La Prensa, EL DÍA

Acaban de ser publicados todos los escritos sobre Canarias del incansable viajero victoriano Richard F. Burton y su esposa Isabel Arundell, realizados entre los años que visitaron las islas, Gran Canaria y Tenerife, bajo el título de Mis viajes a las Canarias. Ella escribió dos ensayos sobre su vida de su marido, The romance of Isabel lady Burton y The life of Captain Sir Richard F. Burton, y él escribió Wanderings in West Africa: from Liverpool to Fernando Po, producto de su estancia en 1861 y To the Gold Coast for Gold, donde recoge las notas tomadas durante las muchas visitas que hizo a Canarias entre 1861 y 1880. Ahora el lector canario tiene la posibilidad de leerlos en su conjunto. Uno de los aspectos que más atención presta Burton es la cultura aborigen y particularmente la momificación.

En Tacoronte visitó Richard F. Burton el pequeño museo de Sebastián Casilda, un caos de curiosidades con objetos desde China al Perú. Entre ellos, sin embargo, había cuatro momias enteras. La descripción más antigua de estos embalsamientos provenía de un hombre vivió veinte años en la isla como médico y mercader y fue incluida por Thomas Sprat en las Transactions of the Royal Society, y reeditada por John Ogilby en su enorme libro titulado Africa. Según Sprat, el mercader “salió de Güímar en compañía de algunos de ellos para ver sus cuevas y los cuerpos enterrados allí –comenta Burton-un favor que rara vez, o nunca, hacían, ya que al sentir una gran veneración por los cuerpos de sus ancestros eran extremadamente contrarios a que los muertos fueran molestados por alguien, pero como él había hecho muchas curas de caridad entre la población isleña porque era muy pobre, se había encariñado bastante con él. En caso contrario, es la muerte para cualquier extraño que visita estas cuevas o cuerpos. Los cuerpos estaban envueltos en pieles de cabra y cosidos con tiras de la misma, con gran curiosidad, particularmente le llamó la atención la incomparable exactitud y uniformidad de las costuras; las pieles estaban muy ajustadas y entalladas a los cuerpos, los cuales en su mayor parte permanecían enteros, es decir, con los ojos cerrados, el pelo en sus cabezas y las orejas, nariz, dientes, labios y barbas, perfectamente bien conservados; solamente descoloridos y un poco arrugados. Este médico vio unas trescientas o cuatrocientas momias en varias cuevas, algunas de ellas de pie, otras yacían sobre camas de madera, acompañadas con ollas de barro tan duras que no se podían romper. Los cuerpos eran muy ligeros, como si estuvieran hechos de paja, y en algunos rotos observó nervios y tendones, además también sobresalía la ristra de las venas y de las arterias. Según el relato de uno de los más antiguos habitantes de esta isla, había una tribu que practicaba este arte solamente entre ellos, lo guardaban como una cosa sagrada y no lo compartían con el vulgo. Éstos no se mezclaban con el resto de los habitantes, ni se casaban fuera de su propia tribu, y eran también sus sacerdotes y sus ministros de religión. Pero cuando los españoles conquistaron el lugar, la mayoría fueron destruidos y el arte pereció. Solamente se heredaron algunas tradiciones. Unos pocos ingredientes fueron usados en esta labor; tomaban mantequilla (algunos dicen que la mezclaban con grasa de oso) que guardaban para esta finalidad en las pieles; hervían ciertas hierbas, primero un tipo de lavanda salvaje, que se da allí fácilmente sobre las rocas; segundo una hierba llamada lara, de una consistencia muy gomosa y rica en gluten, que ahora crece en las partes bajas de las cimas de las montañas; en tercer lugar, un tipo de cyclamen o pan porcino; y cuarto, salvia salvaje que crece abundantemente en esta isla. Éstas, con otras, majadas y hervidas en la mantequilla, se convierten en un bálsamo perfecto. Una vez preparado este bálsamo, procedían a sacar las entrañas del cuerpo (en las clases más pobres, para ahorrar gastos, extraían el cerebro por detrás). Después de realizada esta operación, lavaban el cuerpo con un lixivium hecho de corteza de pino. A continuación, lo secaban al sol en verano y en el invierno en una estufa, repitiendo esta operación muchas veces. Más tarde empezaban las unciones del cuerpo, tanto por dentro como por fuera, secándolo como antes; esto se continuaba hasta que el bálsamo hubiera penetrado en todo el organismo, los músculos comenzaran a aparecer por todas partes a través de la piel contraída y el cuerpo se hubiera vuelto sumamente ligero. Entonces los cosían en pieles de cabra. Los antiguos decían que se conservaban más de veinte cuevas de sus reyes y de grandes personajes con sus familias completas, aún desconocidas por muchos y que nunca desvelarían.” Por último, el médico declaraba que “se encuentran cuerpos en las cuevas de Gran Canaria, en sacos, bastantes consumidos, y no como éstos de Tenerife.”

Burton considera estas afirmaciones algo dudosas. Pero en las islas se habían encontrado pocas, según Burton y una gran cantidad de viajeros, porque los supersticiosos isleños cristianos destruían los contenidos de las catacumbas, y eso a pesar que las catacumbas, inviolables, excepto para los sacrílegos, eran numerosas en las partes más rocosas y menos accesibles de las islas, y algunos viajeros las habían encontrado en las Cañadas del Teide.

En la colección del museo Casilda observó cuerpos con las facciones duras, frentes anchas, caras cuadradas, y flavos crines descritos por los antiguos cronistas. Dos momias mostraban restos de lengua y ojos (que a menudo eran azules), probando que las partes más blandas y más perecederas no se extirpaban. Había muestras del bálsamo seco y líquido. De los veintiséis cráneos que observó en el museo, seis eran de Gran Canaria. Todos eran del tipo llamado caucásico, y algunos pertenecían a hombres excepcionalmente altos. Los utensilios industriales eran agujas bastas y anzuelos de hueso de oveja. El supellex doméstico consistía en cucharones de madera bastante cortados, tosca cerámica roja y amarilla, generalmente sin asas, redondeadas, y adornadas con arañazos. Ninguno de estos gañigos, o cazuelas, estaban pintados como aquellos de Gran Canaria. También usaban pequeños molinos basálticos de dos piezas para moler el gofio o grano tostado. Los artículos de vestir eran telas de hierbas, gruesas como esteras, y tamarcos, o falsas faldas, de pieles de cabra toscamente curtidas. También tenían ásperas cuerdas de fibra de palma, y parecían haber preferido trenzar a tejer; sin embargo, el lino de Nueva Zelanda y los áloes crecían abundantemente.

Para Burton los guanches estaban condenados a no alcanzar la edad del metal. Su civilización la compara con la de los chinos de los días de Fo-hi. Sus principales armas eran pequeños triángulos de basalto de grano cerrado y Iztli (lascas de obsidiana) para las tabonas,

o cuchillos, ambos sin asas. Llevaban porras rudas y banot o lanzas de pino con puntas endurecidas a fuego. Los garrotes (picas) tenían cabezas con un diseño formado por dos semicírculos, una figura, cuyo modelo aun se conserva entre los negros de hoy en día. Nuestro viejo cronista nos dice que la gente “saltaba de roca a roca, a veces bajando diez brazas de un salto. De este modo, primero dirigen sus lanzas, que son del tamaño de media pica, y señalan con la punta cualquier pedazo de roca sobre la cual intentaban aterrizar, algunas veces ni de medio pie de ancho; al saltar unían sus pies a la lanza, y así llevaban sus cuerpos por el aire; llegando la punta de la lanza primero al lugar elegido lo que detiene la fuerza de la caída; entonces se deslizan suavemente por el báculo y ponen sus pies en el lugar exacto que habían escogido; y así van de roca a roca hasta legar al fondo. Pero los novatos a veces se rompían sus cuellos en el aprendizaje”.

Richard Burton también inspeccionó la colección de Francisco María de León. De los tres cráneos guanches uno era de solidez africana, con las suturas casi obliteradas: era el modelo de la cabeza de un soldado, gruesa y pesada. La masa de bálsamo de la momia había sido estudiada, y en la misma se encontró solamente una gran proporción de sangre de drago.

En el siglo XIV, Gran Canaria envió a Europa un cargamento de esta droga por valor de doscientos doblones.

Gracias a la amabilidad del gobernador se le permitió inspeccionar cuatro momias guanches descubiertas en junio de 1862 en Candelaria. Habían sido guardadas temporalmente en un sótano húmedo, donde las cucarachas no respetaban nada, ni siquiera a un guanche, a la espera de ser enviadas a España. Burton estaba acompañado por el Dr. Ángel M. Izquierdo, de Cádiz, médico del hospital.

La primera era un varón de tamaño regular, al cual le faltaban la cabeza y las extremidades superiores, mientras que el tronco se reducía a un esqueleto. Los signos característicos eran caucásicos, no negroides; ni había ningún rastro del rito judío. La pierna inferior derecha, el pie y las uñas estaban bien conservados; la izquierda era un mero hueso, faltándole tarso y metatarso. El estómago estaba lleno de fragmentos secos de hierbas (Chenopodium, etc.), y la epidermis se reducía fácilmente a polvo. En este caso, como en los otros tres, las pieles mortuorias estaban cosidas toscamente con la piel hacia dentro.

La segunda era de gran estatura y completa; la estructura y la forma de la pelvis eran masculinas. La piel se adhería al cráneo, excepto por detrás, donde sobresalía el hueso, probablemente a causa de haber estado durante mucho tiempo descansando sobre el suelo. Cerca del temporal derecho había otra rotura en la piel, que parecía muy deteriorada. La dentadura estaba completa, pero los dientes no estaban ni blancos ni en buen estado. Faltaban el antebrazo y la mano izquierda; la mano derecha estaba deteriorada; las extremidades inferiores estaban bien conservadas, incluyendo las uñas.

La tercera también era grande, muy parecida a la anterior; los miembros superiores estaban completos, y a los inferiores sólo les faltaban los dedos del pie izquierdo. La mandíbula inferior estaba ausente, y la superior no tenía dientes. Una depresión oval, de una pulgada en su diámetro más ancho, se encontraba sobre la órbita derecha. Si este orificio fuera la marca de una bala, la momia dataría de la época de la conquista y sumisión de las islas en 1496. Pero podría también ser como consecuencia de un accidente, como una caída, o del golpe de una piedra, o de un arma que los guanches usaban con gran destreza. Robert Sprat, confirmado por George Glas, afirmó que ellos “lanzaban piedras con una fuerza casi tan grande como la de una bala, y ahora usan piedras en todas sus peleas como hacían antiguamente”.

La cuarta era mucho más pequeña que los dos anteriores, era la mejor conservada. Por la forma del cráneo y la pelvis correspondía a una mujer; los brazos estaban cruzados sobre el cuerpo, sin embargo, en las momias masculinas estaban rectos a los lados. Las piernas estaban cubiertas de piel; las manos increíblemente bien conservadas, y las uñas estaban más oscuras que las otras partes del cuerpo. La lengua, como en las otras cuatro, estaba ausente, probablemente se había podrido.

Estos cráneos eran ovales. El ángulo facial, bien abierto, y entre 80 y 85º, equilibraba el gran desarrollo de la cara, mostrando de esa manera un tipo animal. Les quedaba un poco de pelo, de color castaño rojizo y lacio, no rizado. Las entrañas habían desaparecido, y al no existir las paredes abdominales, era imposible detectar las incisiones por donde las sustancias no tan balsámicas eran introducidas, según Bory de Saint-Vincent y muchos otros. El método parece incierto. En general se creía que después de quitar las entrañas mediante un corte irregular hecho con la tabona, o cuchillo de obsidiana, los operadores, quienes como en Egipto eran de la casta más inferior, inyectaban un fluido corrosivo. Entonces llenaban las cavidades con el bálsamo anteriormente descrito; secaban el cuerpo y, después de quince a veinte días, lo cosían en pieles de cabra curtidas. Éste parecía ser el caso de las momias señaladas más arriba.

Nicolás Glez. Lemus