Del paisaje insular en la literatura de viaje y Viana

Nicolás González Lemus

Desde un punto de vista estrictamente paisajístico, Canarias poseía escenarios naturales capaces de cautivar la atención de los visitantes desde sus comienzos. Las islas presentan terrenos irregulares y enclaves montañosos diferentes capaces de deslumbrar desde el primer momento. Pero, curiosamente, a los primeros viajeros medievales la naturaleza insular no provocó entonces el menor interés o curiosidad. Parece increíble para el isleño actual que un fenómeno tan destacable como es la rica vegetación del archipiélago, fundamentalmente las de las islas occidentales, resulte absolutamente invisible para el temprano viajero por las Canarias. Era propio del hombre medieval la carencia absoluta de conciencia naturalista.

Esa carencia de cultura paisajista va desapareciendo cuando se reanuda con fuerza un cambio de actitud del hombre renacentista hacia la percepción del entorno. En sintonía con esta nueva forma de pensar del hombre, Antonio de Viana (1578-1650?), uno de los más destacados clásicos de las letras insulares, en su poema épico La conquista de Tenerife resalta que los espesos y altos montes de las islas, fijando siempre la mirada en su isla natal, producían “álamos, cedros, lauros y cipreses, robles, pinos, lentiscos, barbuzanos, palos blancos, viñáticos y tiles, hayas, brezos, acebuches, tabaibas y cardones, granados, escobones y dragos”. Continúa relatando el poeta que las aguas claras de sus grandes arroyos riegan las tierras donde abundan “el poleo vicioso, el blanco heno, el fresco trébol, toronjil, asándar, el hinojo entallado y el mastranto…” y son llamadas los “Campos Elíseos, … el terreno paraíso”.

El componente sobrecogedor que subyace en el paisaje canario no tardó en aflorar en la literatura de viaje. Muy probablemente fue necesario el encuentro del viajero con la diversidad paisajística de las siete islas cuando por razones comerciales se familiarizó con el archipiélago en el siglo XVI. A partir de ese momento, el europeo no sólo descubre la abundancia de unas especies exóticas y el exuberante bosque que proliferaban en los terrenos de las islas, sino que transmite sus encantos a sus contemporáneos de la patria de origen. Aún el número de productos cultivados era reducido y la belleza que suscita las islas provenía de un entorno montañoso donde el bosque de laurisilva y la naturaleza se desenvolvían salvaje en su vegetación. En el siglo XVI, Thomas Nichols, comerciante inglés residente en Tenerife suscita una serie de árboles que conforman el paisaje y no duda en calificar de placentero el paseo por los altos de Tenerife:

… más abajo se hallan árboles grandes llamados viñátigos, que son extremadamente pesados y no se pudren en ninguna agua, aunque queden en ella mil años. Hay también otro árbol llamado barbusano, de igual calidad, con muchas sabinas y pinos. Y por debajo de esta clase de árboles hay bosques de laureles, de diez y doce millas de largo, por donde es un placer viajar

En su desplazamiento insular, el autor inglés habla de dos especies que van a estar presente de manera destacada en el paisaje insular: la tabaiba y el drago.

Nichols va a inaugurar una nueva variante perceptiva en el viaje a las islas, que en la literatura viajera dieciochesca y decimonónica se encargarán de resaltar con un nuevo léxico estético, a pesar de que no todos se ocuparon de su adecuada valoración por la variedad de actitudes estéticas que coexisten. Mientras, las islas se encontraron con un proceso de destrucción y el agotamiento de su arboleda por la intervención de los colonos europeos. Es el momento de la introducción de otro elemento de importancia en la organización paisajística: el espacio rural. Aunque el paisaje sigue siendo objeto de preferencia y valoración de muchos viajeros ya se trata de un paisaje humanizado.

Alexander von Humboldt resalta la conexión del hombre canario con el paisaje y la naturaleza y le dota de una dimensión intelectual, sentimental y moral. En su visita a Tenerife en 1799, el naturalista alemán articula un discurso donde combina el carácter exótico, científico y romántico del paisaje insular que se desenvuelve en el verdor flanqueado entre los árboles y los viñedos. A la vez, inspiró a incontables naturalistas y viajeros para ver el paisaje de las islas con nuevos ojos, porque la visión de la naturaleza y el paisaje de Humboldt tenía una fuerte carga de romanticismo, ya que “entiende el universo como un sistema de correspondencias”, en palabras de Octavio Paz. Entonces aún el archipiélago flotaba sobre un tesoro inagotable de belleza paisajística, a pesar de ser un paisaje humanizado.

Consecuentemente, la percepción del paisaje insular está estrechamente relacionada con la tala incontrolada de árboles de los montes y evolución del paisaje agrario isleño. La vid había sido tradicionalmente la protagonista en la morfología del espacio rural. Aparece sin excepción en casi todos los paisajes agrarios de las islas. Pero, la profunda transformación rural que supuso la incorporación del cultivo del cactus para la producción de la cochinilla modificó, a los ojos de muchos testigos, de forma negativa, la morfología del paisaje. A la naturalista y pintora Marianne North (1875) le desagradó el paisaje insular por la salvaje tala de árboles para el aprovechamiento del suelo con fines agrícolas y se quejó de la cría de la cochinilla por lo nefasto para el ecosistema paisajístico.

A finales del siglo XIX, el plátano pronto se convirtió en el auténtico monocultivo de exportación en la economía canaria. El platanal sustituyó al cactus, produciendo un efecto de belleza y placer en su contemplación. La idealización del paisaje del valle de La Orotava por el platanal, por ejemplo, lo ha convertido en un objeto de consumo estético turístico.

Sin embargo, hablar del paisaje canario es hablar de siete islas y cada una tiene su peculiar morfología paisajística. Esta diversidad, estrechamente relacionada con la diversidad climática de las islas, influye en la flora y vegetación. A su vez, el propio origen volcánico de las Canarias ha originado diferencias altitudinales, configurando un característico paisaje isleño. Hay algunas islas, como Fuerteventura o Lanzarote, cuyos perfiles destacan por sus paisajes desérticos. Por ello, han suscitado poco interés por los viajeros desde el punto de vista estético, aunque sí desde el punto de vista geológico, sobre todo la segunda. No obstante, ese paisaje desértico también lo encontramos en las cumbres de la isla de Tenerife, sus cañadas, pero la presencia del Teide lo hace acreedor de un espacio estético sublime. Esta montaña abre una segunda línea de fuerza en el acercamiento al paisaje de Tenerife. Su atenta mirada desde las alturas armoniza el paisaje de la isla que lo suporta y de aquellas que disfrutan de su vista. Forma parte de esa armonía sinfónica de la naturaleza archipelágica y constituye sin duda un elemento peculiar, destacadísimo, en el sistema cultural de los isleños. Ha sido también objeto de canto de Viana:

Tiene entre los más alto de sus cumbres
Una soberbia pirámide, un gran monte,
Teide famosos, cuyo excelso pico
Pasa las alturas nubes, y aún parece
que  quiere competir con las estrellas, Puede cantarse de él lo que de Olimpo,
Que, si escribieren con cenizas débiles
en él, no borrará el aire las letras,
que excede a su región  la cumbre altísima.

Viana se refiere a la región sublunar dominado por el fuego del universo donde se encuentra el Teide, según la dominante concepción cosmológica aristotélica – existencia de cuatro elementos (el fuego, el aire, el agua y la tierra), dispuestos en esferas concéntricas-. El Teide es el único paraje de la naturaleza isleña que originó un paisaje fantástico, ya que los cartógrafos de los siglos XVII lo pintaban o dibujaban basándose en los vagos relatos y descripciones que depositaban los tempranos viajeros y comerciantes a su regreso de las travesías. Sus representaciones estaban fuera del horizonte perceptible de las cosas. Por eso, muy probablemente por la consideración del Teide como la montaña más alta del mundo se originó en la iconografía renacentista y barroca una forma de representación muy singular, como “una montaña picuda en forma de diamante que está siempre ardiendo”, según el veneciano Ca’da Mosto durante su ruta a Guinea ente 1455-1456 ; el viajero francés Guillaume Coppier (1645) lo considera semejante una roca escarpada, razón por la cual el Teide es inaccesible, o como un “montón de rocas amontonadas en forma de pirámide”, según el cirujano británico John Atkins (1685-1757), casi un siglo después. Esta percepción paisajística del Teide, forma de roca elevada, fue bastante difundida en los siglos XVI y XVII, y figuró como grabado en la ilustración de algunos de los libros de viajes más populares de la época, como en el del cartógrafo escocés John Ogilby, África (1670), o el del geógrafo holandés Oliver Dapper, Nueva descripción de las islas de África (1676), a quien se le atribuye la autoría de uno de los varios modelos que circularon por Holanda, Inglaterra e Italia.

Historiadores, viajeros, naturalistas y otros poetas han dejado constancia, en sus escritos, diarios o versos, del valor del Teide en el paisaje isleño. La importancia del elemento estético de la montaña de Tenerife en el paisaje encuentra en la afirmación del prestigioso médico británico Ernest Hart. (1887) su justa valoración: “El Teide era el centro de atracción de Tenerife, que fascinaba a los visitantes y el escenario nunca está completo sin su grandiosa vista”.

En el siglo XIX las islas van a contar con algunos personajes foráneos que dotaron al Teide y al paisaje en general de unas ilustraciones que se pueden considerar de joyas gráficas. Nos referimos al francés Sabin Berthelot y los británicos Philip Barker Webb y

J.J. Williams. Las representaciones topográficas de las Cañadas y el Teide de Berthelot como la geografía botánica, con las representaciones individualizadas de la flora canaria, y los paisajes de las diferentes regiones de plantas de Williams son unos auténticos iconos de la tipología paisajística en la cultura gráfica de Canarias.

A todo esto hay que añadir el paisaje urbano. Los viajeros se sentían atraídos por los pueblos que a través del marco geográfico, jardines, plazas, casas y calles pintorescas les resultaban monumentales y seductores. Las ciudades o pueblos insulares estaban situados en medio de lugares fértiles, rodeados de viñas o plataneras, o en menor medida de trigo o millo, y se caracterizaban por la presencia del blanco de las casas y con las agujas de los campanarios de las iglesias sobresaliendo, visibles desde lo lejos. Hoy en la mayoría de los pueblos se han anulado sus trazados, aspectos coloniales y lugares pintorescos por la predilección del desarrollo de la “ciudad moderna”. Por su parte, la notable expansión de la red urbana ha reducido considerablemente el suelo agrícola y desprovisto de vegetación compuesto fundamentalmente por castaños y en muchos casos compuesto por palmerales, centenarios, elogios de los viajeros en décadas pasadas. La destrucción o degradación de las propiedades visuales del paisaje como consecuencia de la disminución de las superficies cultivadas, que a su vez es producto de nuevas urbanizaciones y trazados viarios, está suponiendo la alteración, y en muchos casos la desaparición, de unos de los patrimonios culturales más emblemáticos de los isleños: el paisaje.

En este breve recorrido sobre algunas representaciones del paisaje canario, una referencia obligada a uno de los más famosos visitantes británicos a las islas, William Wilde (1837), pues su visión del valle de La Orotava constituye un documento histórico-geográfico de primera magnitud, en un momento actual donde los elementos paisajísticos propios de la zona están dañados de muerte. De paisaje sublime lo consideró cuando lo contempló el 11 de noviembre de 1837, es decir, cuando todavía la vid era el cultivo preponderante del valle, aunque ya había comenzado su declive comercial. El ilustre médico escribió uno de los textos más poéticos encontrado en los viajeros británicos.

…al llegar a una altura por encima de Orotava [Puerto de la Cruz] pudimos admirar el paisaje frondoso del monte, desbordante de todo lo que un corazón amante de la naturaleza puede desear. Una imagen que sólo se nos presenta en este famoso jardín de las Hespérides. El viajero que llega aquí por primera vez es involuntariamente atrapado por el encantador paisaje, y forzado a admirar la extrema belleza del escenario. A sus pies está un extenso valle, formado por un enorme viñedo desde un extremo a otro. Un ocasional drago, palmeras un poco altas y ondulantes se levantan acá y allá sobre colores de todos los matices. ¡Pero fundamentalmente tú, alegre verde! ¡Tú, prenda universal de la naturaleza sonriente!, unidos por la luz y la sombra prestan a la totalidad del paisaje frescor y verdor.