MUJERES VICTORIANAS EN CANARIAS
En Gran Bretaña existía una larga tradición viajera. Los británicos se lanzaron a la mar desde los mismos albores del siglo XVI y desde entonces el viaje no se había interrumpido. Como consecuencia de esta tradición, «el viaje era una parte integrante de la vida doméstica de muchos británicos». No obstante, había sido una actividad exclusiva del hombre. No es que con anterioridad no hubo mujeres practicándolo, bien durante el Grand Tour o más allá del continente europeo. Pero eran casos excepcionales. Las pocas que viajaban por alta mar solían ser mujeres que lo hacían con sus familiares establecidos temporalmente en el extranjero, esposas, hermanas, hijas de oficiales en las colonias, etc. Algunas de ellas, acompañando a sus maridos, hicieron escala en Tenerife y permanecieron en la isla el tiempo suficiente como para conocerla. Fueron los casos de Jemima Kindersley que acompañaba a su marido en su viaje a Bengala en junio de 1764, o de Mary Ann Parker en 1791, en su ruta a Australia. Por lo tanto, el viaje por razones turísticas o de estudios, recomendado en el Grand Tour, era impensable. Incluso en los albores del siglo XIX aún muy pocas mujeres viajaban.
Pero a partir del último cuarto de siglo, la aventura de viajar, que hasta entonces parecía exclusivo de los hombres, es asumida por las mujeres victorianas, fundamentalmente de la clase media y alta. El viaje femenino de esta época gloriosa de Gran Bretaña no estaba relacionado con el reconocimiento público o prestigio de quienes lo realizaban. Las causas por las cuales muchas mujeres victorianas ansiaban el viaje parecen no estar muy claras aún entre las historiadoras que se ocupan de la historia del viaje femenino. Para algunas de ellas (María Frawley, Alexandra Allen, Doroty Middleton, etc.) el viaje era un gesto individual de las jóvenes ladies de la pequeña burguesía británica. Para ellas eran adolescentes que estaban destinadas a ser puras amas de casa, cuidando de sus parientes mayores enfermos, haciendo croché o asistiendo a las fiestas de té. Jóvenes que habían sido educadas para cumplir el ideal de sumisión femenina, de obligación con la promoción y devoción a la religión, tal como había dictado la rígida moral puritana y victoriana. Por lo tanto, para combatir la reclusión de su vida social en familia, sintieron la necesidad de una salida intelectual y emocional. No se trataba de una huida física del ambiente hogareño, sino de ganar un espacio que sólo había pertenecido al mundo del hombre a lo largo de los siglos. Ese espacio lo ocupó, con mayor fuerza que otros deseos, el entusiasmo por el viaje. Supuso el deseo ansioso «de degustar la novedad y el placer que suponía verse libre de los deberes y trabajos duros de la casa que diariamente les habían sido encomendados». Ahora bien, si el viaje suponía salir de esos espacios que habían sido destinados para ellas, su alto grado de moralidad les impedía abandonar su domicilio para lograr su objetivo. Marianne North que se ocupaba de la enfermedad de sus padres no realizaría su viaje alrededor del mundo hasta después de la muerte de ellos. Lo mismo sucedió con la más aventurera, Mary Henrietta Kingsley. No realizaría su primer viaje hasta después de la muerte de su enfermiza madre, abril de 1892 (su padre había fallecido dos meses antes). Eran conscientes de que el hogar era el espacio de sus responsabilidades. Si bien esas fueron las razones que explica el deseo por el viaje de las mujeres victorianas de la clase media, para Martha Vicinus y Sara Mills, otras fueron las razones que motivaron el viaje de las ladies aristocráticas. Para estas últimas, el papel de «angel de la casa» no estaba reservado para ellas, puesto que gozaban de una posición económica mucho más holgada, lo que significa que no tenían necesidad de salir de espacios «opresivos». Fue el placer y la aventura las razones fundamentales de sus viajes. Un ejemplo lo tenemos en Lady Annie Brassey. No obstante, la cultura de la feminidad era fomentada incluso entre las mujeres de los estamentos nobiliarios, porque a todas las mujeres se les valoraba por su belleza y su capacidad para dedicar su vida a causas nobles. En la novela Middlemarch (1871-1872) de George Eliot, el personaje femenino central, Dorothea Brooke, una joven perteneciente a la nobleza rural, sentía la ilusión del matrimonio con Casaubon, un hombre mucho mayor que ella, porque le proporcionaría la oportunidad de dedicar su vida a la justa causa de colaborar con su marido en su proyecto de investigación. La dedicación a él hacía que todo lo demás quedara en un segundo plano. Para la mentalidad puritana, la capacidad de las mujeres de sufrir por los demás, como el caso de la señorita Brooke, la hace ser femenina y por consiguiente digna del amor de su marido.
Pero si bien las razones fueron diferentes para las ladies victorianas de clase media y alta, lo que si es cierto es que el viaje significaba para todas ellas un gesto individual de liberación, de conquista de un espacio social que hasta entonces no habían disfrutado. Viajar les proporcionaba la experiencia de nuevas vivencias en tierras desconocidas. Nadie mejor que Mary Kingsley lo refleja cuando escribe desde Las Palmas a su amiga de infancia, Hatty Johnson:
Cuanto más lejos estoy fuera en la mar, más maravillosa y perfectamente me encuentro. Me siento tan libremente a mis anchas, sentada y relajada, disfrutando por mi cuenta del lugar. Es tan bello para mí el ver sola Tenerife, Madeira, La Palma y Lanzarote, una serie de encantadores lugares tan diferentes a la bella Inglaterra en su forma y color. Es el mayor de los cambios.
Tal vez, donde con mayor claridad se refleje ese anhelo de independencia fue en el movimiento de emancipación femenina. El desarrollo y extensión de las ideas de emancipación, independencia y libertad que en todos los aspectos de la vida del mundo femenino de Occidente, fundamentalmente en Inglaterra y en América del Norte, tuvo también su impronta. Sin embargo, no creo que las nuevas ideas propias del movimiento de liberación de la mujer hayan sido determinantes. Lo prueba el hecho de que ni eran feministas ni radicales. No encarnaban la rebelión contra el dominio masculino que propugnaban las feministas victorianas. Salvo poquísimas excepciones, ni eran mujeres emancipadas ni, políticamente hablando, liberales. Las viajeras anglosajonas de entonces nada tenían de aventureras en busca de una identidad nueva o ansiosas por derribar los convencionalismos sociales. Todo lo contrario, ninguna de ellas eran rebeldes ni les interesaban la política. Todas eran presas del puritanismo y los prejuicios sociales de la época. Por ejemplo, sus prejuicios contra los pantalones eran muy fuertes en ellas como en el resto de las mujeres del momento. Annie Brassey que visitó Tenerife expresamente para subir el Teide se quedó sin poder cumplir su cometido por la aparatosa indumentaria que llevaba puesta. Las blusas de cuello alto y las faldas largas que llevaban puestas mientras viajaban eran las mismas que usaban en sus casas. El alto grado de feminidad era la imagen que buscaban mantener en sus desplazamientos. Sin embargo, sí influyó decisivamente la mejora de los medios de comunicación. Esto les permitió viajar, tanto en ferrocarril como en buques de vapor en mejores condiciones, mayor confort, con camarotes especialmente diseñados para el mundo femenino, etc.
La razón fundamental del deseo por el viaje de las mujeres fue la creciente atmósfera de exoticidad que se vivía en las casas victorianas de la burguesía británica. El cambio económico que se está operando desde los albores de la Revolución industrial favorece el que la mujer burguesa se encuentre con un ambiente hogareño donde el orientalismo lo envolvía todo. Muchos de sus familiares estaban relacionados, directa o indirectamente, con la expansión del Imperio británico en Oriente yÁfrica. Ellos, durante sus viajes, traían objetos exóticos de esas tierras lejanas. Sus casas se abarrotaron con objetos de decoración del lejano Oriente. Con el éxito de Japón y China en laexposición de Londres en 1850 y el intercambio comercial con Oriente y la costa occidental de África, tales objetos pronto se convertirían en ornamentos decorativos no solamente en las casas de los viajeros y comerciantes sino también en las casas de las clases medias y altas británicas. A su regreso a casa, los viajeros y comerciantes que visitaban esas lejanas tierras contaban historias de sus misteriosas costumbres, las curiosidades de esos pueblos y las maravillas exóticas de los lugares. Por lo tanto, las tierras extranjeras, sus objetos y sus gentes fueron presentadas a las jóvenes y futuras viajeras como un mundo exótico fuera de su alcance. En esos ambientes de curiosidades exóticos transcurrieron la infancia y adolescencia de la inmensa mayoría de las viajeras victorianas. La presencia de esa naturaleza les hizo ver las cosas de otro modo; las sedujeron; les inspiraron imaginación. En Marianne North influyó muy directamente los objetos extraños que su padre, Frederick, había traído de sus viajes, entre ellos la sirvienta de su casa, ya que su padre importaba de tierras extranjeras sirvientes de ambos sexos para trabajar en Hastings (Inglaterra). Mary Kingsley estaba rodeada de objetos africanos y fabricó sus sueños aventureros de la lectura de libros de viajes y cuentos de tierras extrañas de la biblioteca de su padre. A la vez, les impresionaron la libertad de movimiento de sus padres y familiares masculinos para disfrutarlos, tanto dentro de casa como fuera, en el extranjero.
Muchas fueron hacia Oriente. Otras se dirijieron hacia el Sur. El entusiasmo y la pasión por el Sur había cautivado la consciencia cultural de Inglaterra. Primero, por los viajes realizados por James Cook y muchos otros. Después por el interés que despertaron las costas de Italia y la luz del Mediterráneo en parte debido a la influencia del arte de Joshua Reynolds y en parte al canto que profesaron los poetas románticos como Byron, Keats, Shelley, etc. Rose Yorke, uno de los personajes femeninos en la novela Shirley (1849) de Charlotte Brontë, se encontraba con su amiga Caroline Helstone y comentan sus impresiones sobre la novela The Italian (1796) de Ann Radcliffe. Para Rose la novela le encanta porque hace que «uno se sienta como si estuviera lejos de Inglaterra -realmente en Italia-bajo otro sol -ese cielo azul del Sur que los viajeros describen»-.
Pero si bien la luz y el cielo azul de Italia era solamente lo que estaba al alcance en la primera mitad del siglo, la mejora de los medios de comunicación con la aparición del vapor permitió a los ingleses acceder más facilmente al cielo azul de las islas del Atlántico, situadas más al Sur, pertenecientes geográficamente a África, el continente que despertaba pasiones. Eso desató una inusitada pasión en las mujeres victorianas, como en los hombres, por el viaje a las Canarias. A la mayoría les animaba el ascenso del Teide en la isla de Tenerife. Las montañas coronadas de nieve como la del Teide, fueron mucho más importantes y atractivas que cualquier placer que la sociedad pudiera ofrecerles. Ascender el Teide, la montaña que custodia a la isla «como un ángel»; ver, anotar, comprobar y admirar todo cuanto centenares de ilustres científicos habían hecho antes que ellas «es una experiencia espiritual -como dijo Stone-imposible de olvidar». Isabelle Burton fue la única inglesa que se atrevió a subir el Teide en invierno (el 22 de marzo de 1863), cosa que no habían hecho nadie desde 1797.
Ahora bien, admiraban el Sur, pero su sentimiento de admiración y fidelidad por Inglaterra era más fuerte que el deslumbramiento que le producía el azul del cielo de estas latitudes. Un ejemplo significativo lo encontramos en la viajera Olivia Stone. La dulzura y fertilidad del Valle de la Orotava (Tenerife) le abruma de tal manera que lo recomienda para esos que tienen tiempo y que apenas se preocupan por el frío, la suciedad, la niebla y los cielos oscuros del invierno en Inglaterra. Deberían continúa-de acercarse a estas tierras soleadas, cargadas de frutas y verdor, donde los pájaros cantan entre el follaje, y donde las enfermedades tienden a disminuir -si no es que cesan-del Sur, además de estar a unos pocos días. Considera afortunados a los naturales que habitan en los «Campos Elíseos» de esta parte de Tenerife. Pero a pesar de encontrarse en uno de los encantadores jardines de La Orotava (en el de Lorenzo Machado), era presa de ese sentimiento de superioridad del británico, donde todo lo que se encontraba más allá de su casa le parecía un exilio, todo le era extraño e incluso teme que los sentimientos de depresión por encontrarse en un lugar encantador pero triste se apoderen de sus pensamientos:
Pensé que podría haber vivido en este encantador lugar y escribir en medio de las bellas adelfas y magnolias de La Orotava. Mi pluma habría seguramente fluido más libre y enteramente en una atmósfera tan poética y pacífica. Quizá no. Tales alrededores son deprimentes. Inglaterra, con sus violentos vientos, sus cielos nublados y tiempo frío da a sus hijos e hijas la energía que ha hecho que su nombre se situara en las primeras filas entre las naciones. También, en cualquier tierra donde uno vive, allí debe estar contento.
Salvo Marianne North y Mary Henrietta Kingsley, todas realizaron sus desplazamientos hacia las islas con la compañía masculina (padres o maridos). Prácticamente todas viajaron con cartas de recomendación. Pocos viajeros británicos emprendían su salida al extranjero sin ellas desde su país de origen o adquirida en su escala anterior, bien dirigida al cónsul o vice-cónsul o algún miembro de la nobleza o alta burguesía del lugar. Si no llevaban encima una, a lo más que podían llegar cuando visitaban el extranjero era a la puerta interior del zaguán de mármol de una casa. Se hacía necesario, pues, tener una carta de recomendación o ir acompañado por alguien de la alta sociedad para tener acceso a las residencias de la elite del país que visitaban, pues de lo contrario era difícil entrar en contacto con ella. Característica ésta no exclusiva de la canaria, sino de la nobleza en general.
Hubo dos viajeras con unas características muy particulares: Elizabeth Murray e Isabelle Burton. Ninguna de ellas responden a los condicionantes anteriormente expuestos. Se vieron obligadas a viajar por estar casadas con diplomáticos destinados en las islas o la costa africana. Entre las viajeras victorianas que visitaron Canarias destacaría:
Elizabeth Heaphy de Murray (1815-1882). Una mujer con espíritu independiente que decidió tomar el Royal Tar para Tánger y que sin transcurrir el año se casó con el cónsul británico en esa ciudad africana, Henry John Murray. En 1850 es destinado a Tenerife para hacerse cargo del consulado en Canarias. Es pues, la función diplomática que desempeña su marido lo que determina la llegada de Elizabeth a las islas. Se dedica a pintar, fundamentalmente en acuarela, pero destaca por la polémica obra que escribió cuando hizo su tour particular por las islas en el segundo lustro de los cincuenta, Sixteen years of an Artist’s Life in Marrocco, Spain and the Canary Islands.
Isabelle Burton (1831-1896). Se casó con el carigmático explorador Richard Francis Burton.La primera vez que visitó Tenerife fue en marzo de 1863, cuando su marido marcha a África como cónsul británico en Fernando Poo. En Tenerife permanece un mes, residiendo en La Orotava. Pero sumarido le prohibió que continuara hacia África con él porque consideraba que el continente no era un lugar para mujeres. Ella regresa para Inglaterra. De esta manera la isla se convertiría en punto de encuentro del matrimonio Burton.
Marianne North (1830-1890). La extraordinaria acuarelista llegó a Tenerife el 13 de enero de 1875. Permaneció tres meses en Tenerife (uno en La Orotava y dos en el Puerto de la Cruz, por aquel entonces Puerto Orotava). Durante su estancia en la isla, no sólo nos dejó una obra gráfica donde recoge algunas de las especies botánicas cultivadas en su interior del jardín de Sitio Little -el drago, buganvillas, rosas cherokee, etc.-que puede admirarse en la Marianne North’s Gallery, en Kew Gardens de Londres, sino también una detallada descripción de la exquisita colección de plantas de Tenerife.
Annie Brassey (1839-1887), esposa de Lord Brassey (nombrado barón por la reina Victoria en 1886) que visitó Tenerife en julio del año 1878, pertenecía a una familia de la oligarquía inglesa. Se pasó la mayor parte de su vida viajando con su marido por el mundo en el yate privado el Sunbeam.
Olivia Stone visitó el archipiélago canario junto a su esposo entre los años 1883-84 y permaneció en las islas alrededor de seis meses. Fue la única viajera victoriana que recorrió todas las islas. Su obra Teneriffe and its six satellites editado por primera vez en 1887 en Londres constituye el mejor retrato de la sociedad isleña de fines del siglo pasado.
Frances Latimer, una joven inglesa de Plymouth que como todas las victorianas le encantaba viajar. En 1883 había visitado Madrid. Evitaba trasladarse a donde la mayoría de los ingleses solían ir de turismo, como Italia, Francia, etc. Viaja a Canarias con su padre (con quien solía ir a todas partes) el invierno de 1887. Fue tanto lo que le encantó las islas (visitaría solamente Gran Canaria y Tenerife), que permaneció cuatro meses.
Mary Henrietta Kingsley (1862-1900), estuvo en varias ocasiones en Canarias (Tenerife y Gran Canaria), siendo en el año 1892 la primera de las dos visitas (la otra sería en 1893) durante los viajesque efectuó a la costa occidental de África.
Así pues muy pocas realizaron sus desplazamientos hacia las islas solas. Viajar de esa manera al extranjero fue en parte un medio de expresar su independencia, pero con un costo social alto, puesto que con frecuencia se consideraba una actividad nada femenina o fuera de la esfera del rol que le tocaba jugar en la sociedad. Si bien es verdad que el viaje femenino se vio favorecido por la gradual pérdida de restricciones sobre los movimientos de las mujeres, ampliándose de esa manera para ellas su campo de actividades, el prejuicio masculino sobre las mujeres viajeras, aunque menos punitivo que en décadas anteriores, aún se manifestaba en Inglaterra. Las formas de vida victoriana se manifestaban, sobre todo, en un puritanismo exacerbado sobre las ideas éticas y sexuales, en una singular concepción de la sexualidad, donde la mujer no tenía lugar sino dentro del matrimonio. La sociedad era implacable con las que se desviaban de sus normas. Código de prejuicios que también era aplicado a los hombres, como fue el caso del proceso contra Oscar Wilde en 1895. Cualquier acto realizado para lograr la satisfacción personal requería la aprobación social. Por tal razón, a los caballeros eran a los únicos que se les toleraban la movilidad de desplazamiento, podían viajar solos, mientras que el rígido código moral de los victorianos no les permitía ver con buenos ojos a las ladies,
o a jóvenes solteras, viajando por su propia cuenta al extranjero. Ilustrativo es la dificultad que las mujeres exploradoras tuvieron para ganar la aceptación oficial por la Royal Geographical Society. No fue hasta 1892 cuando algunas de las más notables viajeras, Isabelle Bird, Kate Marsden y Mary French Sheldon, fueron admitidas como miembros. Una actitud, sin embargo, que ni se solía adoptar con las mujeres de ciencia, las cuales serán bien acogidas en la Royal Society de Londres, aunque no podían ser socias de derecho, ni con las que viajaban por el interior del país, pues en Inglaterra a las jóvenes se le permitía más que en ningún otro país europeo viajar solas sin la compañía de padres o tutores.
Los mismos prejuicios se mantenían incluso si sus desplazamientos los hacían con una amiga o en grupos. El historiador británico Jonhn Pemble refiriéndose a las que viajaban a Italia en su obra The Mediterranean Passion afirma:
Todas las mujeres que viajaron al extranjero sin la compañía masculina, ya fueran solas, en compañía de una amiga o en grupos, eran clasificadas «desprotegidas», término que suponía una fuerte connotación de extravagancia.1
Los prejuicios masculinos hacia las mujeres igualmente lo manifestaban sus compatriotas en las comunidades británicas establecidas en tierras extranjeras, ya fuese en Canarias o cualquier otra parte. Un testimonio revelador de tal actitud distante la encontramos entre la establecida en el Puerto de la Cruz. Como vimos antes, la comunidad británica de Tenerife era destacada por algunos de sus miembros2 por ser la menos arrogante y orgullosa de cuantas existían. Sin embargo, para la viajera Margaret D’Este, como hemos señalado, salvo una o dos casas donde la hospitalidad se ofrecía incluso a los extranjeros desconocidos, hubo británicos que no mostraron esa afectividad. Mary Gaunt, Marianne North son otras que padecieron la frialdad «masculina».
Pero tales comportamientos no desanimaban a estas valientes y exigentes mujeres, porque el problema que se planteaban ellas en el siglo XIX en Gran Bretaña no era tanto ganar la igualdad de derechos con los hombres cuanto ganar el reconocimiento de sus hazañas en el mundo de los hombres.3 Sin embargo, hubo algunos casos en los cuales el viaje de mujeres solas al extranjero fue admitido, aparte de las que lo realizaban por motivos científicos: las que lo hacían por necesidades de
1 Pemble, John. The Mediterranean Passión. Clarendon. London, 1987. Págs., 77-78. 2 Strettell, G.W. Op.cit. Pág. 81 3 Frawley, Maria H. Op. Cit. Pág., 25.
salud, las invalids. Mucho más aceptación recibieron las que lo hacían por algún tipo de ardor idealista, conectados con propósitos propagandísticos de la civilización inglesa, y particularmente las que se desplazaban a áreas remotas por razones filantrópicos: las misioneras.4 También gozaron de la misma consideración las mujeres viajeras que se trasladaban acompañadas de familiares, bien con sus esposos o bien con sus padres, como la inmensa mayoría de las que se trasladaron a Canarias.
LATIMER, FRANCES.
Era una mujer que como todas las victorianas le encantaba viajar. En 1883 había visitado Madrid. Evitaba trasladarse a donde la mayoría de los inglese solían ir de turismo, como Italia, Francia, etc. Por tal razón, dado que las islas eran conocidads pero aún poco frecuentadas, decidió venir en el invierno de 1887. Como ella misma afirma su intención no era elaborar una guía turística ni hablar sobre las islas. Solamente pretendía escribir cómo es la vida de un inglés de visita en Canarias, fundamentalmente en Tenerife y Gran Canaria. Con un diario para anotar sus impresiones, viajó con su padre en la línea naviera Shaw, Savill and Albion Company. El buque, un vapor de 5.000 toneladas, se llamaba Arawa. El mobiliario y la decoración eran espléndidos; cabinas espaciosas, lujosamente amuebladas. El enorme salón cuadrado, con seis pequeñas mesas y dos grandes, estaba decorado con paneles de madera noble. Estaba equipado con órgano y librería. Las cabinas de las mujeres estaban revestidas de madera y pinturas de flores y pájaros. Llegó al muelle de Santa Cruz de tenerife el 3 de marzo de 1887. En el Puerto de la Cruz de hospedó en el hotel Monopol, que por entonces se llamaba Casa Zamora, uno de los anexos del Orotava Grand Hotel (antiguo Hotel Martiánez).
4 Foster, Shirley. Op. Cit. Pág., 11.