En una economía agraria como la canaria, la recesión provocada en las primeras décadas del siglo XIX por la pérdida del mercado del vino, y en menor medida, la barrilla y la orchilla, y la emancipación de las colonias americanas, tenía que provocar una crisis coyuntural de serias dificultades económicas. Las economías dedicadas a otras labores no ofrecían trabajo al alto índice de desocupados. Los calados en manos femeninas habían perdido su importancia y en estos momentos suponía más bien una ayuda para la economía doméstica de muchas familias de bajo nivel de ingreso que un recurso económico de importancia nacional. A principio de los años cuarenta se hicieron esfuerzos en cultivar algodón en Tenerife, Santa Cruz y La Paz (el Puerto de la Cruz) para exportar a Inglaterra.  Los propietarios isleños no sólo buscaron recursos en tierra sino que también dirigieron sus miradas al mar. Quizá la pesca fue uno de los sectores productivos más significativos en los albores de la segunda mitad del siglo. Su actividad se realizaba en las aguas de la costa de África desde el Cabo Nun hasta el Cabo Blanco. La flota de altura consistía entre 30 y 36 goletas-bergantines y 389 barcos, algunos de 100 a 400 toneladas. La flota de bajura la componían bastantes botes que se dedicaban a pescar en las costas de las islas. El sector empleaba unos 2.800 a 3.000 hombres, entre maestros, pescadores y niños. El volumen de captura realizado era de 81.280 kilos anuales. Gran parte del pescado capturado lo dedicaban para salar, vendido en su mayoría en el campo, reservando para el mercado de las ciudades (fundamentalmente Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife) el pescado fresco.[1] Sin embargo, era un sector sin apenas infraestructura y con una flota de pésimas condiciones, sin cabinas, los pescadores dormían en cubierta, con aparejos en mal estado, etc.[2] En este contexto de regresión económica y social las olas migratorias se intensifican.[3]

Las dificultades por las que estaba pasando la agricultura a principios del siglo XIX se remontarían con la introducción de un nuevo producto de exportación: la cochinilla. El desarrollo de ese nuevo mercado «hizo a Canarias tan próspera que todas las otras actividades comerciales fueron o descuidadas o abandonadas».[4] Mayores proporciones alcanzaría su expansión con el establecimiento del régimen portuario de las franquicias en 1852. De esta manera, la tunera o penca dejaría de ser una fuente de suministros de frutos de alimentación de las clases bajas para convertirse en la cuna del insecto que más «riqueza» creó en tan poco tiempo. Sin embargo, sería un «espejuelo diabólico para la población de las islas, », como señala Brito González.[5] Pero esto nos hace adelantarnos a la narración histórica.

Si la grana fue posible se debió, entre otras razones, a la transformación y cambio que estaba experimentando el desarrollo del capitalismo textil europeo, fundamentalmente el británico. La Revolución industrial británica, iniciada en la segunda mitad del siglo XVIII, provocó el pase rápido de la producción doméstica del tejido en los talleres, en ocasiones familiares,  a las fábricas. Inglaterra se había colocado a la cabeza de la industria textil. Sus fabricantes, respondiendo a los nuevos gustos de la burguesía triunfante, crearon una nueva red de la moda en el vestir, cuya oferta y demanda operaría desde entonces a nivel internacional. El chaleco carmesí se puso de moda a partir de los años veinte de la pasada centuria.[6] También se pusieron de moda los trajes oscuros para señoras en tonos verdes y rojos. En el mobiliario, los estampados florales, que tan de moda se pusieron a partir de 1830, se destacaban por la variedad de colores y diseños.[7] Lo mismo podríamos decir de los telares. El teñido de los tejidos tenía por lo tanto particular importancia. Consecuentemente la demanda de colorantes naturales creció vertiginosamente. Desde la última década del dieciocho hasta esos momentos el tinte utilizado era el pigmento rojo de Turquía.[8] Este colorante pronto quedaría desplazado por el tinte de la cochinilla, de mayor calidad y viveza. Los ingleses conocían el tinte de la cochinilla elaborada en México, Honduras, Costa de los Mosquitos y Belice desde la temprana fecha de 1664. Pero el desarrollo de su potentosa industria textil en el siglo XVIII hizo que sus importaciones fuesen cada vez mayores. En 1814, 76.259 libras de cochinilla habían sido vendidas en Londres al precio de £1, 16 chelines por libra; en 1820, 158.840 libras al precio de £1, 5 chelines y 6 peniques por libra.; y en 1830, se habían vendido 297.985 libras al precio de 10 chelines y 6 peniques por libra.[9]

En Canarias las tuneras (la Opuntia ficus-indica y la Opuntia tormentosa) abundaban de manera salvaje -sin necesidad de riego y en un suelo pobre- sobre los litorales y las costas hasta una altura de 700 metros. Los frutos de la primera eran comestibles, los llamados higos de pico, tunos o chumbos. Ambas plantas eran aptas para la cría de la cochinilla.[10] Ante las nuevas perspectivas económicas que se divisaba con la posible explotación industrial de tales plantas, La Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife gestiona la introducción de la cochinilla para ayudar a paliar la grave crisis que se estaba viviendo en las islas.

La introducción de la cochinilla en las islas se realizó en 1820 desde México vía Cádiz, donde habían llegado ocho nopales, o higueras tunas (Coccus cacti, cactus opuntii, etc.) con dirección a su Sociedad Económica de Amigos del País.[11] Los más destacados introductores de la misma en la isla de Tenerife fueron el canónigo José Quintero Estévez, Juan Megliorini y Santiago de la Cruz.

 Un cura en La Laguna (el canónigo José Quintero Estévez) fue el único que preservó y reprodujo el insecto, y consecuentemente cedió las plantas al jardín de Megliorini en Santa Cruz (Tenerife). De este jardín, un oficial militar, Santiago de la Cruz, transfirió la planta al Sur de Tenerife, y también a la isla de Fuerteventura del grupo de la Canaria.[12]

A pesar de la crítica situación en que se encontraba el aparato productivo, en un principio Santiago de la Cruz, en su intento de propagar la cochinilla, encontró gran oposición entre los cosecheros isleños a su implantación y reproducción. En efecto, la mayor parte de los empresarios agrícolas se opusieron al experimento y fueron muy incrédulos a que aquello fuera un éxito. Como el resto de los agricultores españoles,[13] los isleños también eran extremadamente resistentes a la innovación agraria. Un visitante extranjero en 1856, el británico Charles Piazzi Smyth, manifestó que los pequeños agricultores destruyeron las primeras plantaciones por la noche y tacharon a su introductor de loco porque era una innovación no tolerada en una tierra que se resistía a romper con 300 años de historia del cultivo de la viña.[14] Pero el hundimiento del sector vitivinícola había originado que «apareciera el hambre cara a cara entre los isleños» y el gobierno apoyó decididamente la iniciativa de la cría de la cochinilla. Según Piazzi Smyth, para evitar un disturbio agrario algunos cactus con cochinilla se preservaron en partes aisladas de la isla.[15]

En diciembre de 1832 se encomendó al Real Consulado de Comercio, por Real Orden, su protección e impulso, otorgándose el aliciente de la adquisición de toda la grana que se produjera a 30 reales de vellón el quintal.[16] Un acre de tierra de la más seca producía 3 quintales de cochinilla y en tierras de regadío producía 5 quintales, lo que suponía una ganancia de 1.875 pesetas. Una provechosa inversión sobre la tierra que jamás se había dado con anterioridad.[17] Los propietarios isleños viendo los pingües beneficios que daba su explotación aprovechan la coyuntura internacional para decidirse por el nuevo producto de exportación. A partir de la década siguiente, la demanda de sus tintes fue tan sorprendente y la aclimatación del cactus para la producción del insecto permitía obtener tan buena rentabilidad después del primer año de la inversión,[18] que progresivamente fueron sustituyéndose los viñedos por plantaciones de cactus, de tal manera que en

 el año 1846, un movimiento general, como si fuera un golpe eléctrico, ha puesto en acción a todos los propietarios y labradores, que hasta ahora habían permanecido como pacíficos espectadores, que ya no queda rincón alguno en las islas en donde no se ensaye el cultivo de la grana,

 escribiría Manuel Ossuna Saviñón en su ensayo «Anotaciones sobre el cultivo del nopal y cría de la cochinilla  en las Canarias«, publicado en 1846.

De esa manera el prejuicio se superó y se encontró que el cactus de la cochinilla (nopalea coccinelliera; localmente, tunera) crece libremente en las islas; también que la baratura y abundancia de la mano de obra, así como las condiciones climáticas permitían que su producción fuese más abundantemente y de mejor calidad que en cualquier otro sitio.[19]

No fue hasta 1845 cuando tomó rango de producto importante de exportación, es decir, cuando fue totalmente asumida como posible fuente de riqueza por los propietarios agrícolas.[20] La consecuencia inmediata de esta fiebre inversionista fue el abandono de todas las ocupaciones ordinarias de la agricultura. Las tierras que anteriormente estaban incultas fueron a partir de entonces sorribadas y plantadas de cactus. Se procedió a la ocupación de nuevos espacios, para lo cual toda una serie de trabajos previos fueron necesarios para la explotación de los nopales. Se levantan paredes y murallas para sostener la tierra a cultivar. En las zonas áridas, con abundantes piedras y suelo volcánico (malpaís), se necesitó mover la tierra hasta la profundidad de un metro, operación que en las islas, dada la orografía del terreno y su naturaleza volcánica, fue bastante complicado y costoso.[21] Las piedras eran amontonadas en escalones formando enormes pirámides.[22]

Allí donde escaseaba el agua, como en el Sur de la isla, la costa y las zonas de malpaís, la tierra se preparaba cubriéndola con una capa de 15 o 20 centímetros de zahorra o picón, debido a que sus propiedades higrométricas permitía mantenar muy bien la humedad del suelo. También se usaba estos picones para el cultivo de las viñas y maíz cuando estos estaban plantados en zonas de la costa donde no llegaba agua para riego.[23]

Pero, en las zonas ricas en agua, como era en el Valle de La Orotava, se comienza la tarea de extracción de las aguas subterráneas de las montañas a través de las galerías. Se trataba de hacer llegar el agua hasta las zonas de la costa para triplicar o quintuplicar la producción, aprovechando las facilidades que daban los grandes desniveles existentes en la isla. La idea, que se debe al ingeniero belga Michele de la Chapelle, consistía en perforar unos pozos de una profundidad de unos 40 a 100 metros. Cuando se llegaba al punto del agua, se ensanchaba la extremidad inferior de la galería con el fin de recoger la mayor cantidad posible de agua, y luego se añadían algunas ramificaciones con el fin de aumentar el caudal. Estas obras eran largas -duraban a menudo dos y tres años- y muy costosas.

 No es nada fácil cavar una galería de varios centenares de metros en rocas a menudo muy duras, apuntalar algunos tramos en zonas más débiles, cavar pozos muy hondos y a veces cavarlos sin éxito,

nos diría el doctor Víctor Pérez González en el año 1866. El mismo Sr. Pérez nos comenta que las obras de las galerías podían costar 20, 40, y hasta 100.000 francos franceses,[24] cantidades nada despreciables para la fecha en que comenzaron a ponerse en práctica estos costosos trabajos de ingeniería, la década de los sesenta. Pero tan grande era el valor del agua que el éxito de estas obras aseguraba grandes beneficios, pues,

 Quien encuentra un filón de agua, ha encontrado una veta de plata.

Por la elevada suma que suponían los trabajos del recurso hídrico se formaron sociedades de propietarios de agua por acciones.[25] En 1848 cuarenta y cuatro propietarios fundaron la «Impresa» con un suministro de agua de 4.500 pipas al día; «Los Principes» se funda en 1867, y en 1869 ya estaba dando 5.500 diarias; la galería «Palo Blanco» suministraba 2.000, y así sucesivamente.[26]  Para recoger y almacenar los frecuentes torrentes de aguas que manaban de dichas galerías, además de las aguas caídas de las lluvias, los propietarios construyeron enormes estanques y atarjeas para conducirlas hasta las fincas. Para su construcción se utilizaba la piedra y el cemento[27] y el esfuerzo que se había hecho para tales trabajos había sido inmenso, escribió el periodista británico Isaac Latimer. Estos estanques solían valer 2, 3 y 4.000 francos franceses y algunos llegaban a valer hasta 10 y 15.000 francos franceses.

El agua no era solamente necesaria para regar la tierra, sino que con las grandes cantidades del guano que se empleaba para obtener unas mejores pencas y evitar la merma de las mismas por el efecto del insecto hizo que se convirtiera en un recurso imprescindible.

 El cultivo de la cochinilla requiere un considerable gasto en agua para los guanos o abonos químicos, y para el riego, pues de otra manera la tunera pronto se agotaría como consecuencia de la acción del insecto.[28]

Toda esta inmensa obra de ingeniería acuífera y sus elevados costes, así como, los gastos para remodelar la tierra, la retirada de piedras y nivelación del suelo de cada una de las terrazas para el perfecto riego, etc., salió de los bolsillos de los isleños. Este esfuerzo por hacer que las mayores extensiones de tierra posible se aprovechaba para la plantación del cactus, supuso el acaparamiento de todo el capital disponible de aquellos que lo poseían, tanto de las clases más altas como de las claeses medias. Aparece un flujo y reflujo de capital no visto hasta ese momento en las islas. Se necesitó gran cantidad de mano de obra para poner en marcha todos los trabajos que posibilitara la producción de la cochinilla, construcción de estanques y atarjeas, limpieza de los terrenos de piedras, etc.

La apuesta por la cochinilla permite que todos participaran del bienestar. Los de arriba -comerciantes y terratenientes- obteniendo pingües beneficios. Apenas nadie ha intentado estudiar cómo actuó la terratenencia en los años de las vacas gordas y aquí sólo podremos hacer un ensayo muy aproximativo. Consecuentemente, es un riesgo formular argumentos a falta de un estudio más riguroso. Los documentos reflejan que hubo terratenientes que tuvieron una actitud activa inversionista con la tierra, apostando, aunque tímidamente en un principio, por el cambio con el nuevo cultivo agrario. Ejercieron de empresarios, entendiendo por estos, los propietarios cuyos ingresos varían según los esfuerzos que hagan para procurárselos. Pero en un cierto número de casos hubo otros que se aprovecharon de la situación para obtener unos ingresos fijos practicando comportamientos rentistas, mediante el arrendamiento de terrenos. El regadío determinaba el valor de la tierra en alquiler. Así, el alquiler anual de una hectárea de tierra de regadío en la costa podía alcanzar e incluso sobre pasar la cantidad de 500 u 800 pesetas, mientras que la tierra en la costa de secano se alquilaba a un precio relativamente bajo. Las tierras al pie o en las primeras faldas de las montañas en localidades donde las lluvias eran abundantes y, consecuentemente, de mayor productividad adquiría un valor de 200 o 300 pesetas. Más arriba en las montañas, las tierras tienen cada vez menos valor.[29]

El sistema de arrendamiento de terrenos pone fin al sistema de medianía[30] y se acentúa el creciente proceso de proletarización de los campesinos que no pudieron acceder al mercado de la tierra. La medianería, que hasta mediados de siglo predominaba en las islas, poco a poco comienza a modificarse. La medianería hacía difícil las mejoras agrícolas, ya que mientras el propietario percibía la mitad de la siembra, el medianero percibía en realidad más de la mitad de los beneficios, puesto que al vivir en el mismo campo gozaba de muchos productos que no se tenían en cuenta. Este sistema favorecía la rutina en el campesinado e impedía que se hicieran esfuerzos.[31] La progresiva extensión del cultivo del nopal demandaba un cambio en las relaciones de producción agrícola. Los nuevos campesinos y los jornaleros, el campesinado no propietario, logran un puesto de trabajo seguro y mejores salarios. De una  peseta y 25 céntimos que ganaba, pasa a ganar 2 pesetas en los años de la cría de la cochinilla. Un ejército de mujeres de todas las edades y niños se utilizaron para la recogida del insecto, ganando un sueldo de 50 o 60 céntimos.[32]

Otros propietarios actuaron como prestamista de capitales a corto plazo. Es muy difícil de afirmar que fueran puros rentistas en la medida en que los que la ejercían vivían a la vez ocupados en otras actividades. Por un lado, estaban los que ejercían profesiones liberales (médicos) y propietarios agrícolas. Ambos, se aprovechaban de los que no disponían del capital suficiente para la adquisición de tierras y tuvieron que recurrir al crédito facilitados por ellos, para lo cual hipotecaban sus activos. Por su parte, el acreedor recibía una renta fija por los intereses que solía oscilar entre el 10 y el 12% anual sobre el capital prestado.[33] Los préstamos-hipotecarios se pusieron a la orden del día. En los contratos se especificaba ante el escribano o notario que el pago se realizaría en monedas de oro o plata, excluyéndose el papel moneda creado o por crear. En ocasiones se entregaba la grana a crédito, comprometida desde un primer momento a las casas comerciales o comerciantes locales que se encargaban de la exportación de la misma.[34]

Se revaloriza y especula con las tierras. Una fanegada llegó a valer 4.000 duros -para hacerse una idea de lo que esto suponía, con esa misma cantidad se podía comprar 100 fanegadas en la España peninsular-.[35] La especulación llegó hasta tal punto que de las £61 que costaba un acre de terreno a mediados de siglo en Valle de La Orotava, alcanza el alto coste de £300 el acre sobre los años. Es muy probable que se trate de un terreno con el metro de profundidad hecho, pues se tenía en cuenta a la hora de vender la tierra si el terreno estaba sin remodelar o remodelado. En Gran Canaria el suministro de agua era mucho mejor que en Tenerife, razón por la cual la tierra era mucho más cara. El acre de terreno sin roturar valía 160 dólares, mientras que un acre con el metro de profundidad hecho, es decir desalojado de piedras, costaba 600 dólares. A pesar también de esta carestía de la tierra, era tan provechoso el negocio de la grana que los que disponían de capital no cesaban en seguir adquiriendo nuevas fincas,[36] incluso, cuando ya se divisaba su posible [37]decline. Pero, a pesar de esa carestía, todos querían comprar, no ya solamente por lo que representaba el éxito económico de explotación de la tierra con la cochinilla, sino porque la propiedad de la tierra ocupaba el norte cardinal de la escala de valores de la pequeña burguesía.[38] El acceso a la propiedad de la tierra constituía todo un símbolo de distinción y prestigio social para la pequeña burguesía.

El británico Alfred Samler Brown supo plasmarlo por escrito de una manera clara y directa el ambiente que se vivía en esos momentos:

 Inmediatamente después del colapso del mercado del vino, los dueños de las tierras se encontraron cara a cara con una insospechada mina de riqueza que los enriqueció casi sin hacer esfuerzo por su parte. Todo el mundo participó de la lluvia del oro. El campesino pudo ganar 2 ptas. (entonces 1/8 al día) y su esposa e hijos encontraron trabajo fijo, cobrando la misma cantidad. El comerciante y el transportista se beneficiaron de tal estado de cosas, y la moneda más común fue la onza de oro (£3.4s)… La tierra era incomprable y sin embargo todo el mundo quería comprarla. Las viejas corrientes de lavas fueron rotas para construir muros y para utilizar la tierra de debajo; las colinas fueron terraceadas donde las terrazas pudieron ser hechas; la propiedad fue alegremente hipotecada a cualquier porcentaje con tal de construir nuevos campos, con la certeza de que el préstamo se lo quitarían de encima pronto.[39]

A pesar de que el campesinado vio su salario aumentado, no todo fue para él mejora ni bienestar. La subida de los precios de los artículos básicos, como consecuencia del total abandono a que fue sometida la producción de alimentos de primera necesidad provocó que las capas inferiores de la sociedad isleña siguieran sufriendo las penurias de la pobreza.[40]

Los mejores años de producción, según el inglés Charles Edwardes, fueron desde 1845 a 1866. Siguiendo a Brown, la producción en Tenerife pasó de 782.670 libras en 1850 a 2.500.000 libras en 1860. El año de mayor producción se alcanzaría en 1869. En esos momentos de esplendor el precio de la cochinilla alcanzó la cantidad de 5 chelines. una libra, es decir, alrededor de 12 pesetas el kilo.[41] Las islas encontraron en Inglaterra su mejor cliente, como antaño con los vinos, incluso se llegaría a establecer un mercado exclusivo con ella.[42] Pero pronto Francia, junto con Gran Bretaña, sería otro gran cliente. La renta por cada hombre, mujer y niño era de £3, 5chelines. La mayoría de los comerciantes estaban demasiados contentos con comprar la cochinilla y emplearon su capital o crédito para almacenarla.

La cochinilla se convirtió en el patrón oro. Una bolsa de cochinilla pasó a ser aceptada como el mismo dinero y era tomado con toda normalidad, y hasta muy bien recibido como trueque, incluso, en las mismas tiendas. Olivia Stone, cuando estaba en Las Palmas,  relata la anécdota que le contó un relojero en los momentos de mayor esplendor de la grana.

 Él solía hacer un tour por la isla y vender relojes por 40, 50 y 60 libras de cochinilla cada uno, y a veces en una familia había vendido hasta tres y cuatro relojes.[43]

Los pingües beneficios originados por el comercio de la cochinilla en esos años dorados provocó un paranoico deseo entre los isleños, desde las clases altas y medias hasta las más bajas, de enriquecimiento fácil y de disfrute de esa riqueza. Los enormes beneficios se despilfarraron extravagantemente. Según Olivia Stone, durante los pocos años que fue cultivada la cochinilla, la gente estaba embebida de un intenso deseo de ser rica, una pompa despilfarradora fue la moda… y los isleños se entregaron a un tipo de disfrute desenfrenado de la fortuna que iba surgiendo ante ellos. 

La forma que tomó esta extravagante enfermedad fue fundamentalmente en la adquisición de joyas, según la opinión de Olivia Stone, porque los españoles son más o menos dados a un amor desmesurado por la ostentación.[44] Fue como una droga. La nobleza y la burguesía agraria encargó muebles caros, pianos, joyas, artículos de decoración, correajes y demás cosas de montar de plata, y otras mercancías costosas de Europa, principalmente de Francia e Inglaterra. Hasta los campesinos más pobres fueron afectados. Así las baratijas francesas de Palais Royal, joyas sin ningún valor, pero muy vistosas, encontraron en el campesinado de las islas un auténtico mercado.

Otro síntoma de los altos precios alcanzados por la cochinilla fue gastar el tiempo en diversiones. Por ejemplo, se consintió durante la Pascua, más que nunca, las peleas de gallos, donde las apuestas fueron más altas. Los juegos de cartas llegaron a ser más frecuentes. Los jóvenes, afectados por la moda, compraban un caballo más llamativo que el que habían montado hasta ese momento, etc.[45]

Pero al igual que ocurrió durante el proceso expansivo de la vid en el último tercio del siglo XVIII, el auge de la cochinilla también hizo que se abandonara otras ramas de la agricultura. Como consecuencia de ello, los precios de los artículos básicos subieron enormemente. El peligro de esta dependencia en un sólo producto agrario en detrimento de otros cultivos agrícolas es advertido por el cónsul británico Henry C. Grattan en 1867, aún en pleno éxito la cochinilla, para quien la ruina de las islas sería total si se descubriera un producto químico que superara a dicho tinte.[46] La viajera Olivia Stone expresa la misma opinión décadas después, cuando comenta que la ruina de las islas no sólo fue provocada por el hundimiento del mercado de la cochinilla, sino al hecho paralelo que caminó junto al mismo, a saber, el abandono del resto de los cultivos que los fértiles suelos de las islas podían producir.

Todo el dinero y la tierra fue destinado totalmente a la cochinilla, no había otras cosechas y los cultivos de otro tipo, salvo los del cactus para la cochinilla, fueron abandonados.

Y efectivamente, no tardó en darse la sustitución del tinte natural de la cochinilla por los sintéticos, la anilina y la fucsina. El descubrimiento de estos nuevos tintes, fundamentalmente de la anilina, hizo que el bienestar fuera tan efímero que no hubo tiempo de reacción. La anilina comenzó a experimentarse por primera vez hacia 1830; y ya hacia finales de 1850 había tenido tal éxito de manos del inglés W. H. Perkin,[47] que cuando fue presentado en la Exposición Internacional de Londres en 1862, rápidamente se aceptó como el más apropiado para aplicar a la lana y otros tejidos. El político francés Gabriel Belcastel ya había transmitido la noticia a la isla desde la temprana fecha de 1859::

El rico cultivo (del nopal) no resarce, no obstante, a Tenerife de la pérdida de sus famosos vinos semejantes a los de Madeira… El isleño del Puerto de la Cruz habla siempre con dolor  de los tiempos en que veinte buques anclados daban al valle un aire de importancia y regocijo. Además, si tenemos en cuenta los recientes rumores, hasta la misma industria del nopal está próxima a su caída. Europa produce, por un nuevo procedimiento químico, un rico matiz que hasta hoy no tenía rival en el mundo, y que hoy se paga a muy bajo precio lo que en otro tiempo se adquiría a precio de oro.[48]

Pero, a pesar de que la producción industrial de la cochinilla daba señales de estar herida de muerte desde 1868, no sería hasta la década siguiente, la de los setenta, cuando el nuevo tinte de la anilina comienza a desplazar a la cochinilla. La caída de los precios fue estrepitosa. De 3,25 pestas que valía una libra en sus mejores momentos, pasaría a 2 chelines (250 céntimos) la libra,[49] subiendo algo más de una peseta la libra a principios de los años 80.[50]

A partir de 1871 la producción de la misma había sobrepasado su demanda, y los stocks sin vender llegaron a alcanzar cantidades considerables. Los efectos del hundimiento del mercado fueron devastadores. Con el objeto de combatir la caída en picado del precio en el mercado internacional ‑el precio en el mercado londinense había descendido aún más, pasando de 2 chelines a 1 chelin y 6 peniques en 1874‑ y colocar en los mercados el exceso de producción, se formó ese mismo año en La Orotava el monopolio la Union Agrícola de Tenerife (U.A.T.), con un capital de £12,000 -otras fuentes dicen que £18.000-. Su objetivo era monopolizar el mercado de la cochinilla gradualmente, rehusando su venta a los agentes extranjeros, uno de los cuales eran los grandes compradores Bruce Hamilton & Co. De esa manera, no sólo comercializaban la cochinilla directamente, sino que se ahorraban la comisión pagada a los agentes extranjeros exportadores, permitiéndoles además importar directamente guano y otros utensilios necesarios para la producción de la cochinilla en mejores condiciones que antes. La U.A.T. no logró colocar la grana en los mercados londinenses, cuyo comercio seguía disminuyendo, y además, al desafío lanzado contra los agentes extranjeros, George C. Bruce, socio de los Hamilton en Londres, viaja a Bélgica para contratar 95.000 quintales al año, al precio de 2 francos y 50céntimos por kilo.[51]             Bien poco duró este intento, porque justo al año siguiente, después de causar muchos problemas, acabó en la ignominia. Sin embargo, no se daban indicios de que la producción disminuyera. La razón estaba en que los productores no querían destruir las plantaciones de cactus que tanto capital y trabajo les había costado, esperando siempre que se albergara un mínimo de esperanza de recuperación.[52]

Por lo tanto, la ruina fue total entre aquellos que se proveyeron de préstamos, así como de los que suministraron los mismos. Las deudas fueron tan grandes que impidió el desarrollo durante años. La hecatombe fue veloz, súbita y universal, diría Samler Brown. Los tintes de anilina, sigue relatando, fueron del gusto del público y dejaron a los comerciantes (de cochinilla) repletos con unos stocks que nunca podrían liquidar a causa del descenso de la demanda; a los prestamistas de dinero con pesadas hipotecas sobre unas propiedades sin valor comparativo; los dueños de las tierras se declararon en quiebra y la población campesina quedó temporalmente desmoralizada por la pérdida de los altos salarios y la vida fácil.[53] La crisis provocó el drama social entre las clases acomodadas. Nada mejor que el comentario hecho por el periódico local El Valle de Orotava en 1887:

 …y aquí de su malhadada opulencia, a la sombra de ese engañador mote (la cochinilla), se crearon necesidades y se adquirieron compromisos, que, ni aquellas pueden de momento desterrarse, ni estos pueden eludirse de una manera conveniente para el propietario, cuando la usura tiene invadida toda su fortuna.[54]

Las familias venden sus pertenencias para poder vivir. Las joyas (los hermosos relojes de oro, pulseras, broches, etc.), que habían sido compradas pagándose fuertes sumas de dinero por ellas, eran vendidas en esta década de crisis a precios reducidísimos. Frances Latimer nos comenta la anécdota de una mujer que había comprado un rosario de perlas y oro a una señora por la ridícula cantidad de £5.[55]

Ante la ausencia de bancos en las islas, los créditos hipotecarios solían pedirse a particulares o casas de comercio. Se hacía un tipo de contrato entre el prestamista y el deudor mediante el cual se gravaba o hipotecaba como garantía de la deuda crediticia contraída una casa o propiedad agraria que en el caso que el deudor no redimiera en el plazo concertado las perdía a favor del prestamista. Las actividades prestamistas fueron muy frecuente entre los años dorados de la cochinilla (1850-1870) en todas sus variantes. Una forma fue, por ejemplo, mediante la concesión por adelantado de dinero a cuenta de cochinilla por parte de las casas exportadoras a los propietarios.[56] Anticipos que en muchos casos no pudieron ser devueltos, ejecutándose, si así sucedía, embargo sobre las propiedades. Un ejemplo lo tenemos con lo ocurrido en 1880 con las tierras y casas de los vecinos de La Orotava José Perdigón Dehesa y hermanos, quienes las pierden a favor de la casa de comercio Dehesa Ruting,[57] con sede central en Marsella, al ser incapaces de abonar la elevadísima cantidad que le debían en débitos de 233.506,93 pesetas.[58] Muchos  hacendados y sectores de la pequeña burguesía padecen similares efectos. No faltaban aquellas víctimas del fuerte sistema impositivo que había en las islas, como fue el caso de Antonio Perdigón y González, quien pirerde su vivienda por adeudar la cantidad de 13.688 pesetas al Banco de España para garantir el cargo de contribuciones de los Ayuntamientos de La Orotava, Santa Úrsula y La Victoria.

Comienza la venta de bienes inmuebles y fincas. El viajero inglés John Whitford lo refleja muy claro y augura lo que años después sucederá con sus hermosas y finas casas.

Pero desde que los tintes de anilina desbarató las ganancias procedentes del cultivo de la cochinilla, es triste decir que muchas viejas familias dueñas de las propiedades se han empobrecido, y, como el boticario en «Romeo y Julieta», no su voluntad, sino su pobreza, les obligará a la venta de sus tierras y casas heredadas.[59]

Afortunadamente no todo fueron éxitos para la anilina y sus derivados. Los trajes y las telas teñidos con estos productos sintéticos resultaban chillones. Su aplicación suscitó muchas críticas, como queda patente en el comentario de uno de los principales líderes de las campañas alzadas contra la utlización de la anilina, William Morris:

Supongo que el hecho de que los nuevos tintes sean tan efímeros, como estables eran los antiguos, debe considerarse más como un defecto que como una virtud.[60]

La campaña de William Morris y otros en defensa de los tintes naturales durante el último lustro de los años setenta provocó, en buena medida, la vuelta a la utilización de la cochinilla, pues continuaba siendo el único tinte rojo que más resistía satisfactoriamente el deterioro de la ropa y las duras lluvias.[61] Era tan apreciado que ante los rumores en 1879 de una posible escasez de producción, como consecuencia de unas fuertes lluvias tropicales caídas en las islas, su precio se disparó de 2,45 pesetas a 3,62 pesetas la libra. Por eso seguiría siendo el principal producto agrario de exportación de Canarias. Sin embargo, atrás había quedado el lucrativo precio que llegó a alcanzar en los mejores años (6 chelines la libra, que al cambio suponía 7,2 pesetas).

Pero, la demanda no era lo suficientemente grande como para seguir insistiendo en esta industria. Entrada la década de los ochenta la libra de cochinilla se pagaba al precio de 7½ peniques, que al cambio eran O,75 pesetas,[62] -incluso no era un precio fijo, sino que oscilaba entre 7 y 10 peniques la libra.- Eran tan bajos que no llegaban ni a cubrir los costes de producción.[63] A esto había que añadirle las pesadas contribuciones que se pagaban. Por ejemplo, en el municipio de Hermigua en 1883 producía cochinilla por un valor de 4.000 pesetas, de las cuales ¼  de ese dinero se pagaba de impuesto.[64]

Ante tal panorama, «los agricultores tuvieron que elegir entre arrancar de raíz las tuneras o morirse». El descubrimiento de la anilina como colorante, a pesar de sus deficiencias, hirió de muerte el comercio de la cochinilla. Solamente en el Valle de La Orotava e Icod (Tenerife) y Arucas, Guía y Galdar (Gran Canaria) permanecerían algunas plantaciones.[65] Tras su fracaso, la terratenencia intentó recuperarse, aunque con poco espíritu, con la introducción de nuevo de la caña de azúcar y el cultivo del tabaco. Sin embargo, el primero pronto fue abandonado por imposible, mientras que el segundo fue aceptado con mayor interés, pero en ningún momento se convertiría en el auténtico producto de exportación, por un lado, por la mala elaboración del cigarrillo canario y por otro por problemas de aranceles aduaneros. Los nuevos productos de exportación serían los plátanos y tomates, que junto con el turismo, se convirtieron en los auténticos recursos económicos, perdurando hasta hoy día.

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[1] PÈGOT-OGIER. Op. Cit. v.i. Pág., 250.

[2] Ibídem.

[3] El tema de la emigración en este periodo ha sido objeto de varios trabajos entre los que destacamos: Hernández García, Julio: La emigración canario-americana en la segunda mitad del siglo XIX. Las Palmas de Gran Canaria, 1981.; Hernández González, Manuel: Canarias: la emigración. La Laguna, 1995; de Paz, Manuel y Hernández Glez., Manuel: La esclavitud blanca. C.C.P.C. La Laguna 1992; y Macías Hernández, Antonio: La emigración canaria, 1500-1980. Júcar. Asturias, 1992.

[4] DAVIS, P. N. Op. Cit., 1990. Pág. 39

[5] BRITO GONZÁLEZ, Oswaldo. Op. Cit  1981. v.iii. Pág., 42.

[6] LAVER, James. Op. Cit. Madrid, 1990. Pág. 162

[7] GINSBURG, Madeleine. Op. Cit, 1993. Pág. 62.

[8] GINZBURG, M. Op. Cit. Pág. 60

[9] 1 libra esterlina equivalía a unas 25 pesetas; 1 chelín equivalía a 1,25 pesetas; y 1 penique a 10 céntimos.

[10] PEREZ, V. y SAGOT, P. Op. Cit, 1867. Pág. 21

[11] OSSUNA SAVIÑON, M. Op. Cit 1846. Pág. 3

[12] MARCET, W. Op. Cit. Pág. 250

[13] COMÍN Francisco Y MARTÍN ACEÑA, Pablo. Op. Cit 1996. Pág., 52.

[14] PIAZZI SMYTH, Ch. Teneriffe Op. Cit. Pág., 406-7.

[15] Ibídem, pp., 407.

[16] BRITO, Oswaldo. Op. Cit, 1989. Pág.,57

[17] PIAZZI SMYTH, Ch. Op. Cit. Pág., 408.

[18] PUBLIC RECORD OFFICE. A. and P. nº 30 vol. LXI, Pág 327

[19] BROWN, A. S. Op. Cit. Pág. d10

[20] STONE, O. Op. Cit. Pág. 475

[21] GALVÁN FERNÁNDEZ, F. Op. Cit. Pág. 51

[22] STONE, O. Teneriffe and its six satellites. Marcus Ward. London, 1887. v.i. Pág. 389.

[23] PÉREZ, V y SAGOT, P. Op. Cit. Pág. 37

[24] 1 franco francés equivalía a 1 peseta aproximadamente.

[25] PÉREZ, V. y SAGOT, P. Op. Cit. Pág. 38

[26] PÉGOT-OGIER, E. Op. Cit, 1871. v. ii. Pág. 125

 [27] STONE, O. Op. Cit. Pág. 70

[28] VIZETELLY, Henry. Op. Cit, 1880. Pág. 210

[29] PÉREZ, V. y  SAGOT, P. Op. Cit. Pág., 52

[30] PÈGOT-OGIER, E. Op. Cit, 1871. Pág., 136. Véase también Pérez, V y Sagot, S. Op. Cit. Pág., 51.

[31] PEREZ, V. y SAGOT, P. Op. Cit, 1867, Pág., 51

[32] Ibídem, pp., 51

[33] A.H.P.C. Libro 16. 1871-1872.

[34] R.P.O. f. 1719.

[35] GALVÁN FERNÁNDEZ, F. Op. Cit. Pág. 52

[36] P.R.O. CH I 3414. Pág. 206

[37] 1 dólar equivalía a 5 pesetas.

[38] BAHAMONDE, Ángel y MARTÍNEZ, Jesús A. Op. Cit, 1994. Pág., 467.

[39] BROWN, S. Op. Cit. Pág. d11‑d12

[40] P.R.O. HC I 3414. Pág. 206

[41] STONE, O. Op. Cit. v.ii. Pág. 31

[42] MARTÍN HDEZ., Ulises. Op. Cit). 1988. Pág. 42

[43] STONE, O. Op. Cit. v.ii. Pág. 32

[44] STONE, O. Op. Cit. v.ii. Pág. 31

[45] STONE, O. Op. Cit. v.ii. Pág. 31

[46] P.R.O. A. and P.  vol. LIX, pág. 594

[47] GINSBURG, M. Op. Cit. Pág. 68

[48] BELCASTEL, Gabriel. Op. Cit, 1862. Pág. 14

[49] VIZETELLY, H. Op. Cit. Pág.  206

[50] DAVIS, P. N. Op. Cit. Pág. 48

[51] BROWM, S. Op. Cit. Pág d11. Para más información sobre el desarrollo de la grana, entre la abundante bibliografía que la trata, creo imprescindible la lectura del libro de Galván Fernández, Francisco, Burgueses y obreros en Canarias (del siglo XIX al XX), pp., 44-68.

[52] P.R.O. HC I 3926 4IP 00971

[53] BROWN, S. Op. Cit. Pág. d12

[54] El Valle de Orotava. 6-X-1887

 [55] LATIMER, F. Op. Cit. Pág. 152

[56] R.P.O. F.1719 P.131

[57] Dehesa Ruting era una sociedad comercial con sede en Marsella formada por el francés Robert Ruting y el tinerfeño Nicolás Dehesa y Díaz. La casa se dedicaba a la exportación de cochinilla para Francia. Tras el crack de la grana, la sociedad entra en crisis y se disuelve el veinticuatro de octubre de 1894. Al socio Ruting se le adjudicó en pago de su haber los bienes en Francia y a Nicolás Dehesa Díaz las propiedades en la isla. A partir de entonces se dedicará a la banca.

[58] R.P.O. Tomo 276 folio 175

[59] WHITFORD, J. Op. Cit. 1890. Págs. 38‑39

[60] GINSBURG, M. Op. Cit. Pág. 68

[61] BROWN, S. Op. Cit. Pág. d11

 [62] STONE, O. Op. Cit. Pág. 258

[63] STONE, O. Op. Cit. vii. Pág. 32

 [64] STONE, O. Op. Cit. Pág. 265

 [65] P.R.O. H.CI 4776. Vol LXXII. Pág 203