Programa de Semana Santa 2005 del Excmo. Ayuntamiento de La Orotava.

A lo largo del siglo XIX y buena parte del siglo XX, el pueblo de La Orotava, en su mayoría rural, al igual que en el resto de las islas y la España peninsular, era profundamente religioso. Las costumbres privadas, la vida familiar y la moral pública estaban marcadas profundamente por la practica cristiana católica. Las iglesias eran los edificios que dominaban el caserío y sus campanas señalaban el horario de la vida religiosa, civil y los acontecimientos ordinarios de la fe católica: los avemarías tres veces al día, el toque de ánimas, el de queda, entre otros. Incluso los serenos, cuando mediados de siglo XIX se van estableciendo en los pueblos y ciudades, saludaban con el Ave María al cantar las horas. La vida religiosa era observada por la inmensa mayoría: misas los domingos y fiestas, cumplimiento pascual, ayunos y abstinencias cuaresmales, últimos sacramentos, etc. Pero también una parte importante de esa religiosidad se manifestaba en la celebración de la Semana Santa, repercutiendo intensamente en la vida familiar y social. Había mucho en todo esto de lo “establecido”, de costumbre establecida, de lucimiento social, pero en el fondo había fe.

A pesar de que los cambios políticos acaecidos en el Estado con la proclamación de nuevas constituciones y las corrientes liberales desarrolladas a partir del último cuarto del siglo contribuyeron al progresivo debilitamiento de la fe en la sociedad española, la religiosidad popular permaneció inalterable en la espiritualidad de la inmensa mayoría de la gente, especialmente en la canaria, aún sociedad eminentemente agraria, alejada del resto del mundo – aunque en la década de los noventa de la centuria decimonónica ya había atisbos de un incipiente turismo-y con carencias educativas y culturales significativas. Los actos de devoción y litúrgicos cobraban solemnidad en determinadas fiestas cristianas como en nuestra Semana Santa, y que ocupó la atención de algunos tempranos turistas y viajeros, sobre todo ingleses, que por su elevado número fueron los más numerosos entonces, en comparación con otros, como eran los franceses y alemanes. Eran viajeros victorianos y en su mayoría pertenecientes a la iglesia anglicana. En sus escritos y diarios de viajes plasmaron sus impresiones sobre el conjunto de días ceremoniales del Easter canario.

En general, el viajero observaba sorprendido cómo el fervor religioso del canario se mostraba en toda su plenitud durante su celebración. Al igual como en el resto de las áreas peninsulares, el catolicismo en las islas había adquirido un amplio repertorio simbólico y ceremonial revestido de solemnidad y con unas características marcadamente deslumbrantes y esplendorosas. Su vistosidad la convertía en la manifestación más genuina de la expresión de la religiosidad popular, que no podía por menos que sorprenderles por su forma de vivirse, muy diferente a cómo se celebra en su país, donde las ceremonias están limitadas a los interiores de las iglesias, son más frías e intimistas y no se practica la idolatría a las imágenes.

Durante su celebración de la Semana Santa la gente era convocada a la iglesia no por las campanas sino por unos badajos que se situaban dentro de una madera (matraca) colocadas en el campanario. Para Isaac Latimer -célebre periodista británico que en 1887 visitó, acompañada de su hija Frances, La Orotava, el Puerto de la Cruz, entre otros pueblos e islas-los permanentes sonidos de la matraca para llamar a la oración en las iglesias eran auténticos toques de difuntos, reflejo del dramatismo colectivo con el que solía el catolicismo vivir la pasión de Cristo. El hijo de Dios era el gran protagonista de la Semana Santa, pero para el creyente isleño su participación en los actos religiosos suponía no sólo una demostración de fe, sino una seña de identidad local, de reforzamiento de pertenencia a un grupo: el catolicismo. Por tal razón, como señaló Frances Latimer, en las islas, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo era vivido con tristeza y melancolía. La actividad de los pueblos quedaba totalmente paralizada. Durante la Semana Santa los pueblos adquirían un aspecto lúgubre, triste y aburrido. Albergaba muchos actos rituales: los velos morados tapaban las imágenes de los templos, en las familias se practicaba el ayuno y la abstinencia, además de otras obligaciones espirituales.

El Jueves y Viernes Santo llegaba a su cenit la pasión y resurrección de Cristo. Adolphe Coquet -arquitecto francés que se trasladó a Tenerife como responsable de la construcción del mausoleo del jardín de La Quinta Roja y del hotel Taoro-coincidió con la Semana Santa de La Orotava en abril de 1882. Según sus propias palabras, las ceremonias en las iglesias de la Villa se celebraban con gran pompa, y todos, caballeros, señoras y campesinos se arrodillaban en el suelo sumidos en el mayor de los recogimientos mientras el sacerdote oficiaba los cultos. La parroquia de la Concepción, para él el mejor monumento de la isla, estaba lleno de fieles y en la calle un numeroso gentío paseaba las estatuas que representaban la pasión; éstos eran los santos vestidos con ceremoniosas vestimentas acompañando a Cristo flagelado. Por la noche, muy probablemente refiriéndose a la procesión del “Señor de la Columna” que sale de San Juan el jueves, la gente volvía a salir en masa con antorchas para acompañar a Cristo, a la vez que los más devotos cantaban al son del ritmo musical.

El Jueves y Viernes Santo las banderas se izaban a media asta en señal de luto en todos los lugares donde se encontraban colocadas: los barcos anclados en el muelle, los hoteles, edificios oficiales, etc. El tráfico quedaba totalmente prohibido desde el jueves hasta el Domingo de Resurrección. En las principales carreteras de las islas se colocaban patrullas militares para hacer valer la prohibición. La única manera de viajar era trasladándose el día anterior, el miércoles santo, de lo contrario uno permanecía inmóvil en el lugar de residencia. Se podía hacer durante los días prohibidos usando la astucia y practicando la corrupción, para lo cual se podía pasar por las calles traseras si «se pagaba al centinela» la cantidad que solicitaba, comenta Isaac Latimer. Anota el mismo autor británico que en el Puerto de la Cruz no había nada que hacer, sino pasear en la deprimente iglesia [Nuestra Señora de la Peña de Francia] mientras el servicio se celebraba para ver a la gente y aprender algo de sus costumbres. Los cuadros [en las iglesias] están cubiertos con cortinas y las ventanas totalmente oscurecidas también por estar cubiertas. La luz es débil, incluso cuando se celebra los servicios, y uno siente la necesidad que irse, relata el señor Latimer.

Las iglesias experimentaban un cambio diario en sintonía con el devenir de la pasión de Cristo. El viajero inglés se fijó en el aspecto del interior de las iglesias de Santa Cruz. En los primeros días los altares eran visibles, aunque todos los alrededores estaban cubiertos. Después, una cortina blanca caía a través del altar. Al siguiente día [Viernes Santo] el luto hacía su aparición. Toda la escena estaba cubierta de un velo negro y «un hombre y una mujer, en luto riguroso, arrodillados en el ascenso del altar con la mirada fija el uno al otro. De vez en cuando eran relevados por otros, que ocupaban su lugar». Las iglesias se llenaban de personas de ambos sexos, pero fundamentalmente de mujeres, «que parecían salir de todos lados para visitar las imágenes». Durante las ceremonias, las campesinas y mujeres trabajadoras llenaban las iglesias en cuclillas y se distinguían por sus pañuelos coloreados sobre sus cabezas. Las ladies con sus mantillas y trajes negros de seda y las de familias más distinguidas se tocaban con peineta. Las más ricas se presentaban con sus nuevos trajes a la última moda. Por su parte, los caballeros iban de oscuro y llevaban corbata negra en señal de duelo. Era la manera de concurrir que los acaudalados practicaban desde el siglo XVIII, y como recoge el historiador portuense Alvarez Rixo, “hasta el punto de que muchos empeñaban o vendían la puerta labrada, casa o finca si no poseían el dinero para costearse los trajes europeos de la familia”.

Para los viajeros británicos, la suntuosidad se manifestaba en las procesiones en las calles. En todos los pueblos las autoridades locales, guarniciones del ejército y sacerdotes las acompañaban. Las cruces y estandartes las precedían. En Santa Cruz, La Laguna, Las Palmas y La Orotava todos los oficiales, generales, magistrados y funcionarios seguían a las imágenes con la máxima seriedad. Enormes filas de chicas vestidas de blanco, peregrinos, penitentes, cofradías, diáconos y sub-diáconos quemando incienso. La milicia y un enorme séquito de sacerdotes formaban un imponente e impresionante espectáculo. La banda de música y una enorme multitud anunciaban el final. Cuenta el viajero francés Pègot-Ogier en 1868 cómo junto al recogimiento y al profundo sentimiento religioso convivía también el sentido de la rivalidad por afán de superación estética para ver quien hacia más pomposa y lujosa las procesiones, sobre todo entre las islas capitalinas.

El Sábado de Gloria por la mañana aún había ceremonias en las iglesias, pero a partir de las doce los repiques de las campanas hacían su aparición. En los muelles quince disparos de salva de cañón anunciaban que los actos religiosos habían acabado y la vida volvía a su normalidad. El luto oficial desaparecía. «Todas las banderas de los consulados, cuarteles, de los barcos, hoteles y edificios públicos volvían a izarse por completo… Los controles de soldados colocados en las carreteras para la vigilancia del tráfico se retiraban. Los carros, caballos, camellos, burros y mulas pronto cobraron vida».

No debemos olvidar que la Semana Santa era, es y será el episodio central de la cosmogonía cristiana, por medio de la cual la Iglesia sostiene y fortalece el sentimiento religioso y la fe de la gente.

Nicolás González Lemus Doctor en Historia por la Universidad de La Laguna y profesor de la Escuela Superior de Turismo “Tomás Iriarte”