinaron a veintidós entere los que se hallaron Juan Courtois y Anníbal, el bastardo de Gadifer.
Después de este desgraciado encuentro, el barón dejó la Gran Canaria para ir a someter la isla de la Palma. Los palmeros eran muy diestros para tirar piedras y raramente dejaban de hacer blanco; así fue que, en repetidos combates, hubo bastantes muertos de ambos lados, aunque siempre más indígenas que normandos, de los que sólo murieron ciento.
Después de seis semanas de escaramuzas, el barón dejó la isla de la Palma y fue a pasar tres mesas a la del Hierro, isla de siete leguas de largo por cinco de ancho y que afecta la forma de una media luna. Su suelo es elevado y le dan sombran grandes bosques de pinos y de laureles. Los vapores, detenidos por sus altas montañas humedecen el suelo y lo hacen apropósitos para el cultivo del trigo y de la viña. Es abundante en caza, y los cerdos, las cabras y las ovejas recorren los campos en compañía de grandes lagartos del tamaño de las iguanas de América. En cuanto a los habitantes del país, hombres y mujeres, eran muy hermosos, alegres, sanos, ágiles, bien proporcionados y muy aficionados al matrimonio. En suma, esta isla del Hierro era una de las más bellas del Archipiélago.
El barón de Béthencourt, después de haber conquistado las islas del Hierro y la Palma, regresó a Fuerteventura con sus navíos. Esta isla, de diez y siete leguas de largo por ocho de ancho, está formada de llanuras y montañas. Sin embargo, su suelo es menos accidentado que el de las otras islas del Archipiélago. Grandes corrientes de agua dulce brotan bajo magníficos bosques; los euforbios de jugo lechosos y áspero, proporcionan un veneno activo, y abundan también palmeras de dátil, olivos y otros árboles, sobre todo una planta tintórea cuyo cultivo sería extraordinario y productivo. La costa de Fuerteventura no ofrece buenos puertos para grandes navíos, pero si abrigos para los pequeños.
En esta isla fue donde el barón comenzó a hacer repartos entre sus colonos, y los hizo con tanta equidad que todos quedaron satisfechos con sus lotes. Los compañeros que había llevado consigo debía quedar exentos de tributos por espacios de nueve años.
La cuestión de religión y de administración religiosa no podía ser indiferente a un hombre tan piadoso como el barón; así que fue que resolvió dirigirse a Roma a fin de obtener para este país un prelado obispo que “organizara y diera esplendor a la fe católica”. Pero, antes de partir, nombró a su sobrino, Maciot de Béthencourt, gobernador de todas las islas, poniendo a sus órdenes dos sargentos encargados de la administración de justicia. Ordenó además que, dos veces al año, se le mandasen noticias a Normandía, y que los productos de Lanzarote y Fuerteventura se empleasen en la construcción de dos iglesias.
Y dijo a su sobrino: “Además, os doy plenos poderes y autoridad para que en todas las cosas que juzguéis provechosas y honradas ordenéis y hagáis cumplir salvando ante todo mi honor; y os encargo que, en manto os sea posible, sigáis las costumbres de Francia y de Normandía; es decir, en justicia y lo que creáis que deba imitarse, También os suplico y encargo que procuréis mantener a todo trance la paz y la unión; que os améis todos como hermanos, y que, especialmente entre vosotros los nobles, no os tengáis envidia. A todos os he señalado vuestra propiedad; el país es extenso; favoreceos siempre mutuamente. Nada más tengo que deciros, sino que viváis en paz y que todo marche bien.”
Béthencourt permaneció aún tres meses en Fuerteventura y en las demás islas, Montado en su mula recorría el país conversando con los indígenas que ya comenzaban a hablar la lengua normanda. Maciot y otros caballeros les acompañaban y él les indicaba lo que debía hacer y las mediadas honradas que debían tomar. Cuando hubo explorado minuciosamente el Archipiélago que había conquistado, hizo anunciar que partiría para Roma el 15 de Diciembre de aquel mismo año.
De regreso en Lanzarote, permaneció allí hasta su partida, Entonces ordenó a todos los caballeros que había llevado consigo, a sus obreros y a los tres reyes canarios que se reuniesen en su presencia dos días antes de su marcha a fin de manifestarles su voluntad y de encomendarlos a Dios.
Nadie faltó al llamamiento. El barón los recibió a todos en la fortaleza de Lanzarote y los trató suntuosamente. Terminada la comida subió a una tribuna y repitió sus recomendaciones concernientes a la obediencia que todos debían a su sobrino. Maciot, a la obligación en que estaban de darle el quinto de sus rentas, al ejercicio de los deberes de cristianos y al amor de Dios. Después eligió los que debían acompañarle a Roma y se dispuso a partir.
Apenas estuvo aparejado el navío que había de conducirlo comenzaron los llantos. Europeos y canarios lloraban la partida de aquel “justo señor” que creían no volver a ver. Gran número de entre ellos penetraron en el mar y hasta trataron de sujetar el barco. Mas las velas están izadas y el barón parte. “¡Dios quiera preservarlo de todo mal!”
A los siete días llegó el barón a Sevilla. De allí fue a Valladolid a ver al rey que le acogió con gran benevolencia. Refirió ala historia de la conquista al rey de España y le pidió cartas de recomendación para el papa, a fin de obtener la creación de un obispado en las islas Canarias, El rey, después de obsequiarlo espléndidamente y colmarlo de presentes le dio las cartas que solicitaba, y el barón de Béthencourt, partió para Roma con un brillante séquito.
En la ciudad Eterna se detuvo tres semanas. Fue admitido a besar los pies al papa Inocencio VII que le felicitó por haber conquistado tantos canarios a la fe católica, elogiando el valor de que había dado pruebas al emprender aquella conquista tan lejos de Francia. Después le concedió las bulas que solicitaba y Alberto de Maisona fue nombrado obispo de todas las islas Canarias. En fin, el barón se despidió del papa obteniendo antes su bendición.
El nuevo prelado se despidió también de Juan de Béthencourt y partió inmediatamente par su diócesis. Pasó por España, con objeto de entregar, al rey las cartas que le llevaba del barón, y se embarcó para Fuerteventura adonde llegó sin ninguna dificultad. Maciot que había sido creado caballero, le recibió con grande agasajo y el obispo organizó inmediatamente su diócesis, gobernando con esmero y benignamente, predicando con frecuencia, tan pronto en una isla como en otra, é instituyendo en la plática de su iglesia oraciones especiales por Juan de Béthencourt. Maciot era querido de todos y especialmente de la gente del país; pero verdad es también que aquel hermoso período sólo duró cinco años; pues más tarde Maciot, embriagado en el ejercicio de aquel poder soberano, entró en la vía de las exacciones y fue arrojado del país.
Entre tanto el barón había salido de Roma en otra dirección que el obispo; pasó por Florencia y por París; y llegó a Béthencourt donde muchos señores del país fueron a visitar en su persona al rey de las Canarias. Es inútil referir los festejos con que le recibieron, y, si mucha gente había ido a visitarle la primera vez que volvía de las islas, entonces fue mucha más.
El barón de Béthencourt “ya anciano se instaló en Grainville con su mujer, aún joven y bella. Recibía con frecuencia noticias de sus hermosas islas y de su sobrino Maciot, y siempre soñaba con volver a su reino de Canarias; pero Dios no le concedió esta gracia.
Un día, el año de 1425, cayó enfermo el barón en su castillo, y todos comprendieron que se moría. Hizo su testamento; recibió los sacramentos de la Iglesia “y-dice la relación al terminar,-pasó de este mundo al otro. Quiera Dios perdonarle sus culpas.” Está enterrado en la iglesia de Grainville-la- Teinturíére, delante del altar mayor.